Rusia: viejas y nuevas realidades geopolíticas
En sus diferentes formas de ser definida, la geopolítica siempre ha sido una cuestión altamente concerniente para Rusia. Tanto como disciplina que asocia interés político con geografía con propósitos relacionados con la afirmación del poder nacional, o bien como disciplina que implica una percepción nacional de peligro ante mbiciones externas, la geopolítica es una disciplina latente y predominante en Rusia.
Más todavía, acaso la propia historia de este país podría ser contada en clave geopolítica: solo considérese que los principales acontecimientos desde el siglo XVIII implican a dicha disciplina, y en la mayoría de los casos a la misma supervivencia del país.
Si Pedro el Grande no hubiera derrotado a Suecia en Poltava, posiblemente la configuración actual del territorio ruso no sería la de hoy; lo mismo podríamos decir si Catalina la Grande no hubiera predominado sobre los turcos. En el siglo XIX, la derrota o impotencia de Napoleón en territorio ruso supuso la afirmación de Rusia como gran poder en Europa y en el mundo. Hacia mediados de la centuria, la intervención y victoria externa en Crimea puso una vez más en peligro al país. Finalmente, en el siglo XX Rusia no solo supo de retos externos, sino que incluso sufrió las tremendas consecuencias de “la ambición geopolítica de la centuria”, es decir, el propósito de Hitler de convertir a Rusia “en un lejano país del Asia”, mientras la “Rusia valiosa”, esto es, la zona rica en recursos, permitía la viabilidad y la predominancia del Tercer Reich. El mundo de la guerra fría implicó una dinámica actividad geopolítica global. Finalmente, la Unión Soviética cayó, en parte, debido a la “sobre-extensión imperial”, para utilizar los términos de Paul Kennedy.
El denominado “Estado continuador” de la URSS, la Federación Rusa, pronto comprobó que “el mundo continuaba siendo un sitio peligroso para Rusia”, pues la OTAN, en una decisión que desde Moscú se consideró un incumplimiento de promesas hechas por Occidente sobre las que se pactó el final de la contienda bipolar, inició su ampliación al este, un nuevo “Drang nach Osten”, es decir, una nueva marcha hacia el este. Entonces, en la segunda mitad de los años noventa, Rusia solo pudo manifestar su aprensión geopolítica desde lo retórico porque, como advirtió el presidente Clinton, “la posibilidad que tenía Rusia de influir en la política internacional era la misma que tenía el hombre para vencer la ley de gravedad”.
Con Putin como “re-concentrador” de la política rusa, el enfoque exterior pasó a ser más activo. El país logró ordenarse hacia dentro y el alto precio de las materias primas devolvió a Rusia a la normalidad económica. En este marco, la apreciación geopolítica de Rusia implicó no solo ideas, como la “enunciación” de una suerte de “doctrina Monroe” rusa (“las zonas adyacentes de Rusia son de interés de Rusia”), sino prevención y acción. En 2008, Rusia llevó adelante una movilización militar de carácter preventivo en Georgia (“medidas contraofensivas de defensa”, según la misma terminología rusa). Entonces, una activa OTAN amenazaba asentarse en el mismo territorio del Cáucaso, y para
Moscú ello implicaba una “línea roja”, es decir, un “seísmo geopolítico” inaceptable.
Pero no se trataba de ninguna novedad: desde su mismo nacimiento, Rusia nunca dejó de lado el interés por lo que sucediera en las ex repúblicas soviéticas, sobre todo en aquellas altamente sensibles en relación con el bien geopolítico mayor y protohistórico de Rusia, la profundidad estratégica, y también la identidad geográfica. En este sentido, la frágil y trastornada Rusia de los años noventa mantuvo una extraña concepción: mientras en su relación con Estados Unidos sostuvo un patrón basado en la “emoción” y la cooperación casi irrestricta, en el espacio ex soviético desplegó políticas o técnicas de poder.
Georgia anticipó que Rusia podría ir más allá incluso de la movilización militar. Cuando en 2013-2014 Ucrania se mostró dispuesta a deslizarse hacia las estructuras de la Unión Europea y avanzar hasta el umbral de ingreso a la Alianza Atlántica, la pronta respuesta de Rusia fue anexarse (o “reincorporar”) parte del territorio ucraniano.
No solo quedó en claro que Rusia ya no toleraría nuevos impactos geopolíticos en sus adyacencias, sino que, como advirtieron expertos, podrían surgir “nuevas Crimeas” en Ucrania y también más allá. La nueva situación implicó una enorme inquietud en Occidente y en las ex repúblicas soviéticas, pues se replantearon escenarios de crisis mayor, por caso, en Estonia o Letonia, donde las minorías rusas representaban (y continúan representando) el 25 y 27 por ciento de la población, respectivamente.
La sensibilidad geopolítica de Rusia es extrema en su frontera occidental, pero no menos importante es su inquietud en relación con eventuales acontecimientos que puedan implicar “nuevas disrupciones geopolíticas”, por ejemplo, en las repúblicas centroasiáticas, las que podrían sufrir consecuencias, entre otras, derivadas del accionar de la insurgencia en Afganistán.
La inclusión de los países del Báltico en las estructuras occidentales ha privado a Rusia de la salida a mares exteriores por esa zona, y aunque mantiene conexión directa con el Mar Báltico a través de Kaliningrado, donde posee una importante base naval y un puerto (Baltiysk) cuyas aguas no se congelan, dicho mar es “zona militar de la OTAN”. No obstante, la disrupción geopolítica que implica la pérdida del Báltico y el aislamiento de Kaliningrado (“un pedazo de territorio ruso en la Europa de la OTAN”) podría activar conflictos que busquen la reparación geopolítica, por caso, con Suecia, país que pasó a considerar un choque o querella militar con Rusia como principal hipótesis de defensa (cabe recordar que Moscú mantiene en Kaliningrado sistemas de misiles S-400 y misiles Iskander-M con capacidad nuclear).
En los últimos años se han sumado otras realidades o dinámicas geopolíticas, que hasta podrían pluralizar la misma condición terrestre de Rusia como categoría geopolítica nacional. En efecto, tanto la orientación geopolítica de Rusia hacia el Ártico como así la afirmación naval en el Mar Negro y la proyección de poder naval hacia el Mediterráneo oriental, implican nuevas realidades geopolíticas, las que de consolidarse podrían significar que Rusia sumará a su condición de potencia terrestre la de potencia marítima.
Por supuesto que siempre primará su condición de actor terrestre: su ubicación en el sitio que el geógrafo británico Halford Mackinder denominó “Tierra corazón” hace de Rusia el poder terrestre mundial por antonomasia; pero las exigencias que implican asumir mayores responsabilidades derivadas de su “ampliación estratégica” han recentrado la necesidad de potenciar el poder marítimo.
Desde estos términos, acaso Rusia se encuentra “ad portas” de un segundo ciclo de despliegue de poder marítimo, tal como sucedió en los años sesenta y setenta, cuando la entonces Unión Soviética, siguiendo los métodos y objetivos desarrollados y destacados por el Almirante Serguéi Gorshkov, proyectó poder a escala oceánica global.
En relación con el Ártico, los observadores sostienen que así como en el siglo XIX su condición de actor terrestre empujó a Rusia a consolidar sus dominios en Siberia, hoy es la necesidad de afirmar sus intereses en el Ártico la que la empuja hacia esta zona sensible del globo. Activos estratégicos, población, pretensiones jurídicas, tránsito, amparo militar, ambiciones de terceros, etc., han hecho del Ártico un área de interés vital para Rusia.
Ello, no obstante, no implica abandonar el territorio profundo de Rusia; de hecho, actualmente tienen lugar en Siberia oriental y en Extremo Oriente ruso los mayores ejercicios militares: con la denominación “Bostok-2018” (“Este-2018”), 300.000 efectivos rusos, 36.000 vehículos, 1000 aviones y 80 navíos, a los que se suman soldados y equipos de China y Mongolia, Rusia realiza las maniobras militares más grandes de su historia.
En relación con el Mar Negro, la afirmación de poder naval por parte de Rusia no es solo una respuesta a la creciente presencia de la OTAN en lo que otrora fue considerado un “lago ruso”, sino que representa la antesala de proyección al Mediterráneo oriental, objetivo que necesariamente debe ser alcanzado para, en alguna medida, evitar que en el flanco sur-oeste de Rusia se establezca una nueva oclusión estratégica como ha sucedido en el Báltico.
En cuanto al Mediterráneo oriental, la intervención rusa en Siria no solo obedeció a proveer asistencia a un “Estado cliente” de Oriente Próximo en dificultades, sino a re-geopolitizar una región en la que el ascendente de Rusia casi había desaparecido. El contraste entre el acompañamiento (por no decir la sumisión) de Gorbachov a la política estadounidense para punir a Irak (un viejo “Estado cliente” de la entonces URSS) en 1990-1991 por la invasión a Kuwait, y la obtención de ganancias de poder por parte de la Rusia de Putin tras su apoyo a Damasco, es notable.
Actualmente, si bien posiblemente la predominancia occidental se mantiene en cuanto a medios desplegados, el número de activos navales rusos (que incluye al menos dos submarinos) ha aumentado significativamente frente a las costas sirias. Considerando que Rusia ha logrado ganancias de poder en relación con la guerra en Siria, si por ello entendemos que el régimen ha recuperado gran parte de su territorio, se ha diezmado a la insurgencia y Bachar el Asad continuará al frente de Siria, Rusia mantendrá en Siria importantes capacidades aéreas y navales (Mig-31 K, Su-27, 30, 35, buques antimisiles, submarinos equipados con misiles Kalibr, sistemas S-300 y S-400, etc.).
Finalmente, Rusia ha retornado a considerar el espacio ultraterrestre como “territorio” que exige despliegue y predominancia. Como ha sucedido con el Ártico, no se trata de exploraciones espaciales sino de retomar la iniciativa que básicamente por cuestiones económicas se había resentido desde tiempos soviéticos.
Rusia es, junto a Estados Unidos y China, uno de los poderes espaciales, es decir, poderes que per se han llevado un hombre al espacio; de modo que ello implica capacidades tecnológicas independientes.
En términos geopolíticos, el espacio no es un sitio de interés o “global común” para la humanidad: es un sitio pasible de ser controlado por aquellos con capacidad de proyectar poder. En su reciente obra “Así se domina el mundo. Desvelando las claves del poder mundial”, el analista Pedro Baños nos proporciona valiosas apreciaciones sobre esta cuarta dimensión de la geopolítica.
“Para entender dónde se producirán algunos de los principales duelos por los recursos naturales hay que analizar el actual interés de las grandes potencias, como China, Estados Unidos, Rusia e India, por conquistar planetas. Esta nueva era de colonización está encaminada no solo a instalar en el futuro asentamientos humanos, sino también a acceder a recursos estratégicos escasos en la Tierra […] Además, poner pie en otros planetas proporciona un indudable prestigio internacional y es un muestrario de potencial tecnológico y de la capacidad de influencia geopolítica de un Estado. Para ciertos países también se convierte en una cuestión de supervivencia. Es el caso de China […] A menos de 400.000 kilómetros y tres días de viaje, el suelo selenita es rico en aluminio, titanio, neón, hierro, silicio, magnesio, carbono y nitrógeno. Pero quizá su valor más destacable sea la confirmada presencia de ingentes cantidades de helio-3 a ras del suelo.
Este isótopo no radioactivo, rarísimo en la Tierra, está considerado como la futura principal fuente de energía mediante la fusión nuclear”. En breve, la geopolítica nunca se fue. Solo fue despreciada por una globalización ilusionista durante los años noventa. Los poderes “que cuentan” se están posicionando en términos geopolíticos y ninguno de ellos honra el “pluralismo geopolítico”, es decir, el respeto a la soberanía de otros que afecten sus intereses o el sacrificio por otros o por los “bienes comunes”. Las “nuevas realidades”.