La corrupción como arma de la propaganda

Jueves, 28 Abril, 2016 - 10:00

Robert Parry - Por desgracia, algunas de las tareas más importantes del periodismo, como es la de no aplicar dobles varas de medir en cuanto a los abusos de los derechos humanos o la corrupción financiera, han sido tan pervertidas por las exigencias de la propaganda gubernamental –y también por las ansias de ascender en sus carreras de muchos de los periodistas- que encuentro sospechoso cuando la prensa corporativa se lanza a propagar cualquier sensacional historia dirigida contra algún “villano seleccionado”.

Ilustración utilizada en el artículo de Michael Weiss en The Daily Beast en el que acusaba a Putin de corrupción a raíz de los papeles de Panamá.

Demasiado a menudo, este tipo de “periodismo” es solo la avanzadilla de la próxima trata de “cambio de régimen”, demonización o deslegitimación de algún líder extranjero justo antes del inevitable advenimiento de una “revolución de color” organizada por organizaciones no gubernamentales de “promoción de la democracia”, habitualmente financiadas por el National Endowment for Democracy (NED) del Gobierno estadounidense o algún patrocinador neoliberal como George Soros.

Ahora estamos viendo lo que parece una nueva fase preparatoria para la siguiente ronda de “cambios de régimen” con alegaciones de corrupción dirigidas contra el antiguo presidente de Brasil Lula da Silva o el presidente ruso Vladimir Putin. Las nuevas acusaciones contra Putin –publicadas a bombo y platillo por The Guardian y otros medios- son particularmente importantes porque los llamados papeles de Panamá que supuestamente le implican en tratos financieros en el extranjero jamás mencionan su nombre.

O, como escribe The Guardian: “aunque el nombre del presidente no aparece en ninguno de los registros, los datos revelan una tendencia -sus amigos han ganado millones con tratos que aparentemente no podrían haberse realizado sin su colaboración. Los documentos sugieren que la familia de Putin se ha beneficiado de este dinero-, la fortuna de sus amigos parece estar a su disposición”.

Observen la falta de precisión y la necesidad de especulación: “una tendencia”, “aparentemente”, “sugiere”, “parece”. De hecho, si Putin no fuera ya una figura demonizada por la prensa occidental, ese pasaje jamás habría pasado de la pantalla del ordenador de un editor. En realidad, el único punto para el que se utiliza una forma verbal indicativa es que “el nombre del presidente no aparece en ninguno de los registros”.

Una publicación británica, la web Off-Guardian, que critica gran parte del trabajo realizado por The Guardian, tituló su artículo sobre el texto de acusación a Putin como “Los papeles de Panamá llevan a The Guardian a la auto parodia” (“The Panama Papers cause Guardian to collapse into self-parody”). Pero sea cual sea la verdad sobre la “corrupción” de Putin o de Lula, lo importante en términos periodísticos es que la noción de objetividad hace tiempo que se ha dejado de lado en favor de lo que es útil como propaganda para los intereses occidentales.

Algunos de esos intereses occidentales se preocupan ahora por el crecimiento del sistema económico asociado a los BRICS –Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica- como competidor del G-7 y el Fondo Monetario Internacional occidental. Después de todo, el control del sistema financiero global ha sido un elemento central en el poder estadounidense en el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial y Occidente no está por la labor de dar la bienvenida a posibles rivales del monopolio occidental.

Lo que significa en términos prácticos este sesgo contra estos y otros gobiernos “poco amistosos” es que se aplica una vara de medir para Rusia o Brasil, mientras que se aplica otra más indulgente para la corrupción de los líderes estadounidenses o europeos.

Tengamos en cuenta, por ejemplo, los millones de dólares recibidos en concepto de conferencias por la exsecretaria de Estado Hillary Clinton de las altas esferas de los sectores estratégicos que conocían su intención de buscar convertirse en la próxima presidenta de Estados Unidos. O los millones y millones de dólares invertidos por los súper-PAC’s de Clinton, el senador Ted Cruz y otros candidatos presidenciales. Todo eso podría parecer corrupción, según unos estándares objetivos, pero se trata como un simple aspecto desagradable del proceso político estadounidense.

Imaginen por un momento que Putin hubiera recibido millones de dólares por breves discursos ante poderosas corporaciones, bancos y otros grupos de interés que hacen negocios con el Kremlin. Sería considerado una prueba de facto de sus ilícitas ambiciones y corrupción.

Perdiendo la perspectiva

En el caso de un líder extranjero al que se ha demonizado, cualquier “corrupción” es útil, por muy pequeña que sea. Por ejemplo, en los años 80, el entonces presidente Ronald Reagan denunció la elección de gafas del presidente de Nicaragua Daniel Ortega. “El dictador con gafas de diseño”, declaró Reagan, mientras Nancy Reagan aceptaba regalos de vestidos de diseño y renovaciones gratuitas de la Casa Blanca financiadas por los intereses del gas y el petróleo.

O la “corrupción” de un líder demonizado puede ser un lujo modesto, como la sauna del expresidente Viktor Yanukovich en su residencia personal, que recibió tratamiento de primera página en The New York Times y otras publicaciones occidentales que buscaban justificar el violento golpe de Estado que derrocó a Yanukovich en febrero de 2014.

Tanto Ortega como Yanukovich habían sido elegidos por el pueblo, aunque siguieron siendo el objetivo del Gobierno de Estados Unidos y sus operativos con violentas campañas de desestabilización. En los años 80, la guerra de la Contra organizada por la CIA acabó con la vida de alrededor de 30.000 personas, mientras que el “cambio de régimen” orquestado por Estados Unidos en Ucrania dio lugar a una guerra civil que ya ha costado la vida de casi 10.000 personas. Por supuesto, en ambos casos Washington culpó a Moscú de todos los problemas.

En ambos casos, los políticos y operativos que llegaron al poder como resultado de los conflictos resultaron más corruptos que los sandinistas o que el Gobierno de Yanukovich. La Contra de Nicaragua -cuya violencia abrió el camino para la victoria electoral de Violeta Chamorro en 1990- estaba profundamente implicada en el tráfico de cocaína.

Hoy, el Gobierno ucraniano apoyado por Estados Unidos está tan inmerso en la corrupción que ha provocado una nueva crisis política. Curiosamente, uno de los políticos nombrados por los papeles de Panamá por haber establecido una cuenta opaca en el extranjero es el presidente ucraniano apoyado por Estados Unidos, Petro Poroshenko, aunque ha sido eclipsado por Vladimir Putin, al que los papeles no llegan a nombrar. Poroshenko ha negado que haya nada ilegal en sus negocios financieros en el extranjero.

Doble moral

La prensa generalista occidental ni siquiera intenta ya aplicar la misma vara de medir en temas de corrupción. Si se trata de un gobierno favorable, puede haber ruegos sobre la necesidad de “reformas” –lo que normalmente significa recortar pensiones para los mayores y programas sociales para los pobres-, pero si se trata de un líder demonizado, entonces la única respuesta posible es un proceso judicial y/o el “cambio de régimen”.

Un ilustrativo ejemplo de esa doble moral es la actitud complaciente hacia la corrupción de la [hasta esta semana] ministra de Finanzas de Ucrania, Natalie Jaresko, a la que la prensa occidental no deja de ensalzar como el parangón de las reformas y la buena gobernanza en Ucrania. La realidad documentada, en cambio, es que Jaresko se enriqueció a través de controlar un fondo de inversión financiado por los impuestos de los estadounidenses que debía ayudar al pueblo ucraniano a construir su economía.

Según los términos del fondo de inversiones de 150 millones de dólares creado por la Agencia para el Desarrollo Internacional de Estados Unidos (USAID), la compensación de Jaresko debía tener un tope de 150.000 dólares anuales, un salario que muchos estadounidenses envidiarían. Pero eso no era suficiente para Jaresko, que primero excedió el límite en cientos de miles de dólares y después amasó una cantidad anual de hasta dos millones de dólares al margen de la contabilidad oficial.

La documentación de esta trama está clara. He publicado numerosas informaciones citando las pruebas tanto de su excesivo salario como de las estrategias legales para tapar las pruebas de las prácticas supuestamente ilegales. [En Consortiumnews.com “How Ukraine’s Finance Minister Got Rich” y “Carpetbagging Crony Capitalism in Ukraine.”]

Pese a las pruebas, ni un solo medio corporativo ha seguido investigando esta información, incluso cuando Jaresko se perfilaba como la candidata “reformista” al puesto de primera ministra.

Este desinterés es similar al tupido velo que The New York Times y otros grandes medios occidentales corrieron cuando trataban de decidir si el presidente Viktor Yanukovich fue derrocado en un golpe de Estado en febrero de 2014 o se marchó y simplemente se olvidó de volver.

En una pieza de periodismo de “investigación”, el Times concluía que no había habido golpe de Estado en Ucrania mientras ignoraba las pruebas del golpe, como la llamada interceptada a la subsecretaria de Estado para Asuntos Europeos Victoria Nuland y el embajador de Estados Unidos en Ucrania, Geoffrey Pyatt discutiendo quién debía estar en el Gobierno. “Yats es el hombre”, afirmó Nuland. Y, sorpresa, sorpresa, Yatseniuk fue nombrado primer ministro.

El Times también ignoró las observaciones de George Friedman, presidente de la firma de inteligencia global Stratford, que apuntó que el golpe de Ucrania había sido “el golpe de Estado más claro de la historia”.

Herramienta de la propaganda

Otra de las ventajas de la corrupción como herramienta de propaganda para desacreditar a ciertos líderes es que asumimos que los gobiernos y también el sector privado de todo el mundo están plagados de corrupción. Acusar de corrupción es como disparar contra un banco de peces gordos encerrados en una pequeña pecera. Evidentemente, algunas peceras están más llenas que otras, pero la decisión real es qué pecera se elige.

Esa es parte de la razón por la que el Gobierno de Estados Unidos ha invertido cientos de millones de dólares para financiar organizaciones “periodísticas”, entrenar a activistas políticos y apoyar “organizaciones no gubernamentales” que se dedican a promover los objetivos de la política estadounidense en determinados países. Por ejemplo, antes del golpe del 22 de febrero de 2014 en Ucrania se habían producido numerosas de esas operaciones en el país financiadas por NED, cuya asignación anual del Congreso asciende a más de cien millones de dólares al año.

Pero NED, dirigida por el neocon Carl Gershman desde que se fundó en 1983, es solo una parte. Hay otros frentes de la propaganda que operan bajo el paraguas del Departamento de Estado y USAID. El año pasado, USAID publicó una base de datos detallando su trabajo financiando periodistas favorables alrededor del mundo, incluyendo “educación en el periodismo, desarrollo de empresas de comunicación, capacidad de construir instituciones de apoyo y refuerzo del marco legal para la libertad de prensa”:

El presupuesto estimado de USAID para “programas de refuerzo de prensa en más de 30 países” asciende a 40 millones de dólares anuales, incluyendo ayuda a “medios independientes y blogueros en una docena de países”. Antes del golpe en Ucrania, USAID ofreció entrenamiento sobre “redes móviles y seguridad en internet”, algo que suena cercano a un intento de sabotear la recopilación de inteligencia del gobierno local, una posición irónica teniendo en cuenta la obsesión del Gobierno de Estados Unidos por la vigilancia, que le ha llevado incluso a perseguir a quienes han desvelado esas prácticas basándose en evidencias obtenidas de los periodistas.

Trabajando mano a mano con la fundación Open Society del billonario George Soros, USAID también financia el proyecto Organized Crime and Corruption Reporting Project (OCCRP), que se dedica al “periodismo de investigación”, habitualmente persiguiendo a gobiernos que han caído en desgracia ante Estados Unidos y a los que posteriormente acusa de corrupción. OCCRP, financiado por USAID también colabora con Bellingcat, una web de investigación fundada por el bloguero Eliot Higgins.

Higgins se ha dedicado a distribuir desinformación en internet, incluyendo las desacreditadas acusaciones que implicaban al Gobierno sirio en un ataque con gas sarín en 2013 y dirigiendo al personal de Australian TV a lo que parece ser una localización errónea para rodar un vídeo sobre el BUK que supuestamente huyó a Rusia tras haber derribado el MH17 de Malaysian Airlines el 17 de julio de 2014.

Pese a su dudosa precisión, Higgins ha ganado notoriedad en la prensa corporativa, en parte porque sus conclusiones siempre corroboran la propaganda que defiende el Gobierno de Estados Unidos y sus aliados occidentales. Mientas la mayor parte de blogueros verdaderamente independientes son ignorados por la prensa, Higgins ha visto su trabajo publicado tanto en The New York Times como en The Washington Post.

En otras palabras, el Gobierno de Estados Unidos tiene una potente estrategia para desplegar agentes de influencia de forma directa e indirecta. De hecho, durante la primera Guerra Fría, la CIA y la antigua Agencia de Información de Estados Unidos perfeccionaron el arte de la “guerra de la información”, incluyendo crear técnicas actualmente presentes como hacer que entidades supuestamente independientes presenten cínicamente propaganda de Estados Unidos al gran público, que rechazaría esa misma propaganda si llegara del Gobierno, pero que seguramente confiará en “periodistas ciudadanos” y “blogueros”.

Pero el mayor peligro de esta perversión del periodismo es que prepara el terreno para “cambios de régimen” que desestabilizan países enteros, acaban con la democracia de verdad (es decir, el poder del pueblo) y pueden causar guerras civiles. El sueño de los actuales neoconservadores de conseguir un cambio de régimen en Moscú es especialmente peligroso para el futuro tanto de Rusia como del resto del mundo.

Al margen de lo que cada cual opine del presidente Putin, es un líder político racional cuya legendaria sangre fría hace que no tienda a tomar decisiones a la ligera. Su estilo de liderazgo también convence al pueblo ruso, que en su inmensa mayoría le apoya según las encuestas de opinión.

Aunque los neocon pueden seguir fantaseando con la posibilidad de generar suficientes penurias económicas y distensión política en Rusia para conseguir derrocar a Putin, sus expectativas de que el próximo líder será alguien manejable como el presidente Boris Yeltsin, que permitiera la vuelta de agentes estadounidenses para continuar el saqueo de los recursos rusos es, casi con toda certeza, una quimera.

Es mucho más probable que –si se consiguiera organizar un “cambio de régimen”- Putin fuera reemplazado por un nacionalista de la línea dura que pudiera incluso plantearse la posibilidad de utilizar el arsenal nuclear ruso si Occidente vuelve a intentar romper a la madre Rusia. En mi opinión, el peligro no es Putin, sino quien venga después de Putin.

Así que mientras toda evidencia de la corrupción de Putin –o de cualquier otro líder político- ha de ser investigada, los estándares no deben rebajarse únicamente porque él, o cualquier otra persona, sea una figura demonizada en Occidente. Debe haber una sola vara de medir. La ira de la prensa occidental sobre la corrupción ha de ser expresada al mismo nivel contra líderes políticos o empresariales de Estados Unidos y otros países del G-7 y no solo contra los miembros de los BRICS.

Slavyangrad