Las ideas que guiaron al mundo: Intelectuales e Historia

23.10.2024

Pierre Vial sostiene que el hecho de que la derecha evite el compromiso intelectual limita su potencial revolucionario y subraya la necesidad de un despertar cultural e intelectual impulsado por pensadores comprometidos para inspirar una futura transformación cultural y política. El siguiente es un ensayo de la 16ª conferencia del GRECE, «Pour un Gramscisme de droite» (Por un gramscismo de derechas), escrito por Pierre Vial, 29 de noviembre de 1981.

En su libro Vu de droite (Vista desde la derecha) Alain de Benoist señala que la derecha sociológica siempre ha mostrado cierta reticencia hacia las doctrinas (1). Esta frase, escrita hace cuatro años, sigue siendo sorprendentemente actual. Es revelador, por ejemplo, que no exista ningún semanario de derechas de la calidad intelectual de Le Nouvel Observateur. ¿Incapacidad? Probablemente no. Sino más bien una desconfianza casi congénita hacia las ideas. Se desconfía de las ideas porque obligan a tomar decisiones drásticas. Las ideas condenan a la lucidez y al coraje. A la derecha aburguesada eso no le gusta. Tampoco a la derecha activista, que considera la batalla de las ideas como una pérdida de tiempo y no pierde ocasión de reforzar la imagen caricaturesca que disfruta presentando de sí misma.

Sin embargo, las ideas dirigen el mundo. Al menos las que adquieren una dimensión mítica y son encarnadas por intelectuales que saben ser a la vez combatientes y misioneros, lo que me parece la mejor definición que se puede dar de un revolucionario. Esta es sin duda una de las grandes lecciones de la historia: primero hay que sembrar las ideas para después recoger la cosecha de la acción. La idea es lo primero y quienes lo olvidan están condenados o bien a un activismo frenético y ridículo, sin propósito ni futuro, o bien a un pragmatismo reformista marchito, impotente para conmover a las almas porque se limita a un horizonte puramente material y de gestión.

Las grandes convulsiones de la historia han sido preparadas por intelectuales, es decir, por hombres que hacen profesión de pensar y enseñar su pensamiento, siendo para ellos la reflexión personal y su difusión actos fundadores. «No se puede tener un Lenin antes de haber tenido un Marx», frase que le encanta decir a Alain de Benoist. Una vez dijimos, un poco en broma, que nuestra escuela de pensamiento pretendía ser una especie de Marx colectivo. Una ocurrencia es muy a menudo una forma discreta de revelar el propósito principal de nuestro pensamiento. No es inútil, hoy, recordar que nuestra vocación reside en el ámbito de las ideas, y en ningún otro.

Quienes se burlan de las ideas o dudan de su eficacia harían bien en considerar lo siguiente: la Iglesia, en su «gran sabiduría», comprendió – cuando aún no era más que una comunidad sospechosa dentro del Imperio Romano – que primero necesitaba ganarse a las mentes para poder tomar algún día el control de toda la sociedad y moldearla según sus concepciones. Para ello era necesario elaborar una doctrina que, sin dejar de ser fiel a los orígenes judaicos del cristianismo, integrara ciertas ideas clave del helenismo tardío. «Frente a la cultura grecorromana, el cristianismo se esforzó por asimilar ciertos valores adaptándolos y repensándolos» (2). San Pablo es, pues, el autor de una construcción intelectual en la que el mensaje de los Evangelios converge con un helenismo marcado por el gnosticismo y las religiones mistéricas, como bien han demostrado Guignebert (3), Loisy (4) y, más recientemente, Bultmann (5). San Pablo, que «para atraer a los paganos al Evangelio, quiso presentárselo en términos que les fueran familiares» (6), fue imitado por Clemente de Alejandría y Orígenes. Estos intelectuales, sucedidos en el siglo IV por Agustín, Basilio, Gregorio de Nisa y Gregorio Nacianceno, permitieron a la Iglesia ampliar su influencia hasta el punto de poder realizar una verdadera revolución cultural, que a su vez era un medio de obtener el reconocimiento, en un primer momento, del poder político, antes de apoderarse de él y ponerlo bajo una verdadera tutela moral.

La Iglesia es tan consciente del papel primordial de las ideas que se arrogó, durante mil años, el monopolio de la vida intelectual. En la Edad Media, «el término “clérigo” significaba simultáneamente el hombre instruido y el que, mediante la tonsura, había entrado en la Iglesia. Hasta el siglo XIV, “laicus” (laico) era sinónimo de “illiteratus” (analfabeto) (7)». El contraste, evidentemente, es marcado con una Antigüedad en la que los pensadores griegos y los escritores latinos estaban libres de toda tutela religiosa ejercida por un clero: el pensamiento era entonces una obra de reflexión llevada a cabo por ciudadanos libres, que no tenían más reglas y limitaciones que sus propias convicciones.

La Iglesia comprendió que su deseo de hegemonía espiritual exigía un control estricto de la vida intelectual. «No existe algo más fundamental en la historia intelectual de Europa en la Edad Media», opina el historiador Jacques Paul, «que la alianza concluida entre la Iglesia y la cultura». Y añade: «En el ámbito del saber, tal como se desarrolla en las escuelas y universidades, la Iglesia impone su fe y sus dogmas. Recibidas casi universalmente como verdaderas, estas afirmaciones religiosas son como precursoras del ejercicio del pensamiento (...) La fe cristiana trae consigo creencias que se imponen a la reflexión intelectual (...) El pensamiento medieval no sólo coexiste con lo que debe considerarse como dado, sino que está impregnado y modelado por ello» (8).

La cultura clásica, heredada de la tradición grecolatina, no debe ser más que una herramienta al servicio de un pensamiento alienado y unívoco. Si algún clérigo cae en la tentación de dejarse seducir por los encantos del pensamiento antiguo es rápidamente llamado al orden, pues bajo la seducción de la literatura clásica se esconde el paganismo. Así, en el siglo VI, el papa Gregorio Magno castiga a Desiderio, obispo de Vienne: «En la misma boca las alabanzas de Cristo no pueden igualmente pronunciar alabanzas de Júpiter. Es grave y criminal que un obispo cante versos, cosa que ni siquiera conviene a un laico piadoso».

En la tripartición funcional que Adalberón, obispo de Laon, presenta hacia 1020 como la sociedad ideal, los clérigos – los oratores – asumen la primera función, por encima de los bellatores y laboratores que encarnan la segunda y tercera función. Esto es una confirmación de que aquellos que piensan, es decir, los que rezan, deben ostentar y ostentan la soberanía. La teocracia pontificia llevaría esta lógica hasta sus últimas consecuencias impugnando cualquier autonomía del poder temporal de los monarcas, incluido el emperador.

Sin embargo, ya en el siglo XII surge un movimiento de emancipación intelectual, principalmente en París. Los clérigos que han roto filas, llamados los Goliardos, desafían la camisa de fuerza impuesta a la vida intelectual. Los círculos monásticos, que durante siglos habían preservado celosamente el monopolio de toda actividad intelectual, denuncian la libertad de pensamiento y de expresión de los goliardos. San Bernardo envía un verdadero ultimátum a los profesores y estudiantes de París, fuertemente influenciados por los goliardos: «¡Huid de Babilonia, huid y salvad vuestras almas!». Pedro Abelardo, a quien Jacques Le Goff considera «la primera gran figura del intelectual moderno» (9), simboliza, a través de su obra y su vida, el movimiento de emancipación que romperá el monopolio intelectual de la Iglesia. Este «despertador de las ideas» es, de hecho, el precursor de los hombres del Renacimiento. Derrotado por el odio de San Bernardo, Pedro Abelardo triunfará, tres siglos más tarde, gracias a la obra de Lorenzo Valla, Galileo, Copérnico y de todos aquellos que crearán esa «primavera del mundo en la que el hombre, capaz en todo momento de trascender las determinaciones de su naturaleza por la fuerza de su voluntad y el poder de su inteligencia, se convierte en artífice de su propio destino» (10).

Hay que decir aquí que los intelectuales han mantenido durante los siglos medievales, con riesgo de su libertad y de su vida, un movimiento de resistencia. Resistencia puntual, discontinua, de diversa tonalidad según sus manifestaciones, pero siempre en referencia a lo que Sigrid Hunke llama la «otra religión de Europa» (11) cuyo elemento central, desde Pelagio hasta Meister Eckhart, es la primacía del libre albedrío del hombre en su búsqueda de lo divino, mientras que Juan Escoto Eriúgena, campeón del panteísmo en el siglo IX, ofrece el bello ejemplo de un pensamiento que, habiendo pasado desapercibido en su época, provoca una verdadera revolución mental varios siglos más tarde al denunciar toda forma de dualismo. «Las semillas sembradas en vano en el suelo helado de su época», escribe Sigrid Hunke, «germinaron a mediados del siglo XII para dar nacimiento a una vegetación exuberante». Más allá de los siglos, la influencia intelectual y espiritual de Juan Escoto Eriúgena da origen al gran canto panteísta del Renacimiento, que Paracelso resume en unos versos:

Y aquí está la gran cosa para meditar:

No hay nada en el cielo ni en la tierra que no esté también en el hombre.

Porque Dios, que está en el cielo, está también en el hombre:

¿Dónde está el cielo sino en el hombre?

Desde el siglo XVI, los grandes movimientos que han marcado la historia moderna y contemporánea han sido fruto de ideas a menudo sembradas por hombres cuyo mensaje parecía, en su tiempo, carecer de eco. Más que otros, quizá, me parece característico el caso de esos hombres del siglo XIX a los que podemos llamar «los despertadores de los pueblos» y a los que Jean Mabire ha dedicado una obra magistral. Son guías ejemplares para nosotros.

Jahn el alemán, Petőfi el húngaro, Mickiewicz el polaco, Mazzini el italiano, Grundtvig el danés, Pearse el irlandés: todos desempeñaron el papel de pioneros y apóstoles, al dedicar por completo sus vidas a la misión que concebían como su razón de ser.

Cuando Friedrich Jahn se compromete a agrupar a jóvenes alemanes para organizar la resistencia contra la ocupación de las tropas napoleónicas, lanza un mensaje para despertar conciencias y corazones: «Al principio», dice a sus compañeros, «estamos aquí sólo como personas de buena voluntad. Nuestra tarea es poner en marcha el movimiento de liberación. No sé cómo. Pero sé que la primera batalla que hay que librar es en las almas. ¿Por qué nuestro pueblo es pasivo? Porque su alma está enferma. Ha perdido la esperanza y la confianza. Es a través de la palabra como podemos devolvérselas, explicando que ningún poder es invencible ni eterno. Hay abundantes ejemplos de dominaciones que se derrumban. Seamos cada uno de nosotros un modelo de comportamiento para nuestro pueblo, enseñémosle el orgullo, cada uno en su entorno y sobre todo en los centros de enseñanza». El mensaje del que Jahn se sentía portador dominó toda su vida. La última frase que escribió antes de fallecer el 15 de octubre de 1852 fue la siguiente: «La unidad alemana ha sido el sueño de mi infancia, el amanecer de mi juventud, el sol de mi madurez. Ahora es mi estrella vespertina, que me invita al descanso eterno». La unidad de su país sólo se haría realidad veinte años más tarde, pero él fue uno de los que más contribuyeron a dar nacimiento a un alma colectiva, sin la cual no hay pueblo.

A Giuseppe Mazzini, por su parte, le perseguía el sueño de la unidad de Italia, en un momento en que la Santa Alianza hacía todo lo posible por impedir el surgimiento de una conciencia nacional en Europa. Le gustaba repetir a los militantes que había agrupado tras de sí: «Sembremos siempre la buena palabra. Y entonces estaremos listos a la hora de la cosecha».

La misma voluntad de ser un despertador se encuentra en Nikolaj Grundtvig que, sin apenas levantarse de su mesa de trabajo, ejerció sobre su nación y su época una influencia que demuestra el peso que puede tener una idea en la historia de la humanidad. Es en términos violentos como Grundtvig se dirige a sus compatriotas daneses, llamándoles a asumir un destino digno de su pasado: «Levantaos entonces, pueblo degradado y caído / Dejad el degradante lecho de blandura / Levantaos hacia el cielo / Recordad que descendéis de la combativa raza del Norte / Que nacisteis para la acción».

Igual de apasionado es Sándor Petőfi, cuya breve existencia se centra por completo en despertar a su patria húngara: «La ira de la juventud / ¿Podría abandonarme? / No, esta noble pasión / Habita para siempre mi alma».

Haciéndose eco de él, sesenta años después, está Patrick Pearse. Él también se conoce, se quiere fundador. Cuando uno de sus amigos le dice que la insurrección contra los ingleses es una locura, él responde: «Un día millones de hombres aún no nacidos habitarán la nación que vamos a construir para ellos». Esta nación debe afirmarse primero en el espíritu. «Si la Irlanda espiritual desaparece», afirma Pearse, «entonces la Irlanda real también morirá». Y esta nación espiritual es la que el canto del poeta hará vivir. Porque es la cultura la que lleva en sí la identidad de un pueblo. Por lo tanto, esto es por lo que primero debemos luchar. En esto están de acuerdo todos los «despertadores de los pueblos».

Los primeros textos del joven Mazzini son críticas literarias. En el enfrentamiento entre clasicistas y románticos vio inmediatamente una dimensión metapolítica. Los partidarios del clasicismo son también los del poder establecido, mientras que el romanticismo y el nacionalismo van de la mano. En 1829 Mazzini fundó una asociación llamada «Societe de culture» («Sociedad de cultura»), cuyo objetivo era organizar una biblioteca ambulante que, mediante la distribución de libros y periódicos, hiciera circular las ideas que bullían en muchos países europeos. Mazzini sabía que la idea italiana pasaba por las obras de historiadores, artistas y novelistas. En 1875, Francesco De Sanctis, historiador del Risorgimento, reconocería: «Fue la cultura la que creó la unidad de la patria». Una vez lanzado al corazón de la acción política, Mazzini nunca olvidaría recordar la primacía de lo cultural. «Afirmamos la necesidad de una nueva enciclopedia», escribe. Y, en el mismo momento en que llama a la revolución a toda la juventud de Europa, escribe un artículo sobre la filosofía de la música, donde ya se expresa la vocación casi religiosa de la ópera que Wagner ilustraría más tarde. Exiliado en Londres, la preocupación más acuciante de Mazzini es abrir una escuela para los hijos de los emigrantes italianos.

La primera actividad revolucionaria del joven Mickiewicz es escribir poemas. Y cuando crea, con algunos camaradas, una «Sociedad de Amigos de las Diversiones Útiles», una etiqueta lo bastante inocua como para desviar la atención del ocupante ruso, el texto introductorio destinado a los nuevos reclutas estipula: «El apego a la tierra natal consiste en amar y aprender su lengua, recordar las virtudes y hazañas de los antepasados para tratar de imitarlos según sus fuerzas y talentos». La conciencia de la identidad a través del arraigo: esto es lo que expresa un volumen de versos publicado por Mickiewicz en 1823. Él mismo explica el significado del título que eligió, dziady: «El dziady es el nombre de una fiesta celebrada hasta hoy por la gente común en muchos distritos de Lituania, Prusia y Curlandia en memoria de los antepasados. Los orígenes de esta fiesta se remontan al paganismo; antiguamente se llamaba «fiesta de la cabra», presidida por el Koslarz, a la vez sacerdote y poeta. Hoy en día, cuando el clero ilustrado y los terratenientes se esfuerzan por desarraigar una costumbre ligada a prácticas supersticiosas demasiado a menudo censurables, el pueblo celebra la dziady en secreto en capillas o tugurios abandonados, cerca de los cementerios. Allí se suele organizar un banquete compuesto por diversos platos, bebidas y frutas; y se evoca a las almas de los difuntos... Nuestros dziady tienen la peculiaridad de que los ritos paganos se han mezclado con concepciones de la religión cristiana, tanto más cuanto que el Día de Todos los Santos cae en torno a esta solemnidad. La gente cree que, a través de los platos, las bebidas y las canciones, llevan alivio a las almas del purgatorio».

La policía rusa acabaría comprendiendo la dimensión subversiva de la acción cultural, ya que Mickiewicz fue condenado, junto con varios compañeros, por «haber intentado propagar mediante la educación un nacionalismo irracional».

Con sus amigos deportados a Siberia, Mickiewicz no abandona el combate cultural. Escribe: «El alma de la canción vaga por las tumbas / y, llegado el momento, despierta a los héroes». Instalado en Francia, titular de una cátedra de lenguas eslavas en el Collège de France, Mickiewicz habla a un público entusiasta de la historia, pero, le señala su colega y amigo Michelet, que para extraer de ella principios de acción, primero debe despertar las almas y suscitar las voluntades.

Siendo un joven poeta, Grundtvig emprende una especie de peregrinaje por la isla de Zelanda, en busca de vestigios de la época pagana. Allí encuentra la razón de su acción futura. «Es en este lugar», escribe, «en medio de los robles / que moran los dioses dormidos del Norte / Las lágrimas brotan de mis ojos / cuando contemplo lo que aquí hay». Hijo de un pastor, destinado él mismo a ser pastor de la Iglesia Evangélica Danesa, Grundtvig siente que su verdadera vocación es devolver al pueblo danés el sentido de su destino histórico. Traduce al danés moderno las antiguas crónicas de la época vikinga. Luego tiene la idea de una escuela de un tipo totalmente nuevo, donde, rompiendo con la enseñanza académica, los futuros dirigentes de Dinamarca se inicien en el espíritu y la inspiración profunda de la cultura escandinava. Grundtvig dice: «No debemos formar eruditos, sino hombres vivos, capaces de participar en el gran movimiento de liberación de los pueblos». Y añade: «Nuestra escuela estará al servicio de la cultura propia de cada pueblo. Las disciplinas básicas serán la historia y la literatura. Muy pocos ciudadanos conocen la estructura misma del Estado danés. Deben descubrirla a través de nuestros orígenes, nuestras costumbres, nuestras leyendas, nuestras crónicas nacionales y nuestras canciones populares (...) Lo que quiero enseñarles, o más bien transmitirles, es una filosofía de vida. O, más sencillamente aún, una forma de ser, un estilo».

El primer curso que dio Grundtvig, el 20 de junio de 1838, se titulaba «La concepción nórdica de la vida». Y, en 1844, ante diez mil personas, el extraño pastor comenzó su enseñanza diciendo: «Nuestra escuela debe inspirarse en la memoria del dios Heimdal, quien, para elevar su morada lo más alto posible, la situó en el Himmelbjerg». La escuela popular de Grundtvig, inicialmente abierta a los campesinos, estaba situada en una gran granja. Los campesinos acudían allí a pie, desde decenas de kilómetros a la redonda, sin importar el clima. Les hablaban del fresno Yggdrasil, del Valhalla y del Ragnarok. A cambio, enseñaron a sus educadores las tradiciones populares aún muy vivas a mediados del siglo XIX. Fue, verdaderamente, una revolución cultural.

Fue también una revolución cultural que Jahn realizó al proponer un sistema educativo que integraba plenamente la exaltación del cuerpo, poniendo a los jóvenes en contacto directo con la naturaleza, una naturaleza concebida como el entorno cósmico donde el hombre encuentra su equilibrio y extrae su fuerza. Cuerpo y mente son inseparables. Lo importante no es la acumulación de conocimientos, sino la formación del carácter. Por eso Jahn, deseoso de formar a los futuros libertadores del territorio nacional, no encontró mejor solución que crear una sociedad de gimnasia, en un entorno de lagos, páramos y bosques. Dejó constancia de sus principios en un libro que marcaría un hito importante en la historia del movimiento nacional alemán. «Uno tiene un sentimiento divino en el pecho», escribe, «cuando sabe que puede hacer algo con sólo quererlo». Uno de sus discípulos añadiría más tarde: «Debemos restaurar nuestra unidad interior, unir corazón y mente, fe y razón, alma y cuerpo, hombre y patria, pensamiento y lengua.»

Con este espíritu se fundaron las primeras Burschenschaften o corporaciones estudiantiles. Jahn, al trabajar por la fundación de un nacionalismo cultural, había realizado una labor revolucionaria en una Europa marcada aún por el cosmopolitismo de la filosofía de la Ilustración.

Formación de la mente y del cuerpo: éste fue también el objetivo que se fijó Patrick Pearse. En primer lugar, a pesar del ocupante inglés, ¡salvar la lengua gaélica! Tal era el objetivo de la Liga Gaélica, a la que se unió el joven Pearse, junto con una organización hermana, la Asociación Atlética Gaélica, un marco ideal para preparar a los jóvenes irlandeses para enfrentarse un día a los ingleses. «La Liga Gaélica», declaró Pearse en vísperas del levantamiento armado de Pascua de 1916, «será reconocida en la historia como la influencia más revolucionaria que Irlanda haya conocido jamás».

Consciente de lo que estaba en juego en el plano cultural, Pearse creó un colegio universitario cerca de Dublín en 1908, cuando aún no había cumplido los treinta años. De este colegio saldrían varias promociones de futuros nacionalistas irlandeses, que recibieron allí una educación que iba más allá de la mera instrucción. «El carácter ante todo», repetía Pearse, sin saber que se hacía eco de la fórmula de Friedrich Jahn. Los chicos y chicas debían tomar conciencia ante todo de pertenecer a un pueblo que quería convertirse un día en nación. Esta conciencia estaba mejor garantizada por la mitología y la historia. Gracias a ellas, los jóvenes irlandeses descubrieron sus raíces. «Cuando se habla de un pueblo», escribe Pearse, «cuando se habla de una nación, los vivos son irreconocibles y nos parecen extraños si no se reconocen en sus muertos, si los muertos y los vivos no se hacen uno».

A través de la acción cultural, Pearse pretende devolver a Irlanda su identidad. No duda en recoger, entre los campesinos más incultos, las supervivencias de una lengua que él moderniza y pone por escrito, para darle la más amplia audiencia. El poeta, en consecuencia, tiene una acción revolucionaria. Prepara las mentes para futuros levantamientos.

Esto es precisamente lo que hace Petőfi cuando sus poemas, canciones de amor y de guerra inspiradas en las tradiciones campesinas, están escritos en húngaro, lengua que recupera así un estatus literario monopolizado hasta entonces, en la vida intelectual de los magiares, por el alemán y el latín. Los poemas de Petőfi, convertidos en la voz de todo un pueblo, circulan de aldea en aldea. Mientras recorre los caminos de su país, Petőfi descubre que la vocación de un poeta es expresar el alma de su pueblo. Él lo dice: «Con el pueblo, adelante pues, poetas / Todos, adelante, a través de llamas y tempestades». Porque, añade, el narcisismo es indigno de un verdadero poeta: «Si sólo sabes cantar / Tus propias penas, tus propias alegrías / El mundo no te necesita».

La vocación revolucionaria de la labor cultural es recordada por Petőfi en 1847, a uno de sus amigos, también poeta: «Cuando el pueblo reine en la poesía, estará dispuesto a reinar también en la política».

La acción de los «despertadores de los pueblos» tiene una dimensión ante todo moral, incluso estaría tentado de decir religiosa. «El problema actual consiste en la necesidad de reintegrar la moral en la política», dice Mazzini a sus primeros compañeros cuando funda el movimiento de la Joven Italia. Y al final de su vida, cuando parece abandonado por casi todos tras una existencia totalmente entregada a la lucha, recuerda a sus últimos fieles seguidores: «Sed apóstoles. No os dejéis seducir por el orgullo de vuestra superioridad intelectual... No olvidéis nunca que nuestra bandera es ante todo una bandera de renovación moral y que los precursores de toda renovación deben mostrar en sí mismos sus signos... Tened el coraje de vuestra fe, la lógica, la inexorabilidad de vuestros principios». Y de nuevo, unos meses antes de su muerte: «Se trata de inculcar la virtud allí donde hoy domina la corrupción».

Virtud. Es una palabra que aparece a menudo en los escritos de Mazzini, y que debe entenderse en el sentido de virtus romana. Lo que quiere dar a su país es un alma. Exiliado en Londres, escribe: «Poco importa Italia si no es para realizar cosas grandes y nobles en bien de todos (...) Si algo he hecho por mi país, es haberle predicado la unidad, mientras los intelectuales sólo le hablaban de federalismo. Pero es la unidad moral lo que importa; es el alma de la nación lo que quiero: el cuerpo no es nada sin ella». Y añade: «La república que fundaremos no será sólo un hecho político, sino un inmenso hecho religioso». Repite incansablemente a los miembros de la Joven Italia: «Las aplicaciones morales de nuestros principios son primordiales y esenciales (...) Nuestra asociación es esencialmente educativa, hasta el día de la liberación e incluso después». Para Mazzini, esta primacía del imperativo moral supone que la única vocación del intelectual es servir a la causa del pueblo, sin preocuparse por la gloria o las ventajas personales. Cuando la ciudad de Roma se proclama república en febrero de 1849 y designa triunviro a Mazzini, éste trabaja día y noche para establecer un nuevo Estado (cuya historia será breve), tomando sus comidas en un restaurante barato como en los tiempos de la clandestinidad y vestido siempre con su eterno traje negro, que adoptó definitivamente en su juventud, para llorar a una Italia humillada y sometida.

También Mickiewicz sólo ve la salvación de su país en una renovación espiritual. En una época en la que Francia está dirigida por una burguesía luisfilipina, escribe a un amigo que hay que dar al movimiento polaco «un carácter religioso y moral, distinto del liberalismo plutocrático de los franceses». Y añade: «¡Tal vez nuestra nación esté llamada a predicar a los pueblos el evangelio de la nacionalidad, de la moral, de la religión y del desprecio a los presupuestos, fundamento único de la política actual!».

Evidentemente, la palabra «moral» no está tomada en el tono empalagoso, casi saint-sulpiciano, que suele tener la tradición burguesa. Se trata de una moral heroica. Pearse lo dice sin ambigüedades: «La base de la acción nacional debe ser la moralidad. Esta moralidad es la fuerza y el valor. Es la que impulsa a los pueblos a hacer historia».

En consecuencia, el único revolucionario verdadero es el que empieza a hacer la revolución dentro de sí mismo, el que se muestra capaz de descender lo suficiente dentro de sí para despojarse del hombre viejo. Mickiewicz afirma: «No creas que la lucha interior es una pérdida de tiempo, que es inútil para el mundo exterior. Toda la fuerza exterior depende de la lucha interior y de la victoria». La organización que funda, la Sociedad de Hermanos Unidos, es ante todo una comunidad de creyentes. Está convencido de que son los místicos los que harán los nuevos tiempos. Grundtvig también lo dice: las mayores aventuras son primero internas. ¿Quién podría pretender despertar a su pueblo si antes no se despierta a sí mismo?

Hay que vivir las propias ideas. Mazzini lo repite constantemente a sus camaradas: «Sólo a través de la virtud conseguirán los hermanos de la Joven Italia unir a las multitudes a su fe». Hay que encarnar la idea, ser un ejemplo, un símbolo. Esto es lo que fue Mazzini, según el bello testimonio que de él dio Nietzsche: «Entre todas las vidas bellas, la que más envidio es la de Mazzini: esa concentración absoluta en una sola idea, que se convierte, por así decirlo, en una llama en la que se consume toda individualidad».

Mazzini había entrado en el nacionalismo como se entra en una religión. Esta exaltación casi religiosa la experimentaron todos los «despertadores de los pueblos». Mickiewicz canta la «llamada al heroísmo, a las grandes y elevadas voluntades, al sacrificio ilimitado». Y Pearse: «Nunca me he sometido / Me he hecho un alma más grande / Que la de los amos de mi pueblo / Y digo a los amos de mi pueblo: ¡cuidado!».

Armados espiritualmente, estos hombres sólo conciben el papel del intelectual inmerso, directa y permanentemente, en la acción. El compromiso total es evidente. El pensamiento sin la acción no es nada. Mazzini da significativamente el título de «Pensamiento y Acción» a una de las revistas que funda. La acción es ante todo la militancia cotidiana, humilde e indispensable. Al describir la actividad de los primeros núcleos de la Joven Italia, en el exilio en Marsella, Mazzini escribe: «No teníamos oficina, día y noche sumidos en el trabajo, escribiendo cartas y artículos, interrogando a los viajeros, confraternizando con los marineros, doblando impresos, encuadernando fardos, alternando las ocupaciones intelectuales con el trabajo manual».

Grundtvig, que siente un profundo desprecio por la sociedad mercantil triunfante, a la que acusa de haber corrompido a sus compatriotas, sólo concibe al intelectual como combatiente. «El espíritu de combate – dice – es idéntico al espíritu de la vida. Donde no hay lucha, no hay vida». Pearse enseña a sus alumnos: «Predicaré con valentía la antigua fe de que la lucha es lo único noble». En su colección de poemas titulada «Canciones de sueño y dolor», expresa la melancolía del poeta privado, por las duras necesidades de la acción, del tranquilo disfrute de la belleza. Pero es para concluir que el sacrificio está a la altura de su sensibilidad. Porque inevitablemente llega la hora de dejar la pluma y tomar el fusil. Querer ser plenamente poeta y soldado significa poner «la piel al nivel de las ideas». Mazzini es el primero en alistarse en la legión de voluntarios reunida por Garibaldi. En un poema de despedida a su esposa, Petőfi escribe: «He dejado mi laúd para tomar mi sable / Poeta era, ahora soy soldado». En el vivac, encuentra tiempo para garabatear unos versos: «Un pensamiento me duele: Morir en una cama, entre almohadas / Marchitarme lentamente como una flor / Que un gusano oculto roe hasta la muerte».

No se trata de meras figuras retóricas, destinadas a escandalizar a la burguesía. Petőfi cae, con las armas en la mano, contra los rusos en 1849. Tenía veintiséis años. En cuanto a Pearse, fusilado a los treinta y siete años por los ingleses, escribe: «Si los irlandeses no son libres, es porque no han merecido serlo. No es razonable contar con que el Todopoderoso anule las leyes temporales que nos atan. Sólo los hombres armados romperán las cadenas que los hombres armados han forjado para nosotros».

Todos estos hombres son conscientes de la dimensión trágica de su destino. Lo abrazan con alegría. Han sacrificado, de una vez por todas, su persona a la causa a la que sirven. Con plena lucidez. «He fijado mi mirada», escribe Pearse, «en este camino que tengo ante mí / En la acción que veo y en la muerte que será la mía». Y Mazzini: «Estamos convencidos de que la causa italiana será mejor servida por nuestra muerte que por nuestra vida. Italia vivirá cuando los italianos aprendan a morir».

Todos los «despertadores de pueblos» han pagado caro el precio de la fidelidad. Prisión, exilio, soledad, miseria y, al final del camino, la muerte, una muerte que aparentemente marca el fracaso de la empresa a la que uno se ha dedicado en cuerpo y alma. Quizá sea la soledad lo que más pone a prueba al revolucionario. Abandonado por muchos de los suyos, exiliado en Londres, Mazzini señala: «Cada día siento más el desierto y la soledad que me rodean». Le atormenta la duda. ¿Habrá sido inútil su vida? Pero, dice, «un día me desperté por fin con el alma tranquila... Y el primer pensamiento que me vino fue éste: la vida es una misión. Cualquier otra definición es falsa».

La adversidad endurece. Jahn toma nota por sí mismo y enseña a los jóvenes que le siguen: «Hay que desear a un hombre suficientes desgracias para que aprenda a luchar victoriosamente, suficientes adversidades para que las soporte con fuerza magnánima, suficientes penas para que aprenda a conocerse enteramente». Las dificultades forjan a los individuos igual que forjan a los pueblos: «Sin los dolores del parto, ningún pueblo puede nacer a la vida».

Todos estos hombres han experimentado la represión. Han aprendido de ella: es en la prueba donde se endurece la determinación y se templa el carácter. Quien la soporta sale roto o endurecido para siempre. Mazzini, en un texto titulado «Fe y futuro», anunció a sus discípulos su destino: «Estar solos y no desesperar». Tenacidad, primacía de la voluntad, rechazo de los compromisos – pues transigir es comprometerse –, éstas son las cualidades que hacen a los revolucionarios. Y este es el tributo que Garibaldi rindió a Mazzini: «Era el guardián solitario del fuego sagrado, vigilando solo cuando los demás dormían».

¿Qué queda del pensamiento y la acción de los «despertadores de los pueblos»? Lo esencial: el mito. En un momento en que ya se sabe que el Alzamiento de Pascua de 1916 acabará en fracaso, Pearse dice a sus compañeros: «El honor de Irlanda ya ha sido redimido». Jahn sabe que la idea del Volkstum, la sustancia del pueblo, está ahora en marcha en Alemania. Apelando a lo inmemorial Mickiewicz arraiga definitivamente a su pueblo. Su compatriota Bandrowski dirá de su poema Pan Tadeusz: «Es el libro de la nación polaca. Todo lo que nosotros, los polacos, sabemos de nosotros mismos, todo lo que no sabemos, sino sólo sentimos, como nuestra propia expresión, nuestro estilo, nuestro impulso étnico, está contenido en esta obra». Grundtvig quiere despertar el inconsciente colectivo de sus compatriotas: «¡Levantaos hermanos míos, debemos actuar! / Como pájaros que escapan del invierno / Los mitos renacen en Thule». En cuanto a Mazzini, que quiere resucitar la grandeza de Roma, sabe que el mito romano es eterno y lanza un desafío a sus adversarios: «Las piedras de Roma pueden seguir perteneciéndoos durante un tiempo, pero el Alma de Roma es nuestra, el pensamiento que vive en Roma nos pertenece».

La función asumida por estos intelectuales del siglo XIX, por estos despertadores de los pueblos, pretendemos encarnarla hoy nosotros, cuya vocación, cuya razón de ser esencial, es luchar por la causa de los pueblos. Esta es la principal conclusión que saco de esta jornada del 29 de noviembre de 1981: referirse al «gramscianismo» para definir nuestra acción es ante todo retomar para nosotros, e intentar encarnar, la definición de Gramsci de «intelectuales orgánicos».

Al utilizar esta expresión, Gramsci se refiere «a los intelectuales que cumplen un papel específico» (12). Esto equivale a definir la función de los intelectuales como la de una vanguardia encargada de despertar y luego guiar la conciencia revolucionaria de la clase obrera, derribando los valores en el poder e instaurando un nuevo sistema de valores, que se expresa por y en la cultura. Este es el papel que nos asignamos, salvo que sustituimos la noción de «clase obrera» por la de comunidad del pueblo. Una comunidad del pueblo que hay que construir hoy, porque su idea misma ha sido socavada, y luego destruida, por la ideología mercantil. Una ideología que sabe muy bien – y lo ha sabido siempre – que sólo las comunidades populares son un obstáculo real para su empresa de dominación y destrucción.

Hoy, la misión del intelectual orgánico, nuestra misión, me parece que se resume en cuatro imperativos:

  1. Alejarse de lo inmediato. A no quedarnos empantanados en la artificialidad de los juegos políticos. Nos negamos a dejarnos aprisionar en una alternativa que nos condenaría a elegir entre el campo de los tejemanejes y el campo de la utopía humanitaria cristiano-marxista. No derramaremos ni una lágrima por el destino del Sr. Moussa. Tampoco nos dejaremos conmover por los sermones teñidos de evangelismo secularizado del Sr. Mauroy.

  2. Crear y emitir un discurso de ruptura. Ruptura con la ideología dominante, con la ideología vigente, con esa ideología igualitarista presente tanto en las filas de la antigua mayoría política como en las de la nueva: el liberalismo y la socialdemocracia no son más que dos facetas complementarias de una misma cosmovisión, una cosmovisión economicista, utilitarista, materialista, cuyo reduccionismo plantea que el destino de los hombres está marcado por el cálculo de cifras de producción y de consumo. Nuestro discurso de ruptura sólo puede ser el de una tercera vía, tanto a escala nacional como mundial.

  3. En nuestro mundo de simulacros y simulaciones – por tomar prestado el perspicaz vocabulario de Jean Baudrillard – es necesario crear una nueva dimensión mítica, la única capaz de devolver a la realidad su estatus. Alain de Benoist escribió: «No creo – sin desdeñarlas – en las grandes construcciones intelectuales que sólo se dirigen a la razón. No se crea una sensibilidad, pero se puede, a veces, despertarla» (13). A él se une hoy, con cuatro años de retraso, Régis Debray, quien, en su Crítica de la razón política (14), observa, utilizando el vocabulario de Pareto, “la correlación entre la vitalidad de las creencias y la estabilidad de los agregados”. En otras palabras, el fracaso de cualquier sistema de organización de las sociedades que no se apoyara en una dimensión mítica, una dimensión – por llamar a las cosas por su nombre – propiamente religiosa. «¿Por qué es necesario», se pregunta Régis Debray, «que los hombres se agreguen, no en virtud de una idea clara y distinta, sino para sacrificarse a la parte menos racional de su naturaleza?» (15). Y se ve obligado a responder: «En este sentido, en efecto, la política es menos una cuestión de lógica que de emoción, y la fuerza de una idea procede, en primer lugar, de su capacidad lírica». Nos corresponde a nosotros hacer nacer la emoción poética del siglo XXI. Estoy convencido, por mi parte, de que esta emoción tiene un nombre, y que este nombre es el paganismo.

  4. Finalmente, el cuarto y último imperativo del intelectual orgánico es el compromiso. El compromiso total, que es el único que permite el vínculo estrecho, permanente y vigorizante entre la teoría y la acción. «Sin teoría revolucionaria, no hay acción revolucionaria», nos recordaba Lenin. Pero para subrayar la necesidad indispensable para el intelectual del compromiso militante, también le gustaba citar la máxima de Goethe: «La teoría es gris; lo verde es el árbol eterno de la vida». Para nosotros, un intelectual sólo puede estar comprometido. De lo contrario, no merece el nombre de intelectual, sino el de histrión y parásito.

Desde hace trece años, intentamos respetar los cuatro imperativos que acabo de enumerar. Intentamos ser intelectuales orgánicos, y seguiremos, sin desviarnos un ápice, insensibles a las vicisitudes de la actualidad política, por el camino que nos hemos trazado. No sé lo que nos deparará el mañana. Pero sé que, pase lo que pase, nuestro honor será haber luchado, sin vacilar, sin transigir, sin negarnos, fieles a un lema de las profundidades de los tiempos que resume la misión de un intelectual digno de ese nombre: «Haz lo que debas, pase lo que pase».

Notas:

1. Copernic, 1977.

2. Simon, M. and Benoit, A. (1968). Le judaïsme et le christianisme antique. PUF.

3. Le Christ. (1948). Albin Michel.

4. Les mystères païens et le mystère chrétien. (1913 and 1930). Paris.

5. Das Urchristentum im Rahmen der antiken Religionen. (1963). 3rd ed., Zurich. French translation: Paris, 1950.

6. Simon, M. and Benoit, A. (1968). Op. cit.

7. Paul, Jacques. (1973). Histoire de l'Occident médiéval. PUF.

8. Ibid.

9. Les intellectuels au Moyen Age. (1969). Seuil.

10. Margolin, Jean-Claude. (1981). L'humanisme en Europe au temps de la Renaissance. PUF.

11. Hunke, Sigrid. (1969). Europas andere Religion. Econ, Düsseldorf.

12. de Benoist, Alain. (1979). Les idées à l'endroit. Hallier.

13. Vu de droite. Op. cit.

14. (1981). Gallimard.

15. Barrès, Maurice. (1925). Ya Maurice Barrès señalaba que se equivoca por completo el intelectual «que se persuade de que la sociedad debe fundarse en la lógica y que no reconoce que, de hecho, se basa en necesidades anteriores y tal vez ajenas a la razón individual». Scènes et doctrines du nationalisme. Plon.

Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera