Los Estados Unidos como principio de la revolución mundial

03.08.2019

Muchos autores modernos, con gran intuición, han visto los paralelismos asombrosos que unen tanto a Estados Unidos como a la URSS en un mismo movimiento, grandioso y con una lógica innegable, que conduce hacia el mismo fin revolucionario. Goethe fue el primero que dijo que Estados Unidos era el sueño del socialismo. Posteriormente Tocqueville se dio cuenta que el igualitarismo revolucionario subyacía en el fondo tanto del liberalismo individualista de los norteamericanos como en el servilismo de los rusos. En una famosa página del primer tomo de su memorable obra, De la democracia en América, el escritor liberal francés se explaya en explicar la relación profunda que parece reunir a estos dos pueblos en un mismo principio:

“Existen hoy sobre la tierra dos grandes pueblos, que partiendo de diferentes puntos parecen caminar al mismo fín; y son los rusos y los anglo-americanos… El americano lucha contra los obstáculos que le opone la naturaleza; la Rusia con los que le oponen los hombres. El uno combate el desierto y la barbarie; la otra la civilización armada con todas sus armas; así las conquistas del americano se hacen con la reja del arado del labrador; las de la Rusia con la espada del soldado. Para conseguir su objeto, el primero confía en el interés personal, y deja obrar, sin dirigirlos, la fuerza y la razón de los individuos. La segunda concentra en cierto modo, en un hombre, todo el poder de la sociedad. El uno tiene por medio principal de acción la libertad; la otra, la servidumbre. Su punto de partida es diferente, sus vías diversas; no obstante, cada uno de ellos parece llamado por un designio secreto de la Providencia a tener un día en sus manos los destinos de la mitad del mundo” (1).

Otro contemporáneo de Tocqueville, Donoso Cortes, en su “Discurso sobre la situación general de Europa”, advertía igualmente del carácter revolucionario de la Rusia de los Zares y su futuro como castigo de Europa (2). Sin embargo, tanto Alexis de Tocqueville como Donoso Cortes advertían del futuro revolucionario de Europa y su proceso de nivelación general a través de un igualitarismo democrático que provendría desde sus dos extremos geográficos: desde el Atlántico y las estepas de Eurasia vendría una revolución que liquidaría para siempre a las estructuras heredadas del pasado feudal, acabando para siempre con todos los elementos anacrónicos existentes en su seno.

El maestro italiano Julius Evola, en un artículo publicado poco después de la Segunda Guerra Mundial, señaló las terribles contradicciones que sufría Europa a comienzos de la confrontación planetaria bipolar: la creación de democracias en serie que pulverizaron para siempre el Ancient Regime. Pero detrás de la erección de sistemas democráticos sobre las cenizas de la aristocracia y la monarquía, subyacía un terrible espíritu de muerte y destrucción de la civilización Occidental. Estas teorías democráticas, para ser trasplantadas en el suelo europeo, requerían una remodelación completa de las mentalidades, relaciones sociales y costumbres que habían dado forma a la Europa actual. Señalando el devastador efecto de estas teorías sobre la existencia europea, Evola escribía: “La esencia de esas teorías es esta: todos pueden convertirse en lo que quieran, dentro de los límites que marquen los medios tecnológicos disponibles. Igualmente, una persona no es lo que dicta su verdadera naturaleza, por lo que no hay diferencias reales entre las personas, solo diferencias en cualificaciones. Según esta teoría todos pueden ser como otra persona si saben cómo entrenarse a sí mismos” (3). Este principio de perfeccionamiento continuo, como Evola señaló con brillantéz, escondía un proceso “desintegración y de regresión cultural y humana”, porque “lo que en Europa existe en forma diluida es magnificado y concentrado en Estados Unidos”.

Este juicio de Evola sobre la civilización norteamericana no estaba aislado. Muchos filósofos e intelectuales europeos compartían la misma preocupación del Barón Negro sobre el futuro europeo. Autores como René Guenón o Salvador Borrego afirmaron que los mismos principios técnicos e ideológicos eran compartidos por las dos grandes potencias semitas (liberal y comunista, Occidental y Oriental). Mientras los conservadores y liberales veían con preocupación la expansión del comunismo en Europa y Asia, usándolo como espantapájaros para asustar a las masas, los antiguos seguidores del fascismo y el nazismo advertían con miedo la colonización ideológica y de las costumbres por parte de un modo de vida para el que los pueblos europeos, que habían quedado desmoralizados por las anteriores guerras mundiales, no se encontraban en la capacidad de resistir. “Desde el punto de vista metafísico”, escribía Martin Heidegger en 1953, “Rusia y América son lo mismo; en ambas encontramos la desolada furia de la desenfrenada técnica y de la excesiva organización del hombre normal” (4). Desde el otro espectro ideológico, el hegeliano Alexander Kojève, quien en su juventud fue simpatizante del estalinismo y la Unión Soviética, señalaba los increíbles paralelos entre los modelos sociales del capitalismo y el comunismo. Después de haber visitado personalmente ambos países (en 1948 y 1958) escribió: “si los Estados Unidos y la URSS me dan la impresión de que los americanos son chino-soviéticos ricos, es porque los rusos y los chinos son solo americanos que aún son pobres pero que se están haciendo ricos rápidamente. Llegué a la conclusión de que el ´American Way of Life´ era el tipo vida específico del periodo posthistórico, el presente actual de los Estados Unidos en el Mundo prefigura el ´eterno presente´ futuro de toda la humanidad. Por lo tanto, el retorno del Hombre a la animalidad ya no aparece como una posibilidad que está por venir, sino como una certeza que ya se realizó” (5).

Ahora bien, Julius Evola notó que al interior del fascismo convivían dos espíritus contrapuestos: el burgués y el legionario (6). Mientras que Evola vio en el espíritu legionario del fascismo de Mussolini un principio de apoyo para conseguir una restauración heroica de la Tradición Romana, veía con preocupación que la tendencia burguesa en este movimiento, que marcó de forma innegable la Republica de Saló, y donde convivían los elementos más igualitarios y democráticos de la doctrina fascista, parecían sobreponerse a los esfuerzos restaurativos que tanto ambicionaba. No debe resultarnos extraño, por lo tanto, que como muestra Jonah Goldberg en su interesante libro Liberal Fascism, esta corriente burguesa del fascismo italiano, deslumbrara de forma innegable, a muchos intelectuales británicos y norteamericanos quienes veían en Mussolini a un auténtico progresista que ponía en práctica sus ideas sobre una economía planificada de mercado, dirigida por un Estado orgánico y bajo un sistema militarista completo. Muchos liberales contemporáneos señalaron los paralelos económicos entre las economías fascistas italianas y el New Deal del presidente Franklin Delano Roosevelt. Parafraseando a Kojève, podríamos decir que el fascismo burgués, cosmopolita y financiero, ya se había realizado no en la Italia de Mussolini, sino en los Estados Unidos de América, este fascismo pardo y desteñido que se convertiría en la base de todo el sistema mundial actual.

El socialismo norteamericano, es decir el progresismo, tiene su origen en el modernismo protestante, aquel que inspiraba el congregacionalismo calvinista de los intelectuales liberales de la Progressive Era de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Este dispensionalismo, al cual se adhería totalmente el presidente Woodrow Wilson, celebraba que la misión de los Estados Unidos era ser la "nación indispensable", cuyo destino era esparcir la democracia por el mundo. Es muy sabido, entre los liberales y paleoconservadores norteamericanos, que el Estado profundo norteamericano adquirió su forma definitiva durante estos años, cuando la economía planificada, el departamento de propaganda, las campañas eugenésicas y el intervencionismo político internacional se convirtieron en sus características fijas. “El Estado democrático”, escribía Woodrow Wilson en un ensayo de juventud, “aún no está preparado para llevar estas enormes cargas de administración que los líderes de esta era industrial y comercial están acumulando tan rápidamente” (7). Para Wilson, este problema solo podría ser solucionado a través de una elite tecnocrática que resolviera los problemas fundamentales de una sociedad cada vez más compleja. Durante su gobierno, Wilson realizo múltiples reformas: “gravar con impuestos la riqueza; control federal de las prácticas bancarias; limitando las horas de trabajo de los empleados del sector ferrocarril; y otorgar a un creciente cuerpo de funcionarios públicos tanto la tenencia como los salarios más altos garantizados” (8). Siendo una de sus principales reformas la creación del Sistema de la Reserva Federal (FED), que finalmente se convertiría en el mecanismo de control bancario central. Todas estas reformas, que fueron profundamente revolucionarias en su momento, marcarían de forma innegable el futuro de Estados Unidos. En cuanto a la política internacional, es bien sabido que Wilson fue uno de los formuladores de la tesis de la soberanía nacional y la autonomía de los pueblos. De allí que en sus “Catorce puntos” abogara por la desarticulación de los grandes imperios europeos, la creación de una Sociedad de Naciones, la apertura comercial y el fin de la diplomacia secreta. Muchos críticos han señalado que la gran disyuntiva ideológica creada por la Primera Guerra Mundial fue la que surgió entre los seguidores de Woodrow Wilson y Vladimir Lenin (9). Mientras que la política internacional de Lenin terminó desmoronándose, la herencia política de Wilson continúa funcionando hasta hoy. El principio revolucionario implementado por la cruzada democrática del idealismo internacional continúa siendo invocado por los presidentes estadounidenses hasta hoy, siendo el ultimo de ellos el multilateralismo de Obama.

El presidente Franklin Delano Roosevelt, quien fue el secretario de Woodrow Wilson, heredó el peso total de la política pro-socialista y democrática de su antecesor. No por nada, fueron estos candidatos norteamericanos demócratas, que creían firmemente en el papel fundamental del Estado para dirigir la economía, la cultura y la sociedad, calcando el modelo administrativo de Bismarck (muchos de ellos se formaron como profesionales en la Alemania guillermina), pensaban en una política tecnocrática que creará un sindicalismo desde arriba, impulsado por el Estado, a favor del reformismo social y una especie de social-liberalismo, que gozó con la simpatía de políticos, intelectuales y millonarios. Roosevelt, simpatizante de Mussolini y la URSS, basó su programa del New Deal en las ideas del intervencionismo estatal alemán e italiano.  Siguiendo los pasos de Wilson en la creación de agencias supraestatales de control como la FED, fundó la ONU, la CIA y el Pentágono, que tenían como misión asegurar los bases militares y políticas de la construcción de un Nuevo Orden Mundial junto con la Rusia de Stalin. Este Estado profundo, impregnado de liberalismo sociata, se convertiría en la punta de lanza de los hermanos Dulles y los herederos de la administración Roosevelt para cambiar por completo la faz del mundo. Otra de las cosas que menos se dice hoy día es que los Estados Unidos tiene un liberalismo muy de izquierda, simpatizante del comunismo y el bolchevismo, hasta el punto de que grandes magnates de Wall Street han financiado revoluciones socialistas en todo el mundo: la revolución mexicana, la revolución rusa y la revolución China. La administración de Roosevelt, durante la Segunda Guerra Mundial estuvo llena de comunistas y agentes soviéticos (10), ni hablar de la administración Kennedy que firmó los pactos con la Cuba y Rusia soviéticas para jamás invadir esa isla, dejando un centro de subversión armado directamente frente a Latinoamérica para que todos sus gobiernos corrieran en busca de refugio bajo la Gran Estrella del Norte. El extinto David Rockefeller decía admirar la Revolución Cultural China a la que, independientemente de sus métodos, le pronosticaba un gran futuro: “El experimento social en China, bajo el liderazgo de Mao, es uno de los más importantes exitosos en la historia” (11). Y, en tiempos más recientes, hasta el mismo presidente de la bolsa de Nueva York ha ido a hablar con los cabecillas de las FARC en Colombia, invitándolos a que “recorran conmigo los pisos de la Bolsa de Valores de Nueva York para celebrar la paz en Colombia y la prosperidad para todos sus ciudadanos” (12).

Cuando Thomas Molnar se preguntaba qué diferenciaba al imperialismo norteamericano de los imperialismos europeos o antiguos, llegaba a la conclusión de que el “Imperio” estadounidense “corre el riesgo de convertirse únicamente en el marco de transacciones comerciales y la nación en su base industrial”. Para Molnar, esto significaba que el mismo sistema intelectual norteamericano recurriría “a los adversarios de la nación para ayudarlo a suprimir la nación y transformarla en una base de una república universal” (13). Molnar señalaba también que este principio ideológico convergía igualmente con los principios soviéticos de ir agregando a su estructura económica y política republicas hermanas que habrían adoptado el socialismo. De todos modos, a pesar de que el sistema internacional de Lenin conoció popularidad entre los revolucionarios del mundo, habría sido su rival, Wilson, el que habría triunfado. Quizás la mayor diferencia entre ambos sistemas se encontraba en que mientras que el comunismo se imponía por medio del terror, el americanismo era más bien una ideología que impregnaba las costumbres y la moral de los pueblos. Evola señalaba esta característica diferencial entre ambos, ya que mientras uno se podía combatir abiertamente, el otro no: “Hace algún tiempo escribí que de los dos grandes peligros que confronta Europa – el americanismo y el comunismo — el primero era el más negativo. El comunismo solo es un peligro por las consecuencias represivas que acompañarían a la imposición de la dictadura del proletariado. Mientras que la americanización se impone por medio de un proceso de infiltración gradual, que modifica las mentalidades y costumbres, y que parece inofensivo, pero realiza una perversión y degradación contra la cual es imposible de luchar directamente” (14).  Este Nuevo Orden Mundial norteamericano tenía como meta ir desmontando los Estados nacionales y conseguir que estos cedieran el control de la economía, la política y la sociedad civil a entidades supranacionales que controlen todos los aspectos: ONGS, empresas, ONU, bolsas financieras, etc. Los territorios nacionales serian desarticulados, suplantados por un capitalismo globalizado que crearía un archipiélago geográfico, compuesto de nudos conectados por rutas comerciales marítimas en las cuales circularán libremente las mercancías, los capitales y los individuos, produciendo enclaves altamente tecnológicos y financieros por todo el mundo, mientras grandes zonas del mundo son abandonadas a la desindustrialización y al caos programado, convirtiendo zonas enteras en lugares sin ley controladas por el crimen organizado, el terrorismo, conflictos étnicos y sangrientas luchas sociales para acabar con toda resistencia geopolítica o rivalidad ideológica y para el exterminio de toda la población flotante sin importancia (Fukuyama, uno de los grandes magos del neoliberalismo actual, afirma que el mundo funcionaría perfectamente con mil millones de personas). Este nuevo mundo desplegaría su poder por medio de un control tecnotrónico de la mente, la cibernética y los dispositivos de información que se fundirán con la inteligencia artificial y crearán razas post-humanas adaptadas a este nuevo orden: mutantes, cyborgs y abortos tecnológicos del futuro que suplantarán nuestra raza en la tierra.

La dinámica mundial, sostenida tanto por Wilson como por Roosevelt, parece justificar el fin de los Estados nacionales que ya no son homogéneos ni étnica ni lingüísticamente, se han vuelto multiculturales y han perdido su identidad. Los Estado nacionales, a pesar de ser estructuras modernas, no son completamente modernos. Son más bien una entidad a medio camino entre los antiguos imperios o reinos y la Cosmópolis universal de las ideologías liberales o comunistas. En el Estado nacional siguen existiendo ciertos elementos paganos y no liberales que, cada cierto tiempo, han causado rebeliones importantes a nivel mundial y han puesto en peligro el orden internacional bajo las consignas de la Sangre y el Suelo o los arquetipos premodernos espirituales que han mezclado la religión con el nacionalismo. Debido a eso, las burocracias nacionales, que han intentado insubordinarse en el orden internacional, han sido aplastadas por medio de guerras y bloqueos económicos, intentando someterlas a las fuerzas financieras. A pesar de que hoy se nota una recuperación de una cierta soberanía nacional por parte del liberalismo económico y el intervencionismo estatal, pareciera que el mismo Estado que se fusiona con la empresa privada se está deshaciendo en múltiples fracciones cada vez menos integradas a la nación y en vez de eso convertidas en segmentos de un internacionalismo claro. El Estado nacional fue usado para destruir los imperios, y ahora el nacionalismo le está dando paso al internacionalismo, de otro modo no se entiende el ansia de querer liquidar los grandes Estados imperiales modernos como la URSS y los EEUU que están auto-demoliéndose a sí mismos.

Sin embargo, los problemas jurídicos y políticos, desatados por el idealismo wilsoniano o la política internacional proletaria de Lenin, han continuado causando destrozos por todas partes. El problema de reconocer la integridad territorial de un Estado, reconocido por el derecho internacional, choca de frente con el principio de autonomía y libertad de las naciones: esta contradicción ha sido señalada muchas veces y sigue operando en la práctica. De cualquier modo, se ha producido una descomposición constante de los Estados nacionales a lo largo del siglo XX. Cuando acabó la Segunda Guerra Mundial, había 60 Estados reconocidos internacionalmente, hoy existen 193 Estados reconocidos y una serie de pequeños Estados segregados que no son reconocidos (Taiwán, Abjasia, Ucrania del Este, Kurdistán, etc.). Y esta creación de Estados artificiales va dirigida a provocar más caos y fragmentación, creando fronteras porosas, violentas y mal definidas, caso del Estado de Israel, que parece tener como propósito el desestabilizar todo a su alrededor. Esta balcanización programada ha causado que muchos de estos Estados se hayan convertido en presa de las multinacionales que, no habiendo Estados fuertes con quienes negociar, saquean los recursos naturales de las naciones o negocian con facciones pequeñas de los antiguos Estados nacionales tratados comerciales importantes. A todo esto, la reestructuración de las naciones, de las razas y los imperios parece darle alas a la destrucción de Estados demasiado poderosos que, debilitados por la corrupción, el crimen organizado y el terrorismo, parecen dirigidas a evitar la consolidación de cualquier alternativa no moderna que pueda poner en peligro este NOM.

De aquí, quizás, la defensa casi unánime, de la doctrina del sistema de Estados nacionales que, promocionada tanto por la Unión Soviética como los Estados Unidos, continuaron fragmentando cada vez más los antiguos imperios premodernos. Este proceso es visible en muchas supuestas entidades estatales que existen en el papel y en el plano internacional, pero que en la práctica no controlan para nada el territorio que les pertenece: casos importantes son los de Colombia, Afganistán, México, Siria, Libia e Irak. Muchos de estos países poseen territorios de frontera dominados por redes de narcotráfico, grupos terroristas o facciones que han establecido su dominio de facto en grandes zonas territoriales y poblacionales. A esto se suma los movimientos separatistas y nacionalistas regionales que reclaman su independencia de los viejos Estados nacionales a los que consideran centralistas y falsos. En Europa y América siguen moviendo una parte de la opinión pública para desarticular las naciones. También es un hecho que las guerras de hoy no están diseñadas para conquistar los Estados sino para destruirlos, eso se nota muy bien en las invasiones liberales y democráticas que han sumido al Norte de África y al Medio Oriente en un caos sin salida. Sin hablar de la constante amenaza de guerras regionales a gran escala y un proceso de liquidación de los viejos órdenes municipales adaptados al globalismo.

Mientras que el modernismo teológico norteamericano desembocó en el liberalismo sociata, el fundamentalismo protestante y nativista terminó creando una red de milicias anti-estatales, profundamente religiosas y enemigas del gobierno central, las cuales terminaron dando su último golpe con la subida populista de Trump. Hoy día, esta disputa al interior de los Estados Unidos está en boga y quizás desemboque en una nueva guerra civil. No debe sorprendernos, por lo tanto, que sean estas mismas agencias de inteligencia y defensa las mayores patrocinadoras del gobierno liberal norteamericano, siendo precisamente la vanguardia en contra de los nacionalistas blancos seguidores de Trump, a los cuales siempre han considerado sus enemigos. Los paleoconservadores norteamericanos y los nacionalistas, en múltiples ocasiones, han denunciado la terrible herencia totalitaria y socialista de estas instituciones que han creado una verdadera red de vigilancia, control y destrucción tanto dentro como fuera de los Estados Unidos.

Notas:

  1. Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Madrid, Imprenta de José Trujillo, 1854, pág. 314-315.
  2. Donoso Cortes, Obras completas, Tomo III, Madrid, Imprenta de Tejada, 1854, pág. 319-320.
  3. Julius Evola, “La civilización Americana”, en https://adversariometapolitico.wordpress.com/2015/04/12/la-civilizacion-americana-julius-evola/
  4. Martin Heidegger, Introducción a la metafísica, Editorial Gedisa, Barcelona, 1999, pág. 42.
  5. Alexander Kojove, Introduction to the Reading of Hegel, Cornel University Press, 1969, pág. 161.
  6. Marcos Ghio, “Evola y el postfascismo”, en https://juliusevola.blogia.com/2006/092209-evola-y-el-postfascismo.-marcos-ghio..php
  7. Woodrow Wilson, “The study of administration”, Political Science Quarterly, Vol. 2, No. 2 (Jun., 1887), pág. 218.
  8. Paul Gottfried, “Wilsonianism: The Legacy That Won't Die”, Journal of libertarian studies, Vol. IX, No. 2, (Fall 1990), pág. 118
  9. Irving Kristol, “La política exterior en la era de las ideologías”, en https://www.politicaexterior.com/articulos/politica-exterior/la-politica-exterior-en-la-era-de-las-ideologias/
  10. Christopher Andrew y Vasili Mitrokhin, The Sword and the Shield. the Mitrokhin Archive and the Secret History of the KGB,Basic Books, New York.
  11. David Rockefeller, “From a China traveller”, New York Times on August 10, 1973.
  12. Directivos de Wall Street en el Caguán, en https://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-917182
  13. Thomas Molnar, El modelo desfigurado, FCE, México, 1980, pág. 264.
  14. Julius Evola, “La civilización Americana”, en https://adversariometapolitico.wordpress.com/2015/04/12/la-civilizacion-americana-julius-evola/