Por una Declaración de los Derechos de los Pueblos
El siguiente es un ensayo del 15º Colloque national du G.R.E.C.E. (1) (17 de mayo de 1981).
Según Montesquieu, son las «ideas simples y únicas» las que conducen al despotismo. Por su parte, en 1772, Justus Möser escribió: «La tendencia actual a dictar leyes y ordenanzas generales es peligrosa para la libertad. Al hacerlo… estamos allanando el camino al despotismo, que pretende subordinarlo todo a unas pocas reglas y renuncia a la riqueza creada por la diversidad». Por último, para Friedrich Schlegel «yodo lo que es absoluto es, por su propia naturaleza, inorgánico y tiende a destruir los elementos que lo componen. Se puede decir sin equivocarse que lo absoluto es el verdadero enemigo de la humanidad».
He aquí, de entrada, la cuestión que nos reúne hoy: la causa de los pueblos. Esos pueblos cuyo concepto se expresa siempre en plural y cuya defensa constituye hoy el mejor medio de lucha contra los absolutos.
Es un punto que hemos planteado a menudo: los hombres existen, pero el hombre en sí mismo, el hombre abstracto, el hombre universal, ese hombre no existe. Podemos hablar de las libertades de los rusos, de los afganos, de los polacos, de las libertades de los pueblos subyugados por el imperialismo americano. Aferrarse, en cambio, a los derechos abstractos de un hombre «universal» es, a nuestro juicio, la mejor manera de no concedérselos a nadie.
Para nosotros, que rechazamos tanto el materialismo biológico como el racismo, el hombre no tiene otra naturaleza que la cultura a través de la cual se construye a sí mismo. El sujeto aislado no existe. Es un flatus vocis, una ficción. No existe un sujeto real, salvo en tanto que re-conectado, unido a herencias particulares, a pertenencias particulares. En otras palabras, no hay ningún sujeto preexistente a la conexión, ningún sujeto al que se le puedan atribuir propiedades fuera de cualquier conexión. Entre el absoluto de la humanidad y su correlato especular, el absoluto del individuo, hay un punto de equilibrio, un punto de anclaje: la cultura popular arraigada, como dimensión intermedia, como tercera vía, como lugar de conciliación permanente de las contradicciones relativas, que, en su medida, contribuye a dar a la existencia individual su eficacia, su significación y su supervivencia.
La categoría de «pueblo» no debe confundirse con la lengua, la raza, la clase, el territorio o la nación. Un pueblo no es una suma transitoria de individuos; no es un agregado aleatorio. Es la reunión de herederos de una fracción específica de la historia humana que, sobre la base de un sentimiento de pertenencia común, desarrollan la voluntad de continuar esta historia y de darse un destino común. Un pueblo es un organismo que, como tal, tiene propiedades particulares que no se encuentran en sus componentes estudiados aisladamente. También tiene derechos al igual que tiene deberes. Del mismo modo, el Estado que a menudo lo concreta históricamente también tiene vida propia. No es un concepto o un elemento nacido del contrato, como creían los filósofos «ilustrados» inspirados por el pensamiento mecanicista y mercantilista del siglo XVIII. Es una idea que encuentra progresivamente su encarnación en la historia.
«Cada hombre tiene su identidad inscrita en sus células», ha dicho recientemente Jean Dausset, Premio Nobel de Medicina en 1980 (2). Ahora bien, este carácter único, insustituible, inconmensurable que los investigadores atribuyen a los individuos debemos reconocerlo también en los pueblos.
En efecto, la identidad no puede ser únicamente individual. La conciencia de identidad va de la mano del sentimiento de inclusión, de pertenencia, que a su vez genera solidaridad y cimenta la voluntad común. La identidad colectiva, vivida y percibida subjetivamente, es el resultado de esta conciencia de pertenencia a un grupo, se define como diferencia y se aprehende mediante un sistema de representaciones, intuitivas o razonadas, a través de un cierto número de símbolos, mitos e imágenes que implican una visión del mundo y unos valores de referencia particulares. La identidad, en otras palabras, se entiende a través de una reflexión continua sobre el presente, siempre conectada con las raíces más profundas de nuestra cultura e historia. Este proceso de individuación nos hace conscientes de nuestros orígenes culturales y nos ayuda a comprender plenamente quiénes somos.
«Un pueblo sin cultura», escribe Albert Memmi, «estaría privado de pasado y de futuro; en otras palabras, ha dejado de existir como tal. Un pueblo no sólo muere si todos sus miembros mueren físicamente. Basta con que sus descendientes se integren individualmente hasta tal punto en otros grupos que olviden de dónde vienen y crean que su futuro siempre ha coincidido con el de sus nuevos conciudadanos. Su humus autóctono, en efecto, ha dejado de existir ya que se ha dispersado en los vientos de la historia, yendo a fertilizar otros suelos. Se comprende entonces la determinación de los grupos por defender su memoria colectiva: es la condición misma de su supervivencia» (3).
Se podría decir que la cultura es el carné de identidad de un pueblo. Es su respiración mental. Es su pasaporte para un futuro en forma de destino. Porque es cuando un pueblo se experimenta a sí mismo como una realidad orgánica y diferenciada cuando puede, gracias a un «espíritu popular vivo» (Achim von Arnim), revelarse plenamente creativo.
El análisis de sistemas ha establecido que la autoconservación de un sistema implica la existencia, no de una barrera impermeable, sino de un «filtro» destinado a controlar la entrada de información del exterior y su transformación dentro del sistema. Del mismo modo, el mantenimiento de la identidad de un pueblo exige una cierta continuidad cultural y demográfica, una relativa invariabilidad de los emisores, porque si bien es cierto que una homogeneidad excesiva conduciría a una pérdida de energía, también lo es que una heterogeneidad perturbadora produciría una erosión del sentimiento de pertenencia común. El «filtro» de un sistema cultural sólo puede estar constituido por un cierto número de valores.
No obstante, seamos muy claros. No se trata de establecer una especie de frontera metafísica en torno a las culturas. Los pueblos no son absolutos platónicos. La identidad, como constancia dentro del cambio, sólo puede captarse dialécticamente y en su propia evolución. Por tanto, el valor de uso de una adquisición cultural no es contradictorio con su valor de cambio. Pero para que haya intercambio, debe haber algo que intercambiar; es decir, en este caso, debe haber una identidad.
No se trata de aislarse de lo universal, sino de afirmar que sólo se puede alcanzar lo universal partiendo de lo particular. Cuanto más profundiza un grupo cultural en su propio genio, como ya observó Schlegel, más aumenta la riqueza de la humanidad. Por lo tanto, no abogamos por el aislamiento, sino por una forma de desarrollo histórico-cultural autocentrada.
Goethe, en Götz von Berlichingen, evoca a esos hombres que, «por exceso de erudición», ya no conocen a sus padres. Tales son los universalistas que, al deducir dogmáticamente lo singular de lo universal, llegan a negar sus propias raíces. La crítica que estamos desarrollando no es una crítica de lo universal, sino una crítica del universalismo, ese universalismo que encuentra su origen en el monogenismo bíblico y que no ha dejado de inspirar al igualitarismo laico desde el siglo XVII, ese universalismo que sabemos bien que emana siempre, de hecho, de un pensamiento particular, y que, como tal, representa siempre un intento enmascarado de dominar al Otro.
Jung demostró que, al igual que un individuo, un pueblo sufre una disociación mental cuando reprime su pasado más antiguo, cuando niega esa parte de sí mismo que procede de sus raíces profundas, esa parte de sí mismo que siempre se encuentra en el umbral de su propia conciencia, que lo interpela y le plantea el enigma de la historia de la Esfinge: ¿quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Qué pretendes hacer de ti mismo para darte un destino?
De todas las formas de destrucción y despersonalización de los pueblos, desde el racismo exterminador hasta la aculturación negadora de la identidad, una de las más perversas ha sido probablemente el asimilacionismo, que, hay que decirlo, su modelo ejemplar ha sido el colonialismo francés de los últimos dos siglos.
El asimilacionismo, como forma clásica de etnocentrismo colonial, llama la atención por encontrar en él, en el plano ideológico, componentes fundamentales como la creencia en el «progreso», la concepción «occidental» del mundo y la linealidad de la historia, la idea de que existe un ideal universalizable de la sociedad y, por último, la convicción implícita de una realidad objetiva del derecho basada generalmente en la teoría del derecho natural.
Por otra parte, es muy notable que esta doctrina, que en última instancia aparece como una técnica particular de dominación socio-nacional, encontrara un consenso perfecto en Francia, tanto en la derecha como en la izquierda.
En efecto, como escribe Alain Fenet, «se juzgó inmediatamente conforme al espíritu de la Revolución, porque, para los revolucionarios, sólo podía existir una única manera de administrar. Se calificó entonces de «liberal», ya que permitía reconocer a los habitantes de ultramar los mismos derechos que a los ciudadanos de la Francia metropolitana mediante el igualitarismo jurídico y beneficiarse de la ideología de los derechos humanos y ciudadanos consagrados en las leyes de la República. Por último, se beneficiaría de un elemento «progresista» debido a su proyecto de dar acceso a los habitantes de ultramar a las condiciones políticas, jurídicas y sociales creadas por el progreso de las sociedades europeas» (4).
En la práctica, sin embargo, el asimilacionismo encontró su propio límite en el hecho de que toleraba, incluso fomentaba, toda una serie de prácticas que se apartaban de sus principios. Creando así, en su interior, las condiciones de su propio declive y allanando el camino para la descolonización.
El fin del colonialismo, precisamente, y con demasiada frecuencia olvidamos mencionarlo, marcó el fracaso de una globalización unilateral y de una concepción universalista del mundo. La descolonización, en efecto, no consistió en el levantamiento de una clase contra otra clase. Supuso el nacimiento y la afirmación de los pueblos deseosos de vivir su propia historia en sus propios términos. En este sentido, representa un acontecimiento crucial.
Es este movimiento el que, hoy en día, tiende a intensificarse en todo el mundo. Los pueblos como pueblos, como colectivos históricos que trascienden cualquier otra categoría, se están levantando. Los pueblos quieren determinar su propio destino. Quieren reclamar su identidad y tomar las riendas de su destino. En lugar de ser objetos de la historia de otros, pretenden ser artífices y sujetos de su propia historia. Repitámoslo: no se trata de luchas de clases, sino de levantamientos populares y nacionales contra todo lo que oprime a los pueblos en general.
Debemos llevar hasta sus últimas consecuencias las ideas de este movimiento. En particular debemos sistematizar el concepto de «colonización», porque no debe usarse únicamente para referirse a los países del Tercer Mundo o a las antiguas colonias. Debe reexaminarse a la luz de las nuevas experiencias históricas. En efecto, existen otras formas de colonización que la política y la militar. Hoy uno puede ser conquistado – y colonizado – sin disparar un solo tiro. Incluso se puede ser colonizado sin darse cuenta. Se puede ser colonizado económica, cultural, ideológica, religiosa o espiritualmente. Y estas nuevas formas de conquista, potencialmente seductoras, potencialmente «transparentes», son incluso mucho más peligrosas. Diremos que la verdadera descolonización es la descolonización total. Yo añadiría incluso que es una descolonización recíproca.
No olvidemos, por otra parte, que Europa, antes de ser colonizadora, fue ella misma también colonizadora y exportó su ideología occidentalocéntrica y el mensaje bíblico únicamente después de habérselo impuesto a sí misma. Sabemos cuánto se esforzó Herder en su Otra filosofía de la historia (1773) por conciliar su cristianismo con su exaltación de los genios nacionales, defendiendo, no sin razón, una «forma moderna de politeísmo» que le lleva, entre otras cosas, a condenar la evangelización cristiana, el etnocentrismo misionero y la naciente colonización…
¿Qué es el derecho a la autodeterminación? Es, ante todo, el derecho a expresar la voluntad de ser independiente. Sin embargo, la independencia forma un todo. Ser políticamente independiente y no serlo económica, cultural o ideológicamente no es ser independiente. También plantea la conciencia de su ser profundo por parte de los pueblos como un derecho fundamental: «No se puede», subraya Guy Michaud, «hablar del derecho de un pueblo a la autodeterminación, o incluso de la reivindicación de autodeterminarse, sin que exista previamente una conciencia de su identidad» (5).
Es notable a este respecto que una organización como las Naciones Unidas se haya negado siempre a sistematizar la descolonización. La noción de «colonización» prácticamente se ha reservado para justificar la emancipación de los países del Tercer Mundo sometidos a la tutela político-administrativa europea. No ha jugado a favor de los países del campo socialista. No ha jugado a favor de los países sometidos a la influencia económico-cultural norteamericana. Tampoco ha jugado a favor de las reivindicaciones autonomistas y regionalistas en Europa (6). También se observa que se ha negado la reivindicación de autodeterminación al pueblo alemán, ya que hubiera implicado una reunificación que ninguna superpotencia desea. Incluso dentro de los organismos internacionales, vemos ahora cómo surge la idea de que la autodeterminación no se extiende a la elección del régimen o que no se extiende a la propiedad de la riqueza y los recursos naturales.
Por último, hay que observar que la condena, en nombre de la conciencia universal, de tal o cual régimen político está en contradicción directa con la afirmación de que los pueblos, al tener derecho a la autodeterminación, también tienen derecho a determinar por sí mismos su estatuto político y social.
Por su parte, los antiguos intelectuales del Tercer Mundo, antaño fascinados por las guerras de independencia y los levantamientos nacionales, tienden cada vez más a convertirse, detrás del imperialismo estadounidense que ayer denunciaban, a la ideología de los derechos humanos y del evangelismo universal. Al designar a Estados Unidos como el mal menor tras la guerra, Camus había preparado el terreno. La «izquierda americana» se precipitó a seguir esta línea. Hoy es Jean Cau quien celebra la memoria del «Che» Guevara, mientras que la intelectualidad, hace sólo unos meses, denunciaba el «nacionalismo» del partido comunista y le hacía ojitos a Jimmy Carter.
Una evolución similar se ha producido en el terreno de las ideas. No hace tanto tiempo, los ideólogos igualitarios, deseosos de combatir la idea de una naturaleza hereditaria o constitucional del hombre, no dudaban en subrayar la importancia de la cultura y de la conciencia histórica, que, efectivamente, forman parte de la especificidad humana.
Desde entonces, se han dado cuenta de que el «culturalismo» no conduce a lo uno, sino todo lo contrario; que las culturas, lejos de eliminar las diferencias, sólo las elevan a un nivel superior y que esta pluralidad de culturas no es más una «etapa» hacia el Estado mundial igual que el politeísmo es una «etapa» hacia el monoteísmo. Por eso, a partir de ahora, atacan a las propias culturas, afirmando, con Guy Scarpetta, que «la noción misma de cultura popular arraigada debe tomarse con pinzas» y que hay que luchar contra el «aparato ideológico del arraigo» gracias a la «conjunción decisiva del monoteísmo y del desarraigo cosmopolita» (7).
Así, llegamos naturalmente al tema de la «muerte del hombre», es decir, a una concepción del hombre fundada en la nada. Y de hecho, los mismos ideólogos igualitarios, acorralados, nos confiesan ahora que el «hombre» que defienden no es más que un concepto operativo, una idea mesiánica destinada a la interpelación negativa de la realidad; que el hombre en sí mismo, como escribe ingenuamente Guy Lardreau, no es más que «lo que postulo si quiero construir un concepto de conexión tal que incluya algo que escapa a la conexión» (8). Lo que equivale a decir que afirmar lo que no existe sigue siendo la mejor manera de suprimir lo que existe.
Sin duda, a la luz de esta evolución, habría que releer las páginas que Marx, en El Manifiesto Comunista, dedica al papel eminentemente revolucionario de la burguesía. Históricamente, es con el auge de los valores burgueses cuando se produce un cambio significativo en el pensamiento europeo: surge una ideología que ya no busca transformar los lazos sociales ni renovar el sentimiento de pertenencia. En su lugar, esta ideología aboga por cortar las conexiones, borrar las diferencias culturales e históricos y disolver los lazos comunitarios.
Sin embargo, lo que Marx no había previsto era que, en lugar de que la revolución burguesa condujera al socialismo, es, por el contrario, el socialismo el que se ha aburguesado. El internacionalismo marxista, que aspiraba a un gobierno universal basado en la internacionalización de los medios de producción, ha muerto. Incluso nació muerto. El ideal cosmopolita, en cambio, sigue muy vivo. Podemos observar que es el liberalismo, y no el marxismo, el que está provocando activamente este cambio. La destrucción de culturas profundamente arraigadas está siendo lograda con mayor eficacia por las corporaciones multinacionales que por los seguidores de Marx, que han cambiado su enfoque hacia un ideal superficial de «vivir mejor». Este ideal, caracterizado por la permisividad, es una versión diluida de la mentalidad pequeñoburguesa.
La cuestión fundamental que se plantea hoy, relativa a la causa de los pueblos, va mucho más allá de saber cómo acabar con el jacobinismo, cómo descentralizar y cómo respetar las diversidades locales. El problema ya no es una cuestión de fronteras, ni de autonomía administrativa, ni de dominación estatal. ¿De qué le sirve a un pueblo disfrutar de una independencia formal si va a seguir siendo alienado y colonizado en otros niveles? La verdadera cuestión que se plantea es: ¿cómo escapar a las garras de una sociedad fría y neoprimitiva, donde los microprocesos sociales dan la ilusión de un cambio? ¿Cómo resistir a las tendencias tecnomórficas que se expresan ahora? ¿Cómo luchar contra el Sistema?
La primera tarea política es identificar al enemigo. Pero ahora el enemigo no puede designarse de forma personal o localizada. No es culpa de Abraham, ni de Voltaire, ni de Rousseau. Ni siquiera es culpa de «la crisis». Ni siquiera es culpa del «poder». Dado el grado de complejidad y fluidez de las estructuras que caracteriza a las sociedades actuales, el «poder» está cada vez menos en sus lugares tradicionales; reside cada vez menos en el margen de decisión de los centros institucionales y gubernamentales. No se puede «designar» al enemigo. Sólo se puede dar una descripción del mismo.
Los fundamentos del Sistema son la idea de «progreso», la creencia en los poderes ilimitados de la razón (de los que la eficacia del mercado sería la mejor ilustración), la ilusión de una verdad exterior al hombre, la negación de la autonomía de la conciencia y, por último, la creencia en un «bien universal», donde el American way of life se extendería por todo el mundo, mientras que agentes impersonales, dotados de conocimientos técnicos avanzados, determinarían «científicamente» la toma de decisiones optima.
El resultado concreto de la implantación del Sistema es la consecuencia lógica del individualismo liberal: esa «cultura del narcisismo» tan bien descrita por Christopher Lasch (9) que combina el hedonismo de la pequeña felicidad con el ideal del nomadismo y el desarraigo. Es también el continuo empobrecimiento espiritual de la humanidad, la erosión de las culturas y la estandarización de los comportamientos. En casi todas partes, para luchar contra su posible desaparición, los pueblos deben convertirse en etnólogos de su propio futuro. En casi todas partes, los pueblos aculturados, asimilados y asesinados están desapareciendo, especialmente os pueblos que son incómodos, los pueblos que no son rentables a los ojos de esta ideología dominante, que lo tolera todo, pero no respeta nada, donde ya nada tiene valor, pero donde todo tiene un precio.
El enemigo ya no puede ser «designado» porque ahora las estructuras actúan por sí mismas. Las estructuras ahora se autorregulan, se autoproducen y se autoestandarizan. La confusión de los hombres y las cosas alcanza su punto álgido. Pronto, ya no habrá naciones; sólo habrá zonas. Ya no habrá culturas, sólo mercados. Ya no habrá posibilidades de acción histórica; sólo habrá libertades formales, tanto más fáciles de conceder cuanto que ya no producirán cambios, concedidas por esos liberales de los que Herder decía que sólo abolieron la esclavitud tras calcular que los esclavos producían menos que los hombres libres…
Los pueblos se encuentran ahora en permanente deriva hacia lo insignificante, la apariencia, el espectáculo inmediato, es decir, el vacío. Y la historia, que en última instancia no es más que el relato de su originalidad, también parece estar llegando a su fin.
Vivimos en un periodo de abolición del tiempo, o más exactamente, de abolición del tiempo histórico. Lo que mata a los pueblos, escribe Christopher Lasch, es el deshilachamiento de la sensación de que vivimos una continuidad histórica. En otras palabras, la pérdida de conciencia de su identidad, el olvido de sus orígenes y la incapacidad de situarse en una perspectiva, todo ello, escribe Raymond Ruyer, acentuado por «la reivindicación del derecho a perder el interés por la duración, por la supervivencia del pueblo al que se pertenece, y a vivir en la libertad del presente» (10). Los pueblos viven en el «presentismo», en la contemplación espectacular de un pasado folclorizado y congelado en los museos. En un «presentismo» que corrompe por sí mismo el sentimiento de pertenencia común, ya que, al no existir un proyecto a largo plazo al que puedan asociarse los miembros de la sociedad, cada uno de ellos tiene interés en maximizar sus exigencias inmediatas a costa de los demás.
Digámoslo claramente: no es cierto que exista, por un lado, un mundo socialista totalitario y, por otro, un «mundo libre» en forma de Disneylandia, del que la talasocracia estadounidense sería el líder natural. Se trata de una fábula, en la que el coco soviético sirve de coartada para el establecimiento de un no menos inquietante «nuevo orden interno».
Lo cierto es que existen dos formas distintas de totalitarismo, muy diferentes en su naturaleza y efectos, pero ambas igualmente formidables. La primera, en Oriente, encarcela, persigue y magulla los cuerpos; pero al menos deja intacta la esperanza. La otra, en Occidente, acaba creando robots felices que huelen al infierno y mata las almas. El sistema americano-céntrico genera una realidad en el que las personas, reducidas a un estado de neoprimitivismo, siguen caminos predeterminados dentro de un mundo lleno de objetos. En este mundo, los signos ya no se corresponden con la realidad, sino que simplemente interactúan entre sí, creando un bucle cerrado de significados. Mientras tanto, las propias personas se ven reducidas a objetos, constantemente controlados por la mirada impasible de las cámaras de vigilancia del hipermercado global.
Entre Oriente y Occidente se encuentra Europa. Una Europa dividida a lo largo de su eje central, rota a ambos lados por ese montón de alambre de espino y hormigón llamado Muro de Berlín. Este muro que es a la vez el símbolo de nuestra hemiplejía, la representación de nuestro abatimiento y el punto de cristalización de la neurosis alemana (11) y europea.
El 25 de mayo de 1930, Jacques Bainville escribía: «La última forma de americanización sería cotizar en bolsa las acciones de la empresa Francia». Hoy es Jean-Paul Dollé quien observa que la Unión Soviética y Estados Unidos «encarnan, en una aparente oposición, el reverso y el sueño – convertido en pesadilla – de la racionalidad de la Ilustración». Y que «lo que otros pueblos viven como historia, es decir como destino, los estadounidenses lo perciben como subdesarrollo» (12).
Cuando Nicos Poulantzas afirmó que «el capital marcha hacia la nación» (13) llevaba cincuenta años de retraso. Hoy, el capital «marcha» hacia la erosión de las identidades colectivas y las especificidades nacionales. Marcha hacia un mercado global guiado por el laissez-faire y la laxitud. Marcha hacia la multinacional.
Y, sin embargo, hay momentos en que las posesiones ya no importan. Para los soldados que luchan en el frente, el dinero no tiene valor. Y es precisamente en una guerra donde nos encontramos. Una guerra en la que están en juego el futuro histórico y el destino de los pueblos, una guerra cuyo resultado es la causa de los pueblos.
¿Qué es lo que está en juego? Se trata de defender el valor de todas las épocas contra la concepción lineal de la historia y el mito del progreso. De defender el valor de todas las culturas frente al Sistema global que las está erosionando. De hacer converger el pasado, el presente y el futuro hacia el punto focal donde de nuevo es posible hacer historia. Despertar en los pueblos una mayor conciencia de su identidad y de sus orígenes. Para fundar la solidaridad y la justicia social en un sentimiento de pertenencia común y en la voluntad de un destino compartido. De promover todas las formas de arraigo, no sólo geográfico sino también, y quizás especialmente, espiritual, cultural e histórico. Desarrollar una estrategia de resistencia cultural. Por último, oponer la uniformización de los modos de vida y de pensamiento a la diversidad siempre renovada de las creaciones humanas.
No somos partidarios de volver atrás. Queremos la modernidad. Pero, ¿no está muriendo también la propia modernidad? Hoy, escribe Jean Baudrillard, ya nada es moderno: todo es actual. Y ahí reside la tragedia. Vivir sólo en la corriente, disociar el presente del pasado, es desheredar el futuro y matar la modernidad. Sin embargo, la novedad sin raíces no puede, por definición, ser nueva. Es para preservar la posibilidad misma de la modernidad por lo que abogamos por el arraigo espiritual.
La lucha que ha comenzado no tiene nada que ver con el enfrentamiento entre derecha e izquierda, con la dialéctica Oriente-Occidente y con el conflicto Norte-Sur. Es la lucha entre los pueblos y el Sistema. Es la lucha por la causa de los pueblos. Es también y, en definitiva, la lucha de la vida como pluralidad siempre cambiante, contra la regresión igualitaria, contra el despotismo y el totalitarismo, contra la amnesia programada y el fin de la historia. Es la lucha contra la muerte.
Para concluir, citaré un poema de Padraig Pearse, uno de los insurgentes del levantamiento irlandés de Pascua de 1916:
Oh sabios, adivinadme esto: ¿y si el sueño se hace realidad?
¿Y si el sueño se hace realidad? ¿Y si millones de nonatos morarán
en la casa que formé en mi corazón, la noble casa de mi pensamiento?
Señor, he apostado mi alma, he apostado las vidas de mis parientes
por la verdad de tu terrible palabra. No recuerdes mis fracasos,
Pero recuerda esta mi fe
Y así hablo.
Sí, antes de que pase mi calurosa juventud, hablo a mi pueblo y digo:
Seréis necios como yo; os dispersaréis, no os salvaréis;
Lo arriesgaréis todo, no sea que perdáis lo que es más que todo;
Pediréis un milagro, tomando a Cristo por su palabra.
Y por esto responderé, oh pueblo, responderé aquí y en adelante,
Oh pueblo que he amado, ¿no responderemos juntos?
Notas:
1. Nota del editor: G.R.E.C.E. (Groupement de Recherche et d'Études pour la Civilisation Européenne, o «Grupo de Investigación y Estudios para la Civilización Europea») es un grupo de reflexión francés fundado en 1968 por Alain de Benoist y otros intelectuales asociados al movimiento de la Nueva Derecha (Nouvelle Droite). Su objetivo es promover la preservación de la identidad cultural europea y critica la influencia del liberalismo, el igualitarismo y el dominio cultural estadounidense.
2. La Croix, 5 May 1981. Ver también Jean Bernard, “Identité et biologie”, en La Nef, 4, Tallan dier, 1981, 7-15.
3. “Lettre aux Juifs d’URSS sur la culture de l’opprimé”, en La Nef, op. cit.
4. “Assimilation politique et réalité juridique dans la politique coloniale française”, en Pluriel, 11, 1979, 48.
5. “Droit à l'autodétermination et pouvoir politique”, en L’Europe en formation, March-April 1981, 65.
6.Sobre esta cuestión Guy Héraud, “Modèle pour une application générale du droit d'autodétermination”, en L’Europe en formation, March-April 1981, 96-118.
7. Éloge du cosmopolitisme, Grasset, 1981.
8. “L’universel et la différence,” en La Nef, op. cit., 84.
9. The Culture of Narcissism, 1979.
10. Le sceptique résolu, Laffont, 1979.
11. See Armin Mohler and Anton Peisl (eds.), Die deutsche Neurose, Ullstein, Berlin, 1980.
12. Danser aujourd’hui, Grasset, 1981.
13. L’État, le pouvoir, le socialisme, PVF, 1978, p. 109.
Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera