La temeraria singularidad del mundo de hoy
La compleja situación por la que atraviesan las relaciones internacionales prácticamente ha despejado el campo de reflexiones o hipótesis en clave de esperanzas, es decir, consideraciones sobre cursos previsibles del orden internacional. Es cierto que, salvo agoreros imperecederos, nadie aventura escenarios catastróficos inmediatos; pero es innegable que ante la sucesión vertiginosa de hechos, la confianza en un orden internacional estable ha disminuido.
Hace tiempo que los hechos rebajaron sensiblemente las expectativas, pero fueron sin duda los acontecimientos ocurridos recientemente los que produjeron mayor impacto, particularmente la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, hecho que implicó que en algunos segmentos relativos con las relaciones entre Estados y temas globales el escenario internacional (clásico y “nuevo”) sufriera rápidas consecuencias de escala, por caso, la relación estratégica atlanto-europea o los esfuerzos frente al reto que implica el cambio climático.
Resulta interesante comprobar cómo la talla de poder de Estados Unidos perturba las relaciones internacionales, tanto cuando la potencia despliega políticas intervencionistas o globalistas, como lo ha venido haciendo desde 1945, como cuando adopta un patrón externo en buena medida reluctante o aislacionista.
Pero volviendo al punto inicial, la causa que en gran parte explica el pesimismo que existe en relación con el curso de la política internacional reside en que todos los niveles del “orden internacional” están simultáneamente atravesados por importantes grados de crisis, situación que implica una notable y peligrosa singularidad.
Comenzando por el nivel clásico, es decir, el de las relaciones entre Estados, los principales “cinturones de fragmentación” del mundo se hallan bajo crisis, esto es, Europa centro-oriental, Oriente Medio/Golfo Pérsico y Asia-Pacífico.
En las tres áreas la tensión entre Estados se encuentra en ascenso e incluso en la zona de crisis casi irreductible, es decir, la segunda, surgen tensiones o “averías” nuevas que se suman a las tradicionales, por caso, entre las petromonarquías del Golfo Pérsico.
Según el balance del Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI), el gasto militar del mundo en 2016 fue superior al de 2015, siendo los actores preeminentes y potencias medias ubicados en las tres placas geopolíticas los que más invirtieron en el rubro (dejando de lado, claro, la “excepcionalidad estadounidense” en la materia: 612.000 millones de dólares).
Es tal la acumulación militar por parte de los Estados en esas regiones que, como advertía Bismarck, “en cualquier momento los cañones comenzarán a dispararse solos”.
En cuanto al nivel intraestatal o “estadoméstico”, es decir, el que acontece hacia dentro de los Estados, en algunos casos el grado de violencia es abrumador, particularmente en Siria, donde el número de muertos en casi siete años asciende a más de 330.000 y el de desplazados a más de diez millones, hecho que redujo la población del convulsionado país a menos de la mitad.
Algunos expertos denominan “nuevas guerras” a las confrontaciones intraestatales. Si bien es cierto que se trata de “guerras entre la gente” en la que se difuminan los campos de batalla, intervienen múltiples partes y se combate casi indefinidamente, el rasgo novedoso de estas guerras es su descontrol como consecuencia de la ausencia de lo que se denomina “amortiguadores del conflictos”, esto es, la capacidad de regulación de los actores preeminentes sobre esos países.
La crisis de los niveles inter e intratestatal nos lleva al tercer nivel de crisis, la de las organizaciones multilaterales y regímenes internacionales.
La declinación de la ONU hace tiempo dejó de ser una tendencia para convertirse en una de las más firmes realidades del mundo actual. Hace años que las “misiones onusianas” se encuentran con serias dificultades para operar en escenarios de alta belicosidad, logrando, a veces y con mucha voluntad de las partes en conflicto tanto internas como (sobre todo) externas, el establecimiento de precarios “bolsones” o corredores humanitarios.
Algunos expertos consideran que el problema del declive del multilateralismo responde a que la composición de las organizaciones refleja la estructura de poder de un mundo que ya no es; por tanto, su “recuperación” solo podrá ser posible a partir de la creación de nuevos foros establecidos sobre la base de las “actuales sintonías” de poder en el mundo.
En este sentido, sin duda que la “gestión” de las cuestiones globales de foros como el G-7 se ve seriamente restringida al carecer de un elenco más integral: ello explica el reciente fracaso de la cumbre del grupo en Taormina.
En otros casos, el intento de regimentar determinadas cuestiones, principalmente la relativa con las armas de exterminio masivo, se ve dificultado no por la falta de “democratización” del segmento, sino por el amparo y capacidad de deferencia estratégica inigualable que para los países implica la posesión del arma. En buena medida, ello explica la nuclearización de Corea del Norte y antes la de Israel, India, Pakistán…
De todos modos, más allá de la necesidad de “reinventar” las organizaciones internacionales, las mismas siempre sufrirán la contundencia de una de las “leyes de hierro” de la política entre Estados en clave realista: la que sentencia que ninguno poder preeminente permitirá que una organización internacional adopte decisiones por ellos. Pero la situación es más dramática cuando, como hoy, no existe régimen internacional alguno ni tampoco perspectivas de acuerdo, pues ello empuja a los poderes a maximizar permanentemente su condición de autoayuda.
El nivel de la integración y de las interdependencias entre Estados también se encuentra perturbado por crisis de escala, y ello en buena medida se debe a la desaparición de los contextos de equilibrio que moderaban los conflictos. En otros términos, como bien destaca el experto Bertrand Badie, la integración funcionó mientras no había crisis; pero cuando estas brotan, por caso, turbas de inmigrantes, terrorismo, tensión militar, etc., reaparece el nacionalismo como primer y último refugio y se resiente y hasta desaparece la cesión de soberanía de los Estados hacia un nuevo centro u “orden postnacional”.
En este sentido, la “excepción europea” como modelo de transferencia de lealtades hacia una esfera supraestatal puede estar dejando de serlo, hecho que por vez primera rompe el “principio internacional” que sostiene que la interdependencia entre Estados reduce las crisis. Peor aún, como sostiene Mark Leonard, “la interdependencia se volvió causa de conflicto intraeuropeo (en vez de ponerle fin)”.
La crisis en el nivel de los actores no estatales, básicamente nos referimos el terrorismo (sin omitir la importancia de otros “poderes fácticos” que erosionan capacidades a los Estados), impacta tanto en el segmento internacional como nacional. Hasta hace poco se hablaba de terrorismo transnacional, pero dado el carácter fuertemente local del mismo acaso haya que resignificar el concepto, dato que nos proporciona una idea aproximada del vertiginoso cambio que sufre este fenómeno.
En otros términos, el terrorismo de nuevo cuño se ha vuelto a “territorializar”, pero ahora, a diferencia de la “territorialización” que significó desplazamiento global de terroristas para perpetrar atentados en espacios nacionales seguros, como sucedió en Estados Unidos o más vulnerables como en la India, hoy la territorialización del fenómeno implica actos terroristas mayormente de inspiración islamita, ejecutados por sujetos locales o nacionales.
La crisis en este segmento se agudiza por el “carácter funcional” o de reciprocidad que existe entre organizaciones situadas fuera del territorio nacional, por caso, el ISIS, y los terroristas o yihadistas nacionales.
Esto significa que más allá que exista conexión entre el atacante y la organización, el primero encuentra en la segunda la inspiración y referencia para “fugarse hacia adelante” y morir matando; en tanto que la segunda mantiene o aumenta su “reputación”, fortalece la radicalización (si, como sostiene Gilles Kepel en su obra “El terror entre nosotros”, se incrementa el seguimiento, control y represión de musulmanes en Europa) y, finalmente, obtiene ganancias de poder a pesar de perder terreno y fuerzas en los espacios de combate directo (en Siria e Irak).
En breve, no es una novedad que Estados Unidos y otros actores preeminentes del orden interestatal planteen el “interés nacional ante todo”, se desmarquen de los regímenes u organizaciones intergubernamentales o tensionen las relaciones entre ellos o con otros Estados. Es pertinente recordar que durante la primera década del siglo XXI Estados Unidos desplegó una política exterior que casi acabó por identificar los intereses del sistema internacional con sus propios intereses nacionales.
Lo novedoso y temerario es que simultáneamente todos los niveles de la política internacional de hoy, sin excepción, a los que se deben sumar los “viejos temas de siempre” (escasez de recursos, sobrepoblación, inequidad socioeconómica, etc.), están atravesados por crisis de escala y, en la mayoría de los casos, sin vías de salida.
Esta peligrosa singularidad del mundo actual nos deja frente a un porvenir que necesariamente deberá contar con una elevada y calibrada diplomacia de y entre los Estados. Pero, por el momento, la diplomacia internacional dista de estas condiciones.