El orden interestatal que podría perseguir Donald Trump

17.11.2016

Resuelta la contienda electoral en Estados Unidos, corresponde ahora explorar sobre el posible orden interestatal que podría perseguir el presidente electo. Es necesario hacerlo puesto que si bien se trata del actor más preeminente de dicho orden, durante la compulsa los discursos de los candidatos estuvieron centrados en las cuestiones internas y vecinales, y fueron pocas e incluso vagas las referencias a la política entre Estados que se pretenderá estructurar.

Consideremos a continuación algunos modelos o “imágenes” que acaso puedan resultar útiles en relación con la orientación que podría adoptar el orden interestatal bajo el mandato de Donald Trump.

Para ello, pensemos en seis modelos: aislacionista o tradicional, monopolarista, belicista, institucionalista, equilibrador o contenedor y wilsonista.

En relación con la imagen o modelo aislacionista, si bien parte del discurso de Trump podría llevar a pensar que el republicano aspira a “encerrar” al país en el marco de lo que tradicionalmente fue considerado el “espacio del bien” en el mundo, es decir, Estados Unidos, el estado de “globalismo” que alcanzó el país desde que en 1945 se convirtió en uno de los dos actores mayores del orden interestatal hacen imposible el regreso a ese patrón internacional.

Quiera o no, Estados Unidos necesariamente debe “estar en el mundo” (o “territorio del mal” según los términos de los “Padres Fundadores”), no solo para amparar y promover sus intereses, sino porque en muchas cuestiones (no en todas) es un “actor-apaciguador” clave para la misma seguridad internacional. Es decir, aunque muchas veces sus políticas intervencionistas han tenido (y tienen) secuelas, también, como pocos, Estados Unidos ha aportado lo que Michael Mandelbaum ha denominado “bienes públicos internacionales”, que fueron relevantes para el “orden internacional” en clave de cooperación.

En segundo lugar, un modelo en clave monopolar prácticamente es insostenible; no solo porque el poder en el mundo (en el que Estados Unidos continúa siendo el más vigoroso) está más disperso y nuevos actores (que peyorativamente algunos expertos estadounidenses denominan “el resto”) reclaman reconocimiento y consulta, por caso, China y Rusia, sino porque, como bien advertía Kenneth Waltz, la concentración extrema de poder por parte de un Estado siempre acaba generando respuestas violentas sobre éste (recordemos, por ejemplo, el 11-S).

En tercer término, la adopción, que sería un “accesorio” del anterior, del “modelo soldado-belicoso” (y en algunos casos, según la región, “cruzado”) tampoco sería conveniente. Ello no implica que la próxima administración decida, como en tiempos de Kennedy o Reagan, incrementar la acumulación militar, como todo parece indicar, si bien el gasto militar estadounidense es hoy muy elevado.

El perfil de la guerra en el siglo XXI relativiza el poderío militar superior al negar, una vez más, la victoria de modo concluyente: en la que es la intervención más prolongada de su historia, en Afganistán (o en el mismo Irak) Estados Unidos ha intentado militarmente controlarlo todo y, como advertía Federico el Grande, acabó controlando nada; es decir, hasta el momento no ha logrado la victoria o algo que se asemeje a ella.

En tercer lugar, la búsqueda de un patrón wilsoniano como base de la estructura interestatal es también prácticamente imposible, no solo por la pluralización de las relaciones interestatales, es decir, el número de actores preeminentes y potencias medias, sino porque el modelo político-económico-jurídico atlanto-occidental no es replicado en todo el globo (y en algunos sitios hasta es repudiado), sino porque, como sostiene Robert Kagan, los sistemas políticos autocráticos se vuelven “viables” en materia de suministrar a sus habitantes los bienes públicos que demandan.

En quinto lugar, la defensa y promoción del modelo institucionalista difícilmente vaya a ser perseguido por el próximo mandatario estadounidense. Casi como un precepto del realismo en la “política entre naciones”, nunca ha sido de potencia preeminente el permitir que una organización intergubernamental adopte decisiones por ella.

Es habitual que los mandatarios de potencias mayores hagan referencias auspiciosas sobre el advenimiento de un orden internacional en el que las instituciones y el derecho internacional asuman un papel preponderante en relación con el reparto de justicia internacional. Pero es más habitual que pronto los hechos acaben frustrando las representaciones o anhelos, y lo que Stanley Hoffmann acertadamente ha denominado “política como de costumbre”, es decir, la anarquía internacional, la “seguridad nacional primero”, el poder y la competencia internacional, acabe imponiéndose.

En sexto término, el modelo de balance o equilibrio de poder podría ser evaluado por la próxima administración estadounidense. Históricamente, el mismo ha demostrado ser una técnica que ha proporcionado resultados en relación con la seguridad y estabilidad internacional. Durante el siglo XX Estados Unidos ha recurrido a él durante los años setenta (bajo presidencia de republicanos), aunque el carácter ideológico del orden interestatal acabó erosionándolo.

Considerando que el mundo es total, es decir, no quedan espacios o actores por incorporarse al mismo, existe una manifiesta demanda de actores viejos y nuevos que reclaman (algunos más que otros) reconocimiento y deferencia, por ejemplo, China, Rusia, India, Turquía, Alemania, Japón, Indonesia, Arabia Saudita, Irán, etc., y no estamos frente a un Estado-ideológico como lo fue la Unión Soviética que todo lo reducía a la ecuación “ellos y nosotros” y, por tanto, volvía irreductible cualquier negociación entre Estados, acaso dicho modelo sea reconsiderado.

Por otra parte, el estado actual de las relaciones internacionales requiere de un orden que finalmente lo configure, pues existen múltiples situaciones de crisis y tensión que podrían finalmente desestabilizarlo.

Es verdad que la relevancia de actores no estatales como el terrorismo de nuevo cuño es una nueva y contundente realidad en relación con esa técnica de poder, pero existe un consenso casi global en combatirlo, de modo que se hace viable su estructuración.

Algunas de las expresiones de Trump durante su campaña podrían hacer pensar en un curso interestatal hacia el equilibrio, particularmente en relación con la situación Occidente-Rusia. Es decir, buscar una suerte de diagonal en la actual encrucijada que restituya a Rusia reconocimiento geopolítico, lo que implicará que Ucrania suspenda sus “pretensiones westfalianas”, e impulse a Europa a pensar (y decidir) estratégicamente más por sí misma.

En breve, es posible que la política exterior de la administración Trump reconsidere la conveniencia (nacional e internacional) relativa con que el mundo se configure en base a un modelo de orden basado en un reparto de poder más equilibrado y no en el patrón prevaleciente desde el final de la Guerra Fría, esto es, “una geopolítica de uno” que, en buena medida, acabó provocando desestabilizaciones locales, regionales y globales.

El pasado internacional ofrece interesantes situaciones de orden basadas en el equilibrio y políticas de consuno entre Estados. También el pasado en Estados Unidos (en tiempos de administraciones republicanas) ofrece ganancias relativas de poder en base a ellos.

El modelo de equilibrio de poder interestatal no es lo mejor pero tampoco es lo peor; solo es lo más conveniente en el marco de relaciones de poder, sobre todo para tiempos de devaluación institucional y precariedad y tensión interestatal  como hoy.

Prácticamente no hay margen para impulsar otro tipo de modelo que no “resignifique” las demandas de actores que han construido poder y, por tanto, reclaman reconocimiento y consulta. Asimismo, en el siglo XXI, con el entramado de relaciones interdependientes entre los Estados, una política interestatal sustentada en el equilibrio coadyuvaría a reparar relaciones de cooperación en las múltiples dimensiones del orden internacional, particularmente en el ya impactado segmento nuclear.

Ello no implica que cesarán los conflictos ni las políticas de poder o de obtención de ganancias por parte de los actores preeminentes. Básicamente implica, siguiendo una vez más a Stanley Hoffmann, que “la mejor manera de maximizar mi ganancia, incluso si inflijo una pérdida a otros, es ocuparme de que también el otro gane algo (ya sea porque esto le dará un incentivo para ayudarme a incrementar mi propia ganancia, o porque de otra manera el otro estará tentado a destruir mi ganancia). Así, lo que resulta distinto no es tanto la búsqueda de ganancia absoluta, sino el interés de una ganancia conjunta: la pérdida de otros (o mi ganancia) será compensada, al menos en parte, por alguna ganancia para el otro”.

Algunos autorizados expertos, por caso, Mark Leonard, sostienen que los Estados Unidos de Trump será una fuente de desorden global. Concedámonos frente al próximo habitante de la Casa Blanca una duda estratégica. La que no habríamos tenido si ganaba Clinton.