La enferma Europa

11.05.2016

Europa está cegada. Europa no quiere ver. Tiempo ha que nos sumimos en esta mortal espiral de nihilismo, mas la enfermedad es hoy grave como nunca lo fuera. Parafraseando a Maeztu, Europa «prefiere su carrito de paralítica, llevado atrás y adelante por el vaivén de los sucesos ciegos, al rudo trabajo de rehacer su voluntad y enderezarse».

Europa dejó de ser aquel foco vigoroso y creador de cultura que fuera antaño. Europa ya no emana luz y civilización, sino obscuridad y desaliento. Hoy hila más que nunca al caso esa insultante, moribunda y necrólatra nomenclatura que le fue dada al Imperio otomano allá por la Primera Guerra Mundial: el «enfermo» de Europa. O más bien, a la vista de nuestra época, se puede decir: la enferma Europa.

Europa ya no quiere crear, Europa ya no quiere brillar. La antorcha que prendió por primera vez en Grecia y se hizo alarde de un continente entero, desde el Tajo hasta los Urales, se ha consumido ad æternum. Ya solamente quedan los rescoldos y las cenizas de un fuego vivo, que asimilaba perpetuidad, gloria eterna, y pereció por voluntad propia.

No proseguiré con este desilusionante epitafio spengleriano dedicado al raquítico devenir de Occidente. Sí haré, por contra, unos breves incisos sobre la europea —desde hace unas décadas, no tanto— ciudad de Bruselas.

En primer lugar, nuestras sinceras condolencias a todos los afectados por la barbarie; en segundo lugar, nuestra más sincera repulsa ante tales actos; y en tercer y último lugar, nuestras más enérgica condena a los verdaderos causantes de la matanza.

Resulta paradójico que la cueva del criminal esté tan cerca de la escena del crimen. A tan sólo unos metros de la estación de Maelbeek, donde se ha producido el ataque, se encuentra la sede de la Comisión Europea, el Parlamento Europeo y el Consejo Europeo. Y es que la plutocracia demoliberal tiene las manos manchadas de sangre, de las víctimas europeas y sirias.

Ya nos lo advertía el Presidente al-Asad: Europa pagará por haber financiado a los «rebeldes» sirios. ¡El malvado, el maligno lo predijo! Predijo con exactitud aquello que se ha ido repitiendo desde los sucesos del Charly Hebdo. Las bombas islamistas que sacuden el Oriente y Europa llevan el sello y la impronta del terror anglosionista y sus organizaciones mundialistas.
Por cierto, nunca veréis sucesos como los de París, Colonia o Bruselas ocurrir en Eslovaquia, Hungría o Polonia. Diáfano y claro: porque no existe el fenómeno de la inmigración masiva. Quien avisa no es traidor.

Los modelos multiculturales han fracasado. Uno de cada cuatro bruselenses es árabe. Y los demógrafos advierten: en el año 2.030, la mitad de los habitantes de la ville de Bruxelles serán musulmanes. Se ha dicho: «Salah Abdelsam es un tipo tan hábil que fue capaz de esconderse durante cuatro meses en un barrio de seis kilómetros cuadrados con toda la comunidad musulmana contra él». Debe ser éso, Milú.

Antes de cerrar estas molestas líneas, recordamos: la mezcla de patrones culturales diferentes es inefectiva, y cuando resulta en éxito, se resuelve siempre en la disolución de las identidades colectivas en un puré tan falto de polos identitarios como manso y domable. Al fin y al cabo, es lo que quieren. Mezclarnos a todos y disolvernos dentro de una misma taza para deshacer toda conciencia de pertenencia a una colectividad superior. Desde ahí, desde el individuo atomizado, desnudo e inerme, comenzar la fácil tarea de moldear mentes a su antojo. Sólo es entonces cuando se entiende la brutal lucha que la Modernidad lanzó contra la religión y el sentimiento patrio, los dos fundamentos de la cohesión social y la pertenencia a lo suprahumano. Sólo entonces uno entiende la verdadera utilidad de aparatos diabólicos e idiotizantes como la televisión. Amnesia colectiva, dicen.

Acoger refugiados por millones no es en absoluto la solución para Europa, ni mucho menos para Siria, mal que le pese al pueril relativismo buenista y al «progreso». Adelantando nuestros movimientos a los falseadores —aquellos que esgrimían su libertad de expresión al grito de «¡Arderéis como en el treinta y seis!»—, y antes de que, por exponer la Verdad, nos tachen de enemigos del bello género humano y de supremacistas, hemos de confesar.

Y confesamos: el hombre moderno ha derrumbado todos sus mitos, ha falseado todas las religiones y se ha desligado de su tradición. Ahora, «liberado», padece la más grave enfermedad: el sinsentido existencial. Este vacío interior, cuya referencia es la Nada infinita, le lleva a buscar refugio en el denigrante cuatridente del materialismo-sexualismo-drogadición-ego. Algunos hemos resuelto en darle un nombre a esta extraña enfermedad: «progreso».

Olvidábaseme. Nada vale la palabrería barata. Nada sirve invocar a la diosa democracia y sus guardianes la tolerancia, el respeto, la unión, la ciudadanía, las flores grandes, las mariposas y el color rosáceo. Cuando se excede en el uso demagógico del término democracia, ocurren atrocidades. Porque contra el terrorismo, se actúa. Fulminante y rápido como una ráfaga de dagas, no se parlamenta. Se actúa.

La matanza de Bruselas se produjo el día después del Lunes Santo. Siguiendo las narraciones evangélicas y el ejemplo de Jesucristo en el Templo, los europeos debemos expulsar a los plutócratas de nuestra tierra. ¡Ellos, nadie más que ellos son los culpables!

Para acabar con el terrorismo en el Viejo Continente, primero hemos de destruir el caballo de Troya que los tiranos esgrimen como argumento definitivo. Introducen por miles terroristas en nuestras naciones aprovechando la potente ola de refugiados e inmigrantes con la complacencia y la aprobación de la población autóctona. ¡Clama el cielo!

Los mercados piden carne fresca, mano de obra barata. En Turquía se almacena la carnaza, lista para ser despachada hacia Europa. En verdad os decimos que todo aquel que apoye la acogida masiva de refugiados en Europa estará siendo cómplice de sus enemigos, del capitalismo. Solventada será la crisis en el mismo momento en que la amalgama de poder supranacional capitalista, que con una mano recibe orgulloso las oleadas de refugiados —todos varones; no hay mujeres, tampoco niños— y con la otra financia la barbarie que allá en tierras lejanas despoja a esos mismos hombres de su tierra y los fuerza a huir, los plutócratas deben ser liquidados. Ellos quieren raptarnos nuestra Europa.

La tinta no corre. Ya se agota. Mientras escribo estas líneas escucho la sonata para piano nº11 en La mayor, de Mozart. Entre aires de grandeza espiritual, reflexiono. Wolfgang Amadeus Mozart, el mejor compositor que jamás dio la música, era europeo. Alemán*, más precisamente de Salzburgo. Blanco y europeo. A veces me pregunto si las incesantes hordas de extranjeros llegados a Europa serán capaces de valorar este nuestro tesoro. Y más aún: si los europeos hemos sido capaces de valorar el legado que hemos recibido de nuestros padres, y si sabremos preservarlo. En una palabra, si somos dignos de él.

El pueblo no entiende. No quiere entender. Mas el pueblo debe saberlo: es una cuestión de vida o muerte. Europa pasará a los anales de la historia por la puerta de la vergüenza como la única civilización que murió sin saber defenderse. O dicho en otra forma, sin querer defenderse. ¡Clama el cielo! — ¿Cuántas gotas deben caer para darnos cuenta de que está lloviendo?

¡Yo maldigo esa fatal y próxima fecha! ¡Adiós, Europa, adiós!

Fuente: Debateprensadiario.