Los fundamentos míticos del capitalismo

16.08.2024

Quien ha perdido los símbolos históricos y no puede contentarse con ‘sustitutos’, se encuentra hoy en una situación difícil: ante él se abre la nada, frente a la cual el hombre aparta su rostro con miedo. Peor todavía, el vacío se llena con absurdas ideas políticas y sociales, todas ellas espiritualmente desiertas. (Carl G. Jung: Sobre los arquetipos del inconsciente colectivo, 1934).

El poder del mito

El capitalismo, como sistema económico y social preponderante a nivel mundial, ha ejercido y continúa ejerciendo una influencia significativa en nuestras vidas y en la configuración de las sociedades de manera profunda, compleja y perdurable. Esta formación histórica, arraigada en teorías y prácticas económicas y políticas, opera como un modo de producción material, una maquinaria para la generación y concentración de ganancias, y un mecanismo de control social que se apoya en una lógica de explotación que abarca diversas dimensiones, como clase, género, raza y especie. Además, constituye una poderosa fuerza de configuración de subjetividades y un dispositivo hegemónico de reproducción cultural. Por ello, se manifiesta como una estructura integral de dominación y transformación del mundo, con la capacidad de influir en todas sus esferas, e incluso de llevar a la humanidad hacia un estado de colapso civilizatorio, debido a su naturaleza ecocida.

Aunque el antropocentrismo, el patriarcado y la construcción del ego humano ya existían antes del surgimiento del capitalismo, este último los intensifica, exacerba y subordina a una lógica depredadora centrada en la búsqueda de beneficios en el marco de un mercado supuestamente competitivo, la cual prevalece sobre cualquier otra consideración ética o forma de relación social.

Con todo, una exploración más profunda del capitalismo nos permite analizarlo desde una perspectiva más amplia, adentrándonos en sus fundamentos míticos y arquetípicos. En este artículo, exploraremos tentativamente cómo la lógica del capitalismo, conformada en torno al siglo XVI y desarrollada con creciente intensidad a partir del siglo XVIII, está especialmente sincronizada con la energía psíquica y social de ciertos mitos y arquetipos que han existido a lo largo de la historia de la humanidad. Estas configuraciones míticas y arquetípicas se encuentran presentes, con diversas adaptaciones y matices, en la mayoría de las culturas humanas, tal como lo han demostrado la antropología y la psicología profunda. En esta exploración, nos apoyaremos en la mitología griega como referencia, debido a su cercanía cultural. Esta ha dejado una huella profunda en la conformación de la psique colectiva de Occidente, donde el capitalismo surgió y se desarrolló.

Debe subrayarse que un mito es una narrativa, por lo general tradicional y sagrada, que tiene un significado simbólico y se comparte dentro de una comunidad o cultura específica. Los mitos funcionan como encarnaciones culturales de los arquetipos, entendidos estos como las fuerzas impersonales del inconsciente colectivo. Según Carl Jung (2004), los arquetipos constituyen una especie de patrones fundamentales en la psique humana, que se manifiestan mediante imágenes arquetípicas y se expresan sincronísticamente en la forma en que las personas y los colectivos perciben y responden a su entorno (Jung, 2010). Como señala Joseph Campbell (2015) en su conocida obra El poder del mito, los mitos son verdaderos metafóricamente, y son valiosos porque transmiten verdades sobre la experiencia humana que escapan a un enfoque exclusivamente racional y científico. Los mitos constituyen universales culturales que a lo largo de la historia han servido como relatos simbólicos para dar sentido al mundo, ya que los símbolos que contienen expresan ideas-fuerza que van más allá de lo racional y lo temporal, adentrándose en el misterio y lo inefable (Chevalier y Gheerbrant, 2007). De hecho, como señalaba Thomas Berry (2015), los símbolos son fuentes de energía y, al mismo tiempo, medios de transformación psíquica. Los símbolos expresan significados compartidos, con capacidad para representar algo que es reconocido y comprendido por un grupo o una comunidad. En todo caso, los mitos que los símbolos articulan suelen ser flexibles y se adaptan a medida que la sociedad evoluciona, manteniendo su relevancia y significado a lo largo del tiempo.

Eso sucede así porque, como señaló Carl Kereny (2009), el mito pervive gracias a la plasticidad del mitologema, que alude al rico material mítico que es revisado, generado y reconfigurado de forma continua con elementos propios de la cultura. Dicho de otro modo, el mitologema se refiere a los componentes mínimos y universales de un mito, los cuales pueden repetirse o combinarse en diversas formas para construir narrativas mitológicas más complejas. De este modo, el mitologema funciona como un motivo recurrente que aparece en diferentes relatos mitológicos y que puede referirse a personajes, eventos, objetos o situaciones. Los mitologemas han constituido los cimientos de las historias que han aguantado el paso del tiempo, relatos que, “en las postrimerías de un mundo en disolución, siguen siendo el espejo para contemplarnos y dotar de sentido a nuestra existencia.” (Marcet, 2023).

Ciertamente, los mitos pueden deformar más o menos la realidad, pero también ayudan a conformarla, construirla y dirigirla. Los mitos sirven para establecer, apuntalar y reforzar los valores, las identidades, las normas y las creencias compartidas dentro de una comunidad, transmitiéndose de generación en generación. Son realmente performativos y prescriptivos, lo que explica su potencia y trascendencia. Como ha defendido recientemente Vicente Gutiérrez (2023) al referirse a “los mitos sostenedores del capitalismo fosilista”, los mitos sostienen culturalmente los modos de producción, que lo son también de producción de mitos, de manera que sin mitos no se entiende la permanencia, fortaleza y aceptación de los sistemas económicos, políticos y sociales. Pues un mito no consiste en una simple “superestructura” derivada del determinismo materialista que caracteriza las relaciones entre fuerzas productivas. Más bien supone una infraestructura generativa de conocimiento y significado, una “estructura de sentimiento”, una trama simbólica, un marco interpretativo y una filosofía cotidiana con innegables características numinosas. Los mitos, en tanto traducción cultural de los arquetipos, expresan la fuerza energética de estos y su capacidad para sintonizar, estimular, orientar y potenciar las actuaciones de las sociedades humanas y, por tanto, de los modos de dominación en cada ciclo histórico.

La hybris del capitalismo

Analizar los fundamentos míticos del capitalismo, esto es, explorar sus mitologemas, sirve tanto para calibrar su fortaleza histórica como para comprender lo difícil que resulta reformarlo, superarlo o imaginar alternativas viables a él. Cuando Mark Fisher (2016) acuñó el término «realismo capitalista», intentaba describir una condición cultural y política en la que el capitalismo ha permeado tan profundamente la sociedad que se percibe como la única forma posible de organizar la vida. De ahí que, incluso cuando las personas reconocen los problemas y fallos del capitalismo, les resulta difícil imaginar y trabajar alternativas significativas, debido a la abrumadora hegemonía del pensamiento capitalista.

Conocemos bien, porque están muy estudiadas, las motivaciones y manifestaciones del poder del capitalismo, en un sentido económico, político e ideológico. Pero quizás se conocen menos, debido al excesivo sesgo materialista y racionalista de las ciencias sociales críticas, los impulsos psíquicos y arquetípicos del capitalismo que se vehiculan culturalmente a través de los mitos clásicos y se expresan en mitologemas. Motivo por el cual hay que prestarles atención, ya que desde el fondo silencioso del inconsciente colectivo empujan sin tregua, siguiendo una lógica sincronística (Jung, 2004), para ser escuchados, conocidos y comprendidos. Una tarea necesaria si se pretenden plantear alternativas emancipadoras creíbles frente a un sistema totalizador que amenaza con arrasarlo todo.

En nuestro modesto acercamiento a lo que entendemos como fundamentos míticos del capitalismo, nos enfocaremos en la idea de que todos ellos nos hablan de una inflación patológica y destructiva del ego. Según Marcet (2023), todas las mitologías de las culturas de la tierra nos advierten de la hybris: no podemos ser como dioses, pues pereceremos por ello. En la tradición griega, la hybris o hubris es un término que se refiere a la arrogancia desmesurada, a la falta de respeto hacia los dioses, hacia la naturaleza. De modo que la hybris en versión capitalista puede rastrearse en narrativas míticas que presentan personajes o situaciones que reflejan la desenfrenada búsqueda de poder, riqueza y éxito, sin considerar las consecuencias morales o sociales de sus acciones.

La hybris de la mitología griega ha constituido un impulso arquetípico vinculado al largo desarrollo histórico de la noción de la individualidad, entendida como la ilusión de un sujeto independiente y autónomo. No obstante, dicha hybris se fue exacerbando conforme se configuraba la concepción moderna de progreso, que el capitalismo ha traducido en una compulsiva obsesión por avanzar, crecer y acumular riqueza y poder, cueste lo que cueste, mirando siempre al tiempo del futuro, ese tiempo propulsado por una modernidad que cancelaba la antigua conexión entre humanidad y la naturaleza/divinidad (Marcet, 2023). Este incontenible impulso, que implica una desmesura debida a la ceguera y el orgullo impío (Jappe, 2021), se manifiesta en la búsqueda de ganancias, codicia sistémica, expansión económica y crecimiento perpetuo. Las deudas, no obstante, se deberán saldar en algún momento.

Dentro de este campo narrativo, a menudo las proezas de los «emprendedores», empresarios exitosos y agentes «disruptivos» del mercado aluden al arquetipo del héroe clásico ebrio de hybris. Estos legendarios luchadores de la vanguardia capitalista se enfrentan a desafíos, asumen riesgos, compiten sin tregua y superan obstáculos en su afán expansivo, motivos por los cuales se les aprecia como venerados garantes del avance civilizatorio. La vida está a su entera disposición. Por supuesto, siempre es posible actuar con más moderación, contención, compasión, consenso o conciliación, aunque sea por pura estrategia, y de hecho en algunas fases históricas del capitalismo así ha sido. Pero al final el implacable ímpetu de la hybris capitalista hace que el componente fáustico de su dinámica estructural lo aboque necesariamente al desastre. El neoliberalismo salvaje contemporáneo es una buena prueba de ello.

Porque, tal como nos advierten los mitos griegos sobre los excesos de la hybris, desafiar ciertos límites, ya sean naturales o divinos, hacer caso omiso de las advertencias sobre la extralimitación, cometer una y otra vez los mismos errores, tiene un alto costo, que se plasma dramáticamente en caídas, crisis o colapsos. Estos eventos, lejos de detenerse o disminuir, tienden a repetirse cíclicamente en el capitalismo, intensificándose y poniendo en peligro la propia vida en el planeta. ¿Ha aprendido algo el sistema acerca de las lecciones históricas proporcionadas por el poder de sus fundamentos míticos? No parece ser así, lo cual resulta bastante inquietante. Veamos, aunque sea de una manera impresionista, algunos de estos antiguos mitos especialmente reveladores.

Los antiguos mitos de la moderna hybris capitalista

El mito de Ícaro

Este y su padre Dédalo escaparon de Creta, donde estaban retenidos por el rey Minos, mediante unas alas confeccionadas con plumas adheridas con cera a sus hombros. Sin embargo, Ícaro, cegado por su propia arrogancia, desobedeció las advertencias paternas de no elevarse demasiado sobre el mar, acercándose peligrosamente al sol, lo que provocó que la cera se derritiera y que Ícaro cayera al agua. Este mito ilustra las consecuencias desastrosas de la ambición desmedida, la imprudencia tecnológica, la megalomanía, la vanidad y la temeridad, características tan distintivas del capitalismo. El mito apunta a cómo el hecho de ignorar las advertencias de no traspasar ciertos límites puede conducir al fracaso y a la ruina. Simbólicamente, también sugiere que el exceso de calor de la civilización termoindustrial, representado por el calentamiento global, conlleva su ruina, al precipitarla en el abismo del mar, que es a su vez un símbolo fundamental del inconsciente colectivo y del inframundo.

El mito del rey Midas

Debido a su hospitalidad hacia el sátiro Sileno, preceptor y leal compañero de Dionisos, este dios le otorgó al rey Midas el poder de transformar en oro todo lo que tocara. Aunque al principio parecía una bendición, el rey Midas pronto descubrió las consecuencias desastrosas de este don, ya que incluso su comida y su hija se convirtieron en oro al tocarlas. Al percatarse de que no podía disfrutar de los alimentos que se transformaban en metal al contacto, suplicó a Dionisos que lo liberara de su don. Este le indicó que se lavara en el río Pactolo, lo cual le devolvió su normalidad. El mito advierte sobre cómo la obsesión por la riqueza (hacer proliferar el oro) y la acumulación de bienes pueden llevar a la desdicha generalizada, como sucede especialmente bajo el capitalismo financiarizado global, desconectado de la esfera productiva y entregado a la más brutal especulación. Esta situación simboliza esa insaciable búsqueda de ganancias (oro) que guía al capitalismo (el rey), desconectado de cualquier instancia trascendente, sensible o espiritual, lo que indefectiblemente conduce a la alienación, la degradación de la humanidad y la aniquilación de la vida. De alguna forma, el deseo final del rey Midas de deshacer el error sugiere la posibilidad de cierto arrepentimiento en forma de decrecimiento, contención o moderación de las ansias materiales inherentes al funcionamiento del sistema, aunque esto aún está por verse.

El mito de Tántalo

Tras ser invitado por los dioses a su banquete, Tántalo sucumbió a la tentación de igualarse a ellos, ofreciéndoles comida, llegando al extremo de sacrificar a su propio hijo para servirles sus trozos. Como castigo, Tántalo fue condenado a un tormento eterno en el inframundo, donde se le presentaban comida y bebida que siempre se retiraban cuando intentaba tomarlas. Además, una enorme roca oscilante pendía sobre él, amenazando con aplastarlo. Este mito ejemplifica la desmedida adicción del sistema a ser como un dios, centrado exclusivamente en una voraz obsesión por los bienes materiales. El capitalismo, reflejado en este mito, genera un deseo insaciable y constante, como el consumismo masivo que promueve a nivel global. Sin embargo, el objeto del deseo nunca puede ser completamente satisfecho, ya que constantemente surgen nuevos apetitos y la búsqueda ávida continúa para que la tasa de ganancia siga creciendo, con los riesgos que ello implica (la roca oscilante). Esta narrativa refleja la realidad sistémica de una ambición permanente, una búsqueda interminable de deseos a satisfacer y una frustración crónica que no aporta más que ansiedad, frustración e infelicidad.

El mito de Prometeo

El titán Prometeo engañó a Zeus y, como castigo, el dios supremo del Olimpo le negó el acceso al fuego. Sin embargo, Prometeo robó semillas de fuego para dárselas a los humanos y así ayudarles en su desarrollo. En respuesta, Zeus lo encadenó a una roca donde un águila le devoraba recurrentemente el hígado, pues este se regeneraba. Fue liberado por Heracles, hijo de Zeus, y el centauro Quirón, aunque Prometeo tuvo que llevar en lo sucesivo un anillo unido a un trozo de la roca a la que fue encadenado. Este mito expone el ansia de progreso, de superación intelectual y material, así como la equiparación con la inteligencia divina, que la sociedad capitalista tan bien encarna (ahora con la “inteligencia artificial”).

Con todo, Marx y el socialismo también admiraron a Prometeo como símbolo de revolución y avance civilizatorio. A lo largo de la historia de la cultura occidental, el mito de Prometeo ha sido interpretado de tres maneras: como una figura carismática que permite el progreso humano; como el prototipo romántico del rebelde que desafía a los dioses y a la naturaleza; pero también como una figura funesta cuyo conocimiento y capacidad tecnológica han causado grandes desastres y enorme sufrimiento. Este mito distintivo de la modernidad, que el Frankenstein de Mary Shelley actualizó (no en vano se subtitula «o el moderno Prometeo»), narra de nuevo la peligrosa tendencia de querer ser como la divinidad. En otras palabras, relata cómo la ambición tecnológica y la perversión del conocimiento científico en el contexto capitalista, inherentemente titánico, pueden desencadenar monstruosidades éticas y efectos distópicos imprevistos. Además, el mito destaca que, aunque existe la oportunidad de liberarse de estos males, la humanidad debe mantener la humildad y recordar sus colapsos anteriores, como lo indica la imagen del anillo con el trozo de roca que Prometeo debe llevar siempre puesto.

El mito de Narciso

La dimensión psicopatológica del capitalismo viene enunciada por la figura de Narciso. Este era famoso por su extraordinaria belleza, pero también por su profunda vanidad. Para castigar su arrogancia, la diosa Némesis hizo que se enamorara de su propia imagen reflejada en un estanque. Absorto en su contemplación, era incapaz de apartarse de su propio reflejo. En una versión romana del mito, se cuenta que al ver su semblante en las aguas Narciso quedó atrapado: por miedo a dañar su imagen, no la tocaba y era incapaz de dejar de mirarla. Se dice que Narciso se suicidó arrojándose al estanque al no poder poseer el objeto de su deseo. Este mito apunta a la autoabsorción y el llamado narcisismo, aspectos claramente característicos del capitalismo. Este aparece seducido por su propia dinámica de destrucción creativa (la “belleza” del capital). Esta fascinación le impide moderar sus apetitos, conduciéndolo inevitablemente a la enajenación definitiva y, en última instancia, al suicidio a través del ecocidio.

El mito de Faetón

Faetón era hijo de Helios y, deseoso de presumir de su linaje ante sus amigos, persuadió a su padre para que le concediera un deseo. Solicitó la oportunidad de guiar el carruaje del sol a través del cielo por un día. A pesar de los intentos de disuasión de Helios, Faetón se mantuvo inflexible en su determinación. Cuando llegó el día, el joven se vio abrumado por el pánico y perdió el control de los caballos blancos que tiraban del carro. En su desesperación, ascendió demasiado alto, enfriando la tierra, y luego descendió demasiado, provocando la sequía y los incendios. Faetón inadvertidamente convirtió gran parte de África en un desierto, quemando la piel de los etíopes hasta tornarla oscura. Finalmente, Zeus se vio obligado a intervenir, golpeando el desbocado carro con un rayo para detenerlo, lo que provocó la caída de Faetón, quien se ahogó en el río Erídano (Po). Este mito ejemplifica de modo impresionante cómo el exceso de ambición y la irresponsabilidad a la hora de manejar determinadas tecnologías puede desencadenar la alteración antropogénica del planeta, como sucede en la realidad actual con el caos climático ocasionado por el capitalismo y su dogmática religión tecnológica.

El mito del Minotauro

Este relato mítico refleja el proceso por el cual un engendro antinatural (el capitalismo global) puede llevar a la barbarie y al sacrificio del futuro de una sociedad (las nuevas generaciones y las venideras). El Minotauro o «Toro de Minos», era hijo de Pasífae, esposa del rey cretense Minos, y de un toro blanco que este tenía en gran valor, al habérselo regalado Poseidón. El Minotauro solo comía carne humana, y conforme crecía se volvía más salvaje. Cuando el monstruo se hizo incontrolable —como la civilización industrial capitalista—, Dédalo construyó el laberinto de Creta, una estructura gigantesca compuesta por cantidades incontables de pasillos entrecruzados, de los cuales solo uno conducía al centro de la estructura, donde el Minotauro fue abandonado. Durante años Atenas, sometida por el rey Minos, tuvo que entregar a catorce de sus jóvenes, que eran internados en el laberinto, donde vagaban perdidos durante días hasta encontrarse con el Minotauro, sirviéndole de alimento. Y así fue hasta que el héroe Teseo, ayudado por el célebre hilo proporcionado por Ariadna, hija del rey Minos, pudo internarse en el laberinto para matar al Minotauro. Lo cual apunta al mensaje de que, aunque se intente contener al capitalismo, su naturaleza depredadora no cambia, por lo que sólo sirve acabar con él.

El economista griego Yanis Varoufakis (2024) hace referencia al mito del Minotauro, destacando que la satisfacción del hambre de esta criatura era crucial para mantener la paz impuesta por el rey Minos, que permitía que el comercio cruzara los mares, llevando consigo los beneficios de la prosperidad para todos. Adaptando esta metáfora al capitalismo contemporáneo, Varoufakis identifica un Minotauro global en la forma de la hegemonía económica de Estados Unidos y Wall Street. Esta hegemonía se sustentaba en el déficit comercial estadounidense, que importaba masivamente manufacturas del resto del mundo para beneficiar a Wall Street y a los grandes inversores norteamericanos. Según Varoufakis, alimentado por este flujo constante de tributos, el Minotauro global, vinculado al neoliberalismo y a la informatización de las finanzas, permitió y mantuvo el orden mundial posterior a Bretton Woods, de manera similar a cómo su predecesor cretense había preservado la Pax cretana, aunque con un costo significativo de sufrimiento para las poblaciones del mundo y enormes riesgos financieros. Sin embargo, al igual que el Minotauro original, este sistema también comenzó a colapsar con la crisis económica de 2008. Por ello Varoufakis (2024) concluye: “Al final, nuestro Minotauro será recordado como una bestia triste y ruidosa cuyo reinado de treinta años creó, y luego destruyó, la ilusión de que el capitalismo puede ser estable, la codicia puede ser una virtud y las finanzas pueden resultar productivas.”

El mito de Sísifo

Sísifo, conocido por haber enfadado a los dioses debido a su extraordinaria astucia, fue condenado a una tarea aparentemente interminable y fútil en el inframundo (el reino del inconsciente colectivo). Su trabajo consistía en empujar una enorme piedra cuesta arriba por una colina empinada. Sin embargo, cada vez que estaba a punto de alcanzar la cima y liberarse de su carga, la piedra rodaba hacia abajo nuevamente, forzándolo a empezar de nuevo. Este ciclo se repetía eternamente, y Sísifo nunca lograba completar la tarea.

Este mito se ha interpretado de diversas maneras. Algunos lo ven como un relato sobre el esfuerzo sin fin y sin sentido, que evidencia el absurdo de la condición humana. Otros lo interpretan como una metáfora de valentía, determinación, esfuerzo y resistencia humanas frente a dificultades aparentemente insuperables. Desde el punto de vista del funcionamiento histórico del capitalismo, el mito de Sísifo parece relacionarse con la considerable potencia de unas fuerzas arquetípicas que se sintonizan con un sistema regido por una concepción puramente expansiva, ascendente y técnico-material del progreso. Esta enloquecida obsesión por la acumulación de riqueza y la sensación de dominio, conlleva un ciclo interminable de trabajo y estrés sin una recompensa significativa, ya que los problemas acaban reapareciendo, llevando a una nueva caída que destruye gran parte de lo creado y obliga a buscar nuevas maneras de ascender con pesadas cargas a cuestas. Estas cargas, como la explotación, la desigualdad, la violencia o la dominación, son parte de la propia lógica perversa del sistema, lo que lastra estructuralmente sus desmedidas ambiciones. Así pues, la inconsciencia o arrogancia frente a los límites del sistema, impuestos por la naturaleza (lo divino), generan crisis o colapsos recurrentes, de los cuales no se aprende realmente. Esto abre la puerta a nuevos intentos irracionales de ascenso, también condenados al fracaso.

El mito de Ericsitón y el capitalismo catabólico

Pero si existe un mito, por lo demás poco conocido, sobre la actual deriva hacia el capitalismo catabólico y autolítico, ese es el mito de Ericsitón. Pero antes de abordarlo debemos recordar que el capitalismo catabólico se refiere a un capitalismo sediento de energía y sin posibilidad de crecimiento, entendiendo el catabolismo como un conjunto de mecanismos metabólicos de degradación mediante el cual un ser vivo se devora a sí mismo. Como señala Collins (2018), a medida que se agotan los recursos energéticos y las fuentes de producción rentables, el capitalismo se ve obligado, por su continua hambre de beneficios, a consumir los bienes sociales que en otro tiempo creó. De manera que, al canibalizarse a sí mismo, el capitalismo catabólico convierte la escasez, la crisis, el desastre y el conflicto en una nueva esfera de obtención de ganancias. Dicho de otro modo, la mercantilización del apocalipsis acaba generando unas lucrativas expectativas de negocio (Horvat, 2021). En consecuencia, se intensifica el proceso de colapso desatado por la propia contradicción entre la lógica expansiva capitalista y los límites naturales del planeta.

La condición catabólica de este capitalismo crepuscular se refuerza con su deriva autolítica. En biología la autolisis es un proceso por el cual las enzimas presentes en las células de un organismo que ha muerto comienzan a descomponer la estructura celular. Sin embargo, la autolisis también puede ocurrir en cuerpos vivos pero enfermos, de modo que, bajo ciertas condiciones patológicas, como enfermedades degenerativas o lesiones graves, las células pueden activar los mecanismos de autolisis, lo que conduce a la degradación de tejidos y estructuras celulares dentro del organismo vivo. Un símil que ilustra de manera vívida la decadencia y desintegración del tejido social ya enfermo, como resultado de la acción del capitalismo histórico, que a su vez intensifica el capitalismo catabólico. Este último define un sistema en estado terminal, en vías de ser reemplazado por uno emergente potencialmente más pernicioso, posiblemente de índole neofeudal o tecnofeudal (Varoufakis, 2024).

Volviendo el mito de Ericsitón, este relata la historia de un rey de Tesalia conocido por un brutal apetito y una ambición desenfrenada. Sabíamos que el capitalismo posee un carácter caníbal, que le lleva a fagocitar todo a su paso para seguir creciendo (Fraser, 2023). Pero el mito de Ericsitón va más allá, y lo rescata Anselm Jappe (2019) en su obra La sociedad autófaga. Capitalismo, desmesura y autodestrucción, que se ocupa del carácter autocanibalizador del capitalismo contemporáneo. Según Jappe, el mito de Ericsitón, recogido en su momento por el poeta griego Calímaco y el romano Ovidio, trata sobre un personaje que se convirtió en rey de Tesalia tras expulsar a sus habitantes autóctonos, los pelasgos, quienes habían consagrado un magnífico bosque a Deméter, la diosa de las cosechas. En su centro se alzaba un árbol gigantesco y a las sombra de sus ramas danzaban las dríades, las ninfas de los bosques. Pero Ericsitón, deseoso de convertir el árbol sagrado en tablas de madera para construir su palacio, se presentó en el bosque con sus siervos con la intención de talarlo. La propia diosa Deméter intentó disuadirlo de su empeño, pero el rey le respondió con desprecio. Como los siervos se negaron a consumar el sacrilegio, Ericsitón en persona derribó el árbol, pese a que de este brotaba sangre y el anuncio de un castigo. En este caso, la tala en el bosque sagrado, representa una afrenta directa a los dioses y a la naturaleza misma. La historia ilustra cómo las acciones imprudentes y egoístas pueden llevar a la degradación y al desastre, tanto a nivel personal como a nivel ambiental.

Efectivamente, Deméter envió el hambre personificada a Ericsitón, penetrando su cuerpo a través de su aliento. Del rey se apoderó un hambre insaciable, y cuanto más comía más hambre tenía. Engulló y consumió todo lo que estaba a su alcance, vendiendo a su hija para obtener más comida. Pero como nada calmaba su increíble apetito, él mismo comenzó a desgarrar sus propios miembros, de modo que a medida que se autodevoraba su cuerpo fue menguando hasta morir. Para Jappe, se trata de uno de los mitos griegos que evoca la hybris, que acaba por provocar la némesis, es decir, el mismo castigo divino que también sufrirían Prometeo, Tántalo, Sísifo, Ícaro, Midas o Faetón, entre otros. Un mito que sorprende por su rabiosa actualidad, ya que funciona como una anticipación arquetípica de lo que sucede cuando no se respeta a la naturaleza, pues tal desconsideración atrae necesariamente la ira de los dioses, o de la propia naturaleza. Para Jappe, solo la casi completa desaparición de la familiaridad con la Antigüedad clásica puede explicar por qué el valor metafórico de este mito se les ha escapado hasta hoy a los portavoces del pensamiento ecológico.

Según Jappe, el hambre de Ericsitón no tiene nada de natural, y por eso nada natural puede calmarla. Es un hambre descomunal imposible de saciar. Su desesperada tentativa de mitigarla empuja al rey a consumir sin tregua, en una clara alusión mítica a la lógica del valor, la mercancía y el dinero. Pero el ansia y la avidez no cesan: “No es simplemente la maldad del rico lo que está aquí en juego, sino un encantamiento que hace pantalla entre los recursos disponibles y la posibilidad de disfrutar de ellos” (Jappe, 2019:13). La diosa castiga a Ericsitón de modo ajustado a su delito: al no poder alimentarse, vive como si toda la naturaleza se hubiera transformado en un desierto que se niega a prestar auxilio natural a la vida del hombre.

Con todo, subraya Jappe, el aspecto más notable del mito de Ericsitón es su final. Una rabia abstracta que ni tan solo contiene la devastación del mundo, y que concluye con la autodestrucción y la autoconsumición. El mito, pues, nos habla no solo de la aniquilación de la naturaleza y de la injusticia social, sino también del carácter abstracto y fetichista de la lógica mercantil y de sus efectos destructivos y autodestructivos en el marco del capitalismo catabólico. Es como la imagen de un barco de vapor que continúa navegando mientras consume gradualmente sus propios componentes, o la famosa escena de los hermanos Marx a bordo de una locomotora en plena marcha, donde para mantenerla en funcionamiento es necesario desmontar los vagones y utilizarlos como combustible, hasta que al final también son consumidos por el fuego.

Pero, como propone Jappe, el mito también recuerda a la trayectoria de los drogadictos con síndrome de abstinencia, como esa constante sed de dinero que caracteriza la lógica capitalista y que nunca se satisface del todo. Ericsitón es un narcisista patológico, que niega la objetividad y sensibilidad del mundo exterior, que a su vez le niega a él la asistencia material. La hybris de Ericsitón refleja la tendencia hacia la autodestrucción implícita en el capitalismo catabólico, arrastrado por una pulsión suicida “que nadie quiere conscientemente pero a la que todo el mundo contribuye” (Jappe, 2019:15).

En realidad, en este punto es crucial mencionar el profundo vínculo entre el mito de Marte (Ares), dios de la guerra, y el capitalismo, dado que este último opera como un régimen de guerra permanente contra la vida. Desde esta perspectiva, el «terrible amor por la guerra», un arquetipo universal al que hace referencia el psicólogo junguiano James Hillman (2010), se amplifica notablemente con la lógica capitalista. Esto es así porque este devastador “amor por la guerra”, capaz de generar sensación de significado, propósito y trascendencia en su acción destructiva, resulta especialmente sacralizado bajo los presupuestos existenciales del capitalismo. En consecuencia, debido a la convergencia mítico-arquetípica entre la hybris y el amor por la guerra, el capitalismo tiende inevitablemente hacia la devastación del mundo.

De los fundamentos míticos del capitalismo al imposible capitalismo mítico

Como hemos visto, el capitalismo posee unos fundamentos míticos evidenciados en los grandes mitos de la antigüedad clásica occidental, que a su vez traducen y encarnan arquetipos universales. Tales fundamentos míticos hablan de la hybris, esa arrogancia que desafía a los dioses, y a pesar de sus advertencias sobre no traspasar ciertos límites, estas son desoídas, con las graves consecuencias que ello supone, tal y como ha sucedido y sucede con los excesos inherentes al funcionamiento del capitalismo. Pero, paradójicamente, aunque el capitalismo busca convertirse en un mito para mejorar su reproducción, adquiriendo un aura de autenticidad y singularidad que le otorgue una apariencia de trascendencia, le resulta imposible lograrlo. Esto se debe a que el mito se comunica a través del símbolo, el cual resulta inaccesible para el capitalismo debido a su naturaleza «diabólica».

Esto requiere una explicación. El capitalismo, especialmente en su forma más contemporánea como sociedad de mercado consumista, conocida también como «capitalismo libidinal» (Fernández-Savater, 2024), aprovecha ampliamente un deseo perpetuamente insatisfecho, buscando definir, consagrar y reforzar su propia condición mítica. Se presenta como la encarnación actual de los antiguos héroes clásicos, especialmente propulsado por todo tipo de pulsiones prometeicas. Además, pretende incorporar y reinterpretar secularmente el bíblico paraíso terrenal como una tierra de abundancia y felicidad. Aprovecha diversos medios para intentar conseguirlo, como lo demuestran las grandes superproducciones artísticas de la industria cultural, los parques temáticos, las narrativas mediáticas sobre avances en conquistas, innovaciones, invenciones, progreso científico y tecnológico, así como en el conocimiento de los secretos del macrocosmos y el microcosmos. Se llama escandalosamente la atención con la exploración espacial, el descubrimiento de energías milagrosas, los desarrollos disruptivos en economía de la atención, los algoritmos sofisticados, las posibilidades de consumo inmediato a la carta, de computación cuántica, de criptomonedas, de cibermundo, de robótica de última generación, de inteligencia artificial. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos del capitalismo por constituirse como un mito con todo esto, se trata de un falso mito, tan solo de vistosos fuegos artificiales, porque al final la desolación que causa el capital avanza, el colapso ecosocial se intensifica, la extinción de la naturaleza se propaga, los perjuicios para la humanidad proliferan y todo ello no describe un mito, sino su aborto. El capitalismo mítico deviene un imposible.

El mundo de los auténticos mitos vuelve a poner las cosas en su sitio: “El capitalismo libidinal es un monstruo, un centauro en concreto, dividido entre una pulsión de conservación, de estabilización, de normalización, y una pulsión desquiciada de conquista, de pillaje y de saqueo. Un régimen dual, la promesa y el veneno, la productividad y la devastación, el bienestar y la guerra, atravesando cada institución y cada dispositivo, cada objeto de consumo y a cada uno de nosotros.” (Fernández-Savater, 2024:6-7).

Esto sucede porque el mito remite al símbolo y el símbolo remite a la unión, a lo que une, vincula, liga y crea. Mientras que lo contrario del símbolo es lo diabólico, es decir, lo que separa, lo que divide, lo contradictorio, lo destructivo. Como señala Marcet (2023), el mal solo puede ser el antónimo del Símbolo. Para los cristianos antiguos, como para los griegos clásicos, el Símbolo constituía la esencia de sus mitos, poesía y religión, aquello que lo vertebraba y religaba todo. Por este motivo, si el Símbolo era lo que unía de nuevo, lo malvado tenía que ser a la fuerza lo que dividía y enfrentaba a las personas. De hecho, subraya Marcet, las raíces griegas de las palabras símbolo y diablo son iluminadoras. Símbolo viene de synballein (syn, «uno»), que es «lanzar juntos, unir». Por contra, diaballein (dia, «dos»), procedente del griego diábolos (διάβολος), quiere decir «lanzar por separado, causar pelea (dividir)». Lo opuesto al símbolo, por tanto, es el diablo: aquel que divide el «uno» en «dos» y da comienzo al conflicto irresoluble entre opuestos. Del mismo modo, el capitalismo no sólo es ambivalente, contradictorio y conflictivo en sus pulsiones, sino que finalmente se ve arrastrado por aquellas de rango más perverso que provocan más división, desestructuración, fragmentación, caos y perdición. El capitalismo aspira a ser míticamente dionisíaco, afrodisíaco y paradisíaco, es decir, el Jardín de las Delicias, pero acaba siendo sórdidamente catabólico, hiperbólico y diabólico, es decir, Mordor. Justo lo contrario del símbolo. En resumen, la antítesis misma del mito unificador del mundo que el capital pretende encarnar.

Como hemos visto, el capitalismo, en su búsqueda de expansión y crecimiento ilimitados, sintoniza, traduce y actualiza la descomunal energía de los arquetipos, que a través de los mitos, expresan la hybris y sus consecuencias. En todos ellos encontramos el motivo o mitologema de las advertencias divinas/naturales ante los efectos de los excesos de la hybris, así como el motivo o mitologema del hecho de desoírlas deliberadamente. Desde los propios inicios de la Revolución Industrial capitalista, han existido numerosas advertencias sobre las nefastas consecuencias del desarrollo del sistema para la naturaleza y la humanidad. Pero pese a ello, los responsables de la expansión capitalista han hecho y siguen haciendo una elección consciente de la destrucción (Riechmann, 2024).

Por ello, resulta inviable un capitalismo mítico, ya que no puede construirse sobre símbolos reales, es decir, sobre constructos con la capacidad unificadora para representar algo que sea reconocido, comprendido y asumido por un grupo o una colectividad. Si los mitos genuinos tienden a sincronizar a las personas a través de símbolos compartidos, en tanto son susceptibles de comprensión universal debido a su carácter arquetípico, los falsos mitos, como el capitalismo que pretende devenir mito, se alzan sobre la división, la desigualdad y la exclusión, sobre la propia negación del mito. Y si traducen algún arquetipo, es el del diablo, entendido como una energía del inconsciente colectivo que es sinónimo de separación, incomprensión, desviación o error.

El capitalismo, a pesar de su renovada y siempre traicionada promesa de progreso, abundancia y prosperidad, perpetúa la explotación, la división y la infelicidad. Tanto su incompetencia mítico-simbólica como su inevitable inclinación hacia el colapso se hacen visibles en ese “apocalipsis” que funciona como “revelación” de sus límites, como terrible convergencia de esos “puntos de inflexión escatológicos” (Horvat, 2021) que certifican el fracaso existencial del capital. Al estar arquetípicamente ligado a las configuraciones míticas de la hybris, está condenado a enfrentar las consecuencias de sus excesos. La pregunta es si otros mitos poderosos, con sus símbolos auténticos, podrán evitar que el capitalismo arrastre al mundo

Bibliografía

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– Campbell, J. (2015): El poder del mito, Madrid, Capitán Swing.

– Chevalier, J. y Gheerbrant, A. (2007): Diccionario de los símbolos, Barcelona, Herder.

– Collins, C. (2018): “Catabolismo: el futuro aterrador del capitalismo”, CounterPunch, 1 noviembre 2018.

– Fernández-Savater, A. (2024): Capitalismo libidinal. Antropología neoliberal, políticas del deseo, derechización del malestar, Barcelona, Ned Ediciones.

– Fisher, M. (2016): Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?, Buenos Aires, Caja Negra Editora.

– Fraser, N. (2023): Capitalismo caníbal. Qué hacer con este sistema que devora la democracia y el planeta, y hasta pone peligro su propia existencia, Buenos Aires, Siglo XXI.

– Gutiérrez, V. (2023): “Contra los mitos sostenedores del capitalismo fosilista. La subjetividad colectiva atrapada entre el metamito del progreso y el protomito del colapso”, Ekintza Zuzena, número 49.

– Hillman, J. (2010): Un terrible amor por la guerra, Madrid, Sexto Piso.

– Horvat, S. (2021): Després de l’apocal·lipsi, Barcelona, Arcàdia.

– Jappe, A. (2019): La sociedad autófaga. Capitalismo, desmesura y autodestrucción, Logroño, Pepitas de Calabaza.

– Jung, C.G. (2004): La dinámica de lo inconsciente, Madrid, Trotta.

– Jung, C.G. (2010): Arquetipos e inconsciente colectivo, Barcelona, Paidós.

– Kereny, C. (2009): Los héroes griegos, Vilaür, Atalanta.

– Marcet, I. (2023): La historia del futuro, Barcelona, Plaza y Janés.

– Riechmann, J. (2024): Ecologismo: pasado y presente (con un par de ideas sobre el futuro), Madrid, Los Libros de la Catarata.

– Varoufakis, Y. (2024): Tecnofeudalismo. El sigiloso sucesor del capitalismo, Barcelona, Deusto.

Fuente