Entre definir enemigo y reconstruir prestigio: el complejo reto de Clinton o Trump
Definir con precisión al enemigo que amenaza no solo el estilo de vida, sino la misma supervivencia de la nación estadounidense siempre ha sido la clave de bóveda para todo aquel candidato que aspire conducir el destino de la principal potencia del mundo. Definido el mismo, el planteamiento de una estrategia para hacerlo frente y neutralizarlo prácticamente asegura la victoria demócrata o republicana.
Desde estos términos, la incertidumbre sobre quién será el próximo presidente de Estados Unidos cuando faltan menos de cincuenta días para las elecciones obedece, en buena medida, a que ninguno de los dos ha precisado con contundencia quién o qué amenaza al país.
Es cierto que las cuestiones de orden interno, es decir, la economía y el aumento de la desigualdad social concentran la atención de los estadounidenses; sin embargo, cada vez que los políticos supieron relacionar lo externo con lo interno en términos de exigencia de esfuerzos de capacidades nacionales, la ciudadanía fue estimulada y terminó acompañando al líder.
Ello ha sucedido no sólo frente a una amenaza de naturaleza estatal como lo fue la Unión Soviética desde 1945, cuando el país se encontró “Present at the Creation”, como muy bien lo supo ver Dean Acheson, sino cuando no existía un estado que retara la supremacía estadounidense sino que la liberación de energías de esa nación, “Our Country”, para usar el título de la influyente obra de Josiah Strong, parecía ser lo que un extraviado mundo necesitaba hacia fines del siglo XIX, cuando Estados Unidos marchaba “de la riqueza al poder”.
En otros casos, el consenso otorgado al candidato estuvo relacionado con promesas de “sacar” al país de guerras, como sucedió con Nixon, o con devolver al país el vigor y el liderazgo perdidos, como ocurrió con Reagan. Pero se trata de casos que se enmarcan en el contexto de una pugna bipolar que “simplificó” la política externa estadounidense como así el mismo voto del ciudadano.
El último presidente de tiempos de Guerra Fría, George H. Bush, contó con los últimos años del conflicto y, finalmente, con la victoria sobre la URSS, la victoria del “capitalismo neoamericano” y la victoria frente a Irak. Sin embargo, los republicanos no contaron con el respaldo en las elecciones para otro mandato, las que retornaron a la Casa Blanca a un hombre del Partido Demócrata.
William Clinton al frente de la superpotencia se encontró ante un desafío estratégicamente inédito y mayor: el país carecía de enemigo (en este sentido, como bien sostuvo un experto ruso “Estados Unidos sufrió un daño terrible por parte de los rusos que lo privaron del enemigo”). Sin embargo, el nuevo mandatario trocó geopolítica por geoeconomía, lideró la globalización, captó mercados por todo el mundo, disminuyó el índice de pobreza interna (que había sido una de las hipótesis de conflicto de Estados Unidos), superó el déficit fiscal y, finalmente, fue reelegido. Clinton probó que era posible para la “superpotencia solitaria”, como la denominó Huntington, “seguir viviendo” sin el desafío soviético.
El retorno de los republicanos pronto pareció hallar una baza mayor en materia de retos externos: el terrorismo transnacional, que, como mayor demostración de proyección global de acción y poder, había logrado impactar letalmente en el propio espacio nacional estadounidense, el más protegido del mundo.
El terrorismo fue sin duda un reto que galvanizó a la sociedad estadounidense y, por vez primera en su historia, creó en ella lo que Brzezinski denominó una “mentalidad de asedio”. En parte por su accionar global, con el tiempo el terrorismo como “amenaza a la nación” fue perdiendo algo de fuerza, y la misma lucha estadounidense, sin victorias contundentes contra el fenómeno, resultó desgastante y frustrante para el país.
La llegada de Obama no obedeció tanto al marco externo, si bien es cierto que había que disminuir la prepotencia internacional, sino a un cambio hacia adentro. De hecho, casi al final de sus dos años de mandato resulta complejo precisar cuál ha sido la directriz de política externa; y, en gran medida, ello se debe a que, más allá del terrorismo, los retos destacados han sido no solo poco convincentes como verdaderos retos, sino que las medidas para afrontarlos acabaron siendo contraproducentes por “anti-geopolíticos”; concretamente, Rusia y la ampliación indefinida de la OTAN. Por ello, durante la gestión de Obama el país ha visto afectado su prestigio internacional, precisamente lo que el mandatario demócrata deseaba revitalizar.
Hillary Clinton y Donald Trump se encontraron con el problema de definir de modo contundente al “enemigo de Estados Unidos”. La primera ha sido continuista, es decir, no se ha pronunciado demasiado sobre nuevos rumbos de la política exterior en caso de ser ella la elegida. Terrorismo, Rusia, China, OTAN, etc., seguirán siendo los referentes, tanto como temas como en “tratamiento”. En estos términos, la sociedad, más allá de su apatía internacional, ha registrado muy poco o nada que la “aglutine”.
Por su parte, Trump ha señalado (sin ambages) la amenaza en el interior del país: los inmigrantes amenazan el mismo estilo de vida estadounidense. Por tanto, neutralizar esa amenaza es lo que se debe hacer para, posteriormente, volcarse a la recuperación de lo que la nación ha descuidado o perdido: nacionalismo, dogma, prestigio, seguridad, deferencia, etc. Hacia fuera, algo que merece destacarse, Trump ha mostrado (a manera de novedad) cierta sensatez geopolítica, sobre todo en relación con una OTAN que ha extraviado sus coordenadas estratégicas, como así con su imprudente “Drang nach Osten”.
Por tanto, con diferente tono y propuesta ambos candidatos han concentrado sus agendas hacia las cuestiones internas del país. Pero en materia exterior, ninguno de los dos ha logrado definir con precisión el reto mayor que, como ha sucedido en otras etapas de la historia del país, logre afirmar la adhesión y el acompañamiento de la nación. Quizá porque es tiempo de introspección nacional (un “lugar” cada vez más habitual en el incierto mundo de hoy) y el país necesite enfocarse en sus problemas socio-económicos.
No obstante esta necesidad, la próxima dirigencia estadounidense deberá reflexionar sobre aquellas cuestiones externas que han arrastrado a Estados Unidos hacia el desatino y el desprestigio, y a buena parte del mundo a sufrir más sus secuelas que sus consecuencias.
Por ello, acaso el desafío para el candidato que logre la victoria no pasa tanto por la definición del “enemigo” sino por la entrega con denuedo para que el país vuelva a ser aquel que en su “mejor hora” supo aportar al mundo los necesarios “bienes públicos internacionales”. Un desafío que parece muy elevado para ambos candidatos.
Dr. Alberto Hutschenreuter es Director de Equilibrium Global y analista Internacional. Autor de Política Exterior de Rusia – Humillación & Reparación, o La Gran Perturbación – Política entre Estados en el Siglo XXI.