Moldavia. Una identidad nacional entre la Unión Europea y el mundo ruso

15.02.2017

Igor Dodon era designado presidente de la República de Moldavia (Moldova) el 23 de diciembre de 2016. Con su victoria, semanas antes, en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales ante la candidata pro-europea y liberal Maia Sandu, renacía el nacionalismo moldavo prorruso, supuestamente desaparecido tras la progresiva caída del todopoderoso Partido comunista moldavo del antiguo jerarca Vladimir Voronin, y la firma del Acuerdo de asociación entre Moldavia y la Unión europea en 2014 (tras la victoria electoral de la alianza europeísta entre PDM, PLDM y PLM en 2010).

Parte del mundo euroatlántico, occidental, como futuro miembro de la UE y nación hermana de la vecina Rumania con la que inevitablemente convergería bajo una u otra fórmula (unioniști); parte del mundo euroasiático, del Russkiy Mir, como posible miembro de la UAE y nación independiente (federal y multiétnica) heredera de la multiétnica provincia soviética (moldoveniști). Dos opciones que se enfrentaron abiertamente en dicha contienda electoral, y que pusieron en primera plana a un pequeño país hasta ese momento prácticamente olvidado.

La victoria de Dodon suponía el triunfo de una opción identitaria que quería resolver de una vez el destino histórico de este singular territorio; de una nación siempre indefinida por las elites que la gobernaron desde su independencia el 27 de agosto de 1991, bien bajo el sueño de la “reunificación” con Rumania del primer presidente de Moldavia, Mircea Snegur (volver a juntar “a los pueblos rumanos a ambas orillas del rio Prut”), bien bajo el ambiguo e inconcluso “proyecto nacional moldavo” del posterior presidente Voronin. Pero siempre con la amenaza del “enemigo en casa”: la región de Transnistria (Pridnestrovia) o “la orilla izquierda del Dniéster”, independiente de facto desde la caída de la URSS (de la que mantenía gran parte de sus monumentos y símbolos) gracias a la permanencia de una importante base militar rusa, con tres de las principales ciudades del país (su capital Tiraspol, Bender y Rîbnița), con mayoría de población eslava (más de 500.000 habitantes), y con la abierta intención de una integración de la Federación rusa (tras el referéndum de 2006, con el 98.07% de apoyo).

Ante tal disyuntiva histórica, Dodon, socialista filoruso y ortodoxo, era meridianamente claro: defensa de los valores sociales y morales religiosos (de la confesión mayoritaria en el país), lucha contra la enorme corrupción (endémica desde hace años), federalización del país (para recoger las demandas regionales y separatistas) y ruptura del Acuerdo con la UE (volviendo la mirada geoestratégica y económica, naturalmente, hacía Moscú). Estos principios de su programa electoral remitían al nacionalismo moldavo opuesto a la ligazón del país con Rumania por historia y lengua, abierto a reconocer la pluralidad étnica (gagauzos y búlgaros en el sur, rusos y ucranianos en el este, moldavos y rumanos en el norte y sur) y el bilingüismo real (rumano-moldavo y ruso), y deseoso de entrar a formar parte de la Unión euroasiática patrocinada por el Kremlin.

Y su discurso identitario pareció calar, mayoritariamente, entre la ciudadanía ante la situación crítica del país en los últimos años. En lo económico, pese al Acuerdo europeo con la liberalización de visados o las ayudas al desarrollo, Moldavia seguía siendo uno de los países más pobres de Europa, con una persistente caída de la población y de la tasa de empleo; además, en 2016 se descubrió un enorme fraude bancario de más de 910 millones de euros (el 1,8% del PIB), y se constató que casi el 41% de la población moldava vivía con menos de cinco euros diarios (Banco Mundial). Mientras en lo político, la parálisis llegó a su cénit tras las elecciones de 2014: cinco primeros ministros y gabinetes en tres años (Chiril Gaburici, Natalia Gherman, Valeriu Strelet, Gheorghe Brega y Pavel Filip), continuas mociones de censura y conflictos entre los otrora aliados proeuropeos, la mediática detención por corrupción del exprimer ministro Vlad Filat y la caída del gobernante PLDM, la práctica desintegración de los comunistas (con la escisión de más de la mitad de sus diputados), y la victoria política final del polémico y todopoderoso oligarca Vladimir Plathotniuc y su PDM.

Ante tal panorama, los viejos partidos fueron desplazados a ambos lados del espectro identitario. Proeuropeos y prorumanos crearon nuevas formaciones, como el PPEM del exprimer ministro Iurie Leancă (Partidul Popular Europeo din Moldova), el PAS de la citada Sandu (Partidul Acțiune și Solidaritate)  o el PPDA del exfiscal Andrei Năstase (Partidul Platforma Demnitate şi Adevăr). Asimismo, junto a la fortaleza regional del emergente Partidul Nostru del controvertido empresario pro-ruso Renato Usatîi, Igor Dodon convirtió al PSRM (Partidul Socialiştilor din Republica Moldova) en la principal fuerza política del país, no solo opositora.

Antiguo miembro comunista como Vicepresidente y ministro bajo el gobierno de Zinaida Greceanîi [2006-2009], Dodon hizo del antes minoritario PSRM el representante principal de amplios sectores socio-demográficos, muchos tradicionales votantes del PCRM, que miraban hacia el Este por nostalgia, por cultura o por interés: el recuerdo de una población envejecida y empobrecida que recordaba en la URSS tiempos mejores, que aún usaba el idioma ruso y que tenía vinculaciones personales con el antiguo espacio soviético; regiones como Taraclia, Gagauzia o Transnistria veían en Rusia la única garantía de su identidad ante la considerada como amenaza romanizadora; y miles de jóvenes que emigraban al enorme país eslavo en busca de un futuro (cerca de medio millón en 2016) y cientos de empresarios que solo podían vender sus productos en Rusia (tras las barreras impuestas a su mercado por el pacto con la UE).

El socialismo hacía renacer el proyecto de un “nacionalismo moldavo”, capaz de sintetizar la raigambre ortodoxa y la herencia soviética, de sumar identidades (de lo rumano a lo ruso) y frenar la influencia de Bruselas; para ello recuperando la vieja bandera del legendario Principado de Moldavia [1346-1859], la secular independencia de la Țara Moldovei de Ștefan cel Mare, y apelando a los votantes que recordaban la antigua Besarabia rusa, institucionalizada finalmente como la Republica Sovietică Socialistă Moldovenească [1940-1991]. Un nacionalismo rusófilo nunca escondido por sus principales promotores: Dodon y otros dirigentes (como la gobernadora o Başkan de la autonomía turco-rusa de Gagauzia, Irina Vlah), mostraban directamente banderas rusas y fotos con el presidente Putin, rompían mapas de la “unidad entre Moldavia y Rumania” en el propio Parlamento, y usaban recurrentemente el idioma eslavo y el alfabeto cirílico, como reclamos y simbología de su apuesta identitaria. El primer triunfo electoral del PSRM de Dodon en las elecciones parlamentarias de 2014 (convirtiéndose en la primera fuerza del Parlamento) y el posterior crecimiento nacionalista en las elecciones locales de 2015 (con el triunfo en Balti y Comrat del Partidul Nostru, y en Orhei del empresario Ilan Shore y su antiguo Mișcarea social-politică Ravnopravie), fueron indicios de esta apuesta y de este cambio.

En las elecciones parlamentarias de 2018 se jugará buena parte del destino histórico de esta pequeña nación, demostrando si el proyecto nacionalista del socialista Dodon (presidente sin facultades ejecutivas ni legislativas) presenta recorrido cuando las encuestas de 2017 le otorgan casi el 50% de los votos (ASDM), o el itinerario euroatlántico logrará continuar con su agenda de lograr una soñada, aunque a veces improbable, integración moldava en Rumania o en la Unión europea. Solo el “tiempo histórico” nos lo dirá.