A 20 años del 11S y de la “guerra contra el terrorismo”

Domingo, 19 Septiembre, 2021 - 10:40

Por Gastón Pardo

Hoy se conmemoran los 20 años de los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando dos aviones secuestrados fueron conducidos contra el World Trade Center de la ciudad de Nueva York, uno contra el Pentágono en  Washington, DC y un cuarto que se estrelló en un campo en Pensilvania después de que los pasajeros lucharon para quitar el control a los secuestradores. Murieron unas 3 mil personas, el número más alto de muertes violentas en un solo día en suelo estadounidense desde la Guerra Civil.
De nueva cuenta, la prensa ha bombardeado al público estadounidense y global con las imágenes del horrendo crimen del 11S, mientras los dirigentes echan mano de los comentaristas para encargarles que especulen sobre la supuesta posibilidad de un rebrote terrorista después del fiasco de la retirada estadounidense de Afganistán y, de hecho, de toda la “guerra global contra el terrorismo”.
No hay que creer que alguien plantó explosivos en las torres gemelas para reconocer que la explicación oficial del 11S de que fue el resultado de un “fracaso de la imaginación” por las agencias de inteligencia estadounidenses está colmada de contradicciones, omisiones y encubrimientos. Las vísperas del aniversario, el mandatario estadounidense Joe Biden emitió una orden ejecutiva en respuesta a las demandas judiciales de miles de sobrevivientes y familiares de las víctimas del 11S que piden que se haga pública la información de los vínculos de la monarquía saudí con los atentados, que sucesivas administraciones han intentado mantener en secreto con medidas extraordinarias. “El pueblo estadounidense merece un conocimiento completo de lo que el gobierno sabe sobre esos atentados”, declaró Biden. Si bien la orden exige una “revisión para desclasificación”, les permite al Departamento de Justicia, la CIA, el FBI y otras agencias mantener información en secreto “en interés de la seguridad nacional”.
Como es bien sabido, 15 de los 19 secuestradores eran saudís y también lo era el líder de Al Qaeda, Osama ben Laden, un antiguo aliado de la CIA en su guerra indirecta en Afganistán durante la década de 1980. Hay oficiales, diplomáticos y agentes de inteligencia saudís implicados en financiar a los secuestradores, inscribirlos en escuelas de vuelo y encontrarles donde alojarse, incluyendo en el hogar de un importante informante del FBI en la comunidad musulmana de San Diego.
El vínculo saudí no sólo es muy sensible porque involucra al principal aliado del imperialismo estadounidense en el mundo árabe, sino porque los íntimos lazos entre las agencias de inteligencia saudíes y estadounidenses suscitan preguntas preocupantes de cómo es posible que nadie en la CIA, el FBI y las otras agencias estaba al tanto de los planes de los secuestradores, a pesar de que varios de estos se encontraban en listas de vigilancia del FBI cuando entraron y se desplazaron libremente en EEUU.
Llamado el “mayor fracaso de las agencias de inteligencia” en la historia de EEUU, la obvia interrogante que plantea es por qué ningún oficial, desde el director de la CIA hacia rangos más bajos, o los agentes consulares que les concedieron visas a los secuestradores, fue dado de baja de su puesto después del 11 de septiembre. Por contra, después del ataque japonés contra Pearl Harbor, fueron depuestos varios altos comandantes estadounidenses y expulsados del ejército.
No ha habido una investigación seria y creíble sobre cómo se permitió que ocurriera el 11S, a pesar de las cuantiosas advertencias de los atentados inminentes y el hecho de que muchos de los perpetradores estaban siendo monitoreados. Y no hay por qué esperar que el gobierno de Biden saque a la luz los secretos que el gobierno estadounidense ha guardado celosamente dos décadas.
Aparte del origen exacto de los atentados del 11S, estos fuerontomados como pretexto para intensificar la agenda ya establecida mucho antes por el imperialismo estadounidense. Tras la disolución de la Unión Soviética con la complicidad de la burocracia stalinista de Moscú en 1991, la élite gobernante estadounidense decidió que podía utilizar su indisputable superioridad militar para contrarrestar el declive de la hegemonía global económica de EE.UU. y reordenar la política global.
Los atentados del 11S no sólo le dieron el casus belli, sino también los medios para intimidar y confundir a la población y suprimir la oposición general a la guerra. La prensa cumplió su papel, aterrorizando a la población con el supuesto peligro de más terrorismo.
En cuestión de semanas, el ejército estadounidense invadió Afganistán, disparando miles de municiones sobre su población y masacrando a otros tantos miles de combatientes afganos capturados. Menos de un año y medio después, inició una segunda guerra contra Irak justificada por mentiras sobre “armas de destrucción masiva” y los lazos inexistentes de Sadam Huseín con Al Qaeda.
Estas guerras no pretendían proteger a la población estadounidense del terrorismo, como alegaba Washington, sino garantizar la hegemonía estadounidense sobre las regiones con los principales yacimientos de recursos energéticos en el golfo Pérsico y Asia central.
A través de la aprobación casi unánime de la Autorización para el Uso de Fuerza Militar inmediatamente después del 11S, el Congreso le confirió el poder al presidente de EEUU para emprender guerras “preventivas” contra cualquier país que fuera considerado una amenaza para los intereses de seguridad y económicos estadounidenses, sin el consentimiento de la nación.
Cuando el gobierno de Obama lanzó  guerras para el cambio de régimen en Libia y luego en Siria, el pretexto de la “guerra global contra el terrorismo” se volvió cada vez más absurdo. En ambos países, las milicias vinculadas a Al Qaeda operaron como las fuerzas terrestres patrocinadas por Washington.
Los atentados también ofrecieron la oportunidad para introducir cambios que involucraron ataques a los derechos democráticos. Esto implicó la creación del Departamento de Seguridad Nacional, la Ley Patriota, la introducción de un espionaje generalizado de la población, búsquedas sin órdenes judiciales, detenciones sin cargos y “entregas extraordinarias” de prisioneros. Los métodos de tortura fueron ordenados desde la Casa Blanca e implementados en Guantánamo, Abu Graib en Irak, Bagram en Afganistán, y las “prisiones clandestinas” de la CIA propagadas por todo el globo.
Bajo Obama, la Casa Blanca institucionalizó el asesinato como política de Estado, arrogándose el poder de matar a cualquier dizque “combatiente enemigo”, incluyendo a ciudadanos estadounidenses, en cualquier parte del mundo sin ninguna explicación, ni hablar de cargos o un proceso debido. Miles de personas, incluyendo muchos civiles, han muerto a causa de estos “asesinatos selectivos”.
En nombre de combatir el terrorismo, este aumento masivo de los poderes policiales del Estado se desarrolló en medio del mayor aumento de la desigualdad social en EEUU en la historia, alcanzando niveles incompatibles con formas democráticas de gobierno.
Las consecuencias de los 20 años de guerras ininterrumpidas desde el 11S han sido que entre un millón y dos millones de personas perdieron su vida en Afganistán, Irak, Libia, Siria, Yemen y otros países árabes. Los heridos son millones más, y decenas de millones fueron convertidos en refugiados de sociedades diezmadas por la guerra. Unas 7 mil tropas de EEUU murieron y aproximadamente el doble de militares y muchos más quedaron con secuelas psicológicas por participar en inmundas guerras de tipo colonial.
El costo financiero de estas guerras ha sido impactante. En su discurso del 30 de agosto anunciando el final de la ocupación estadounidense de Afganistán, el presidente Biden afirmó que era “momento de ser honesto con el pueblo estadounidense”, reconociendo tácitamente que lo han alimentado con una sarta continua de mentiras en defensa de la guerra. Declaró que EEUU había gastado $300 millones por día durante los últimos 20 años sólo en la guerra de Afganistán.
El Proyecto de Costos de Guerra de la Universidad de Brown estima que el precio final de las guerras que siguieron al 11S, incluyendo el cuidado de largo plazo para los veteranos, es de 8 billones de dólares (millones de millones de dólares en anglosajón). Esto no incluye varios billones más en intereses causados por el gobierno estadounidense para financiar sus aventuras militares. ¿Qué se pudo lograr con sumas tan enormes de dinero si se hubieran dedicado a mejorar las condiciones de vida de las poblaciones en EEUU y el mundo, en vez de asesinar y mutilar a millones?
¿Qué ha logrado el imperialismo anglosajón en los 20 años de guerra? No alcanzó sus objetivos en ninguna parte. Y si bien destruyó sociedades enteras, se mostró incapaz de imponer regímenes títeres viables en los países atacados. La retirada estadounidense de Afganistán frente a la toma talibán de Kabul no sólo es una humillante derrota militar, sino un revés devastador para a la estrategia global perseguida por EEUU. Esto es lo que explica la histeria dentro de la élite gobernante estadounidense en torno a la evacuación de Kabul.
Un fiasco histórico de tal magnitud no se puede explicar en términos de cálculos militares equivocados o fracasos en materia de inteligencia. En cambio, refleja la profunda crisis económica y social en la cual está sumido todo el sistema capitalista estadounidense.
Los legados sociales y políticos del 11S y la “guerra contra el terrorismo” tiene un gran alcance. Las repetidas guerras de agresión basadas en mentiras han desacreditado todas las instituciones de la sociedad estadounidense, desde la Casa Blanca hasta el Congreso, el Partido Demócrata y el Partido Republicano, la prensa que vendió esas guerras, la élite financiera que lucró de ellas y los académicos y las capas pseudoizquierdistas de la clase media-alta que ofrecieron justificaciones.
La violencia sin límites en el exterior, incluyendo el uso rutinario de tortura y asesinatos, con presidentes estadounidenses hablando sobre “eliminar” a enemigos como capos de la mafia, ha contribuido a un embrutecimiento de la sociedad estadounidense en casa, que se caracteriza por los regulares asesinatos masivos y otras andanadas violentas.
El imperialismo  ha sido humillado en guerra; las políticas de la clase gobernante han producido cientos de miles de muertes en absoluto innecesarias por COVID y no tiene ninguna política para enfrentar el cambio climático, incluso cuando las inundaciones destruyeron dos costas y los incendios hacen estragos en el occidente del país.
La tarea más urgente es la construcción de un movimiento masivo contra la guerra. Si los últimos 20 años nos han enseñado algo es que tal movimiento no puede basarse en el control del Partido Demócrata ni en sus ramificaciones (ONGs) dispersas en el mundo.