El espectro sangriento de una presidencia de Clinton se cierne sobre la escena mundial

09.08.2016

El verano de 2016 está demostrando ser decisivo tanto en los Estados Unidos como en el resto del mundo. Las largas sombras actualmente proyectadas contra el muro de la historia pronto se transformarán en su forma completa el próximo noviembre, cuando la contienda presidencial se decida finalmente. Siendo la más larga y siniestra el ascenso de Hillary Clinton al cargo de Presidente de los Estados Unidos de América.

La mayoría de los estadounidenses son instintivamente conscientes de ello, y es este instinto el que ha hecho que los porcentajes desfavorables a Hillary Clinton se eleven a niveles históricos. Esta aversión anti-Clinton nace tanto de la experiencia como de la intuición, ya que los estadounidenses tienen vivo el recuerdo de la presidencia de su marido y asumen, con razón, que una segunda presidencia Clinton repetiría todos los vicios de la primera, pero sin ninguna de sus virtudes.

De hecho, la década de 1990 todavía ocupa un lugar preponderante en la imaginación de la mayoría de los seguidores de Clinton. Los años 90 representan una época de relativa prosperidad económica y de dominio geopolítico en el imaginario colectivo estadounidense. Las relaciones raciales, aunque inflamadas brevemente durante los disturbios de Los Ángeles de 1992, se mantuvieron relativamente plácidas para los estándares de la historia de EE.UU., y con la caída de la URSS, los Estados Unidos se convirtieron en una incuestionable hegemón global. Un hegemón que poseía libertad perfecta para golpear a sus enemigos, tanto reales como imaginarios, con casi total impunidad a través del globo. Como los pueblos de Serbia e Irak aprendieron, demasiado bien, a través de una experiencia horrible. En este sentido, al menos, los años 90 fueron buenos tiempos para los Clinton y sus compañeros de viaje neo-liberales. Quienes se habían convencido a sí mismos, junto con gran parte de la población de los Estados Unidos, de que habían entrado finalmente en el profetizado "fin de la historia" de Francis Fukuyama.

Aunque Donald Trump promete "hacer grande a Estados Unidos de nuevo" su retórica recuerda, no los amados 90 de los Clinton, sino más bien la década de 1953-1963, el tiempo entre la guerra de Corea y el asesinato de John F. Kennedy. Una era de prosperidad de la clase media y de expansión industrial, cuando el bien pagado trabajo industrial permitió a los trabajadores no cualificados alcanzar el "sueño americano" de tranquilidad y confort económico suburbano. Una era de baja criminalidad y un objetivo común. Una época en la que un presidente amado soñaba por primera vez con un hombre en la luna, y las portadas de las revistas como Popular Mechanics exhibían grandes visiones de un futuro dominado por las maravillas y las comodidades de la tecnología estadounidense. Aunque, por supuesto, profundamente materialista y filistea en su naturaleza (y por tanto, genuinamente norteamericana), es una visión que sigue siendo muy distinta de las visiones violentas, patológicas, soñadas por los Clinton y sus asociados.

En contraste con la mirada hacia adentro, con la síntesis populista-nacionalista de Trump, Clinton ofrece a los estadounidenses lo que es quizás la más completa pura versión del neoliberalismo, todavía presentado dentro de un escenario político nacional. Y que consiste tanto en un apoyo sin complejos a la explotación capitalista internacional del trabajo, como en una dedicación virulenta a la continuidad del predominio geopolítico unipolar del floreciente imperio de los Estados Unidos. Su objetivo explícito no es simplemente permitir que sus propios ciudadanos vivan una buena vida de hedonismo sin inhibiciones, sin raíces (el American Dream), sino también imponer este concepto de "la buena vida" al resto del mundo.

Este programa universal, imperialista, de explotación y dominación es el objetivo explícito de la ideología del neoliberalismo, cuya causa parecerá aún más urgente a una Hillary Clinton recién elegida y poderosa. Ella entonces tendrá que enfrentar la realidad de un país dividido en casa, y de un orden mundial neoliberal que declina rápidamente en el extranjero. Ya que Rusia, China, Irán y otros, comienzan a empujar contra el reino del imperialismo cultural conducido por los EE.UU..

Una más cautelosa presidencia Trump probablemente abordaría la situación con una buena dosis de pragmatismo, dejando que el momento de hegemonía unipolar de los Estados Unidos se desvanezca de forma natural, según el mundo se desplaza lentamente hacia un más orgánico y sostenible estado de multipolaridad.

Por supuesto, no puede decirse lo mismo, sin embargo, para el camino que llevaría una potencial administración Clinton. Clinton no tendrá más remedio que desperdiciar todas sus energías detrás de una estridente defensa de último recurso del Imperio americano, tanto en sus manifestaciones físicas, culturales, como psicológicas.

Aunque ridiculizada por sus detractores como un peligroso halcón impulsado por la ideología en la política exterior, y elogiada por sus devotos como una mano estable y experimentada que posee considerable perspicacia analítica, la verdad es que, en realidad, ambas evaluaciones son correctas. Es importante tener en cuenta, sin embargo, que para Hillary Clinton ésta última actúa simplemente como un barniz para la primera. Su visión estratégica, por potente que sea, permanece simplemente al servicio de las poderosas fuerzas ctónicas que impulsan su dañada psique. A pesar de las apariencias en contrario, en su más pura esencia, sigue siendo una verdadera fanática.

Cuando uno mira hacia atrás la trayectoria de su carrera política, no es difícil percibir ésta como una serie de movimientos cuidadosamente calculados que servían sólo para acercarla continuamente un poco más cerca de capturar la presidencia y el poder último que ofrece. Si bien esto no es exactamente un análisis original, todavía es sorprendente e instructivo contemplar la longitud verdaderamente extraña, y la magnitud de la ambición que le ha impulsado hasta aquí. El galanteo de su marido, que se ha convertido en una leyenda en los Estados Unidos y se ha traducido en al menos una reclamación grave de asalto sexual, era, obviamente, conocido por ella desde el principio de su relación. Su aparente ambivalencia (si no la abierta aprobación) con respecto al comportamiento de su marido, es igualmente un secreto a voces y ha contribuido, al menos en parte, a los constantes rumores con respecto a su potencial homosexualidad.

Independientemente de estos rumores, es del todo justo afirmar que Clinton, independientemente de si ella es lesbiana practicante, es al menos una funcional. Su personaje proyectado, desde los trajes de pantalón andróginos a su abierto desprecio hacia los papeles femeninos tradicionales de esposa y madre, junto con una devoción fanática a la causa de los "derechos humanos" universales LGBT, es una emulación casi exacta de la estética y sensibilidad de una lesbiana machorra. Se trata de una imitación directa de las concepciones occidentales de la masculinidad corporativa reconceptualizadas a través de la casa de los espejos de la ideología feminista de 1970. Esto es ese lesbianismo críptico, que sirve como andamiaje ideológico primario para el pensamiento y la acción de Clinton. Una ideología que es impulsada casi exclusivamente por un profundo resentimiento hacia todos aquellos que no vienen a confirmar sus principios.

Este es el resentimiento que sirve de motivación para todos sus esfuerzos, tanto en el pasado como en el futuro. Una vez que Clinton se asegure los plenos poderes de la presidencia de EE.UU., tendrá entonces la última herramienta con la que hacer la guerra contra los que percibe como sus torturadores, es decir, todos aquellos que no afirman de buen grado sus particularmente desviadas inclinaciones ideológicas.

Esta campaña de venganza será librada en dos frentes separados, uno exterior y otro doméstico, y buscará un sometimiento absoluto o la erradicación de sus supuestos enemigos.

En el frente exterior, Clinton buscará de inmediato restablecer el dominio de EE.UU. sobre las tres regiones principales del conflicto geopolítico moderno: el Gran Oriente Medio, el Mar del Sur de China, y Europa, con un enfoque especial en someter a la Federación de Rusia

La primera acción que debe adoptar un futuro gobierno de Clinton será un reinicio inmediato de la política de EE.UU. en Siria. Esta intención ya se ha expresado y publicitado de forma explícita en la prensa internacional, y marcará una ruptura con el enfoque previo, más pragmático, de la administración Obama. Siria fue una guerra en la que Obama nunca estuvo particularmente interesado, ​​y en la que se implicó sólo después de una intensa presión de sus asesores (por ejemplo, la entonces Secretaria de Estado, Hillary Clinton, y Victoria Nuland). Aunque Obama, por supuesto, hubiera favorecido una solución que diese lugar a la sustitución de Assad por un régimen títere maleable que fuera amigo de las ambiciones estadounidenses y sionistas en la región. Sus mejores instintos lo llevaron a evitar el enfoque anti-Assad más extremo, defendido por los miembros de la línea más dura de su gabinete.

La estratagema de Clinton será directamente la inversa del enfoque más tolerante de Obama hacia Assad. Para Clinton, destruir a Assad, y por extensión, a los millones de inocentes que su gobierno protege contra el terrorismo yihadista, representa una triple oportunidad. Permitiéndole lograr un golpe directo simultáneamente contra los intereses iraníes y rusos en la región, a la vez que apaciguar a sus partidarios sionistas. Por lo tanto, esto se convertirá en una prioridad inmediata para su administración.

Lo más probable es que esta política tome la forma de un diluvio de armamentos avanzados a los islamistas sirios actualmente en guerra con el gobierno de Assad, incluyendo potencialmente a Jabhat Al Nusra, cuya reciente separación de Al-Qaeda probablemente hará que sea un tentador aliado potencial en la nueva cruzada contra Assad.

Además de este nuevo flujo de armas, se intentará establecer una "zona de exclusión aérea" sobre Siria, con el propósito expreso de denigrar la capacidad del gobierno sirio para defender a su pueblo de los terroristas islamistas. Cómo se logrará esto todavía no está claro, ya que con la presencia de los militares rusos se presenta como un reto especialmente difícil. Sin embargo, una provocación de EE.UU. buscando una guerra abierta no está del todo fuera de la cuestión. Sobre todo porque un gobierno de Clinton puede ver a Siria como un teatro que, dada la superioridad de EE.UU. en la proyección de poder, permitiría potencialmente una victoria aparentemente fácil sobre las fuerzas rusas y sirias.

Todo dependerá de las acciones del gobierno ruso, ya sea que decida redoblar la apuesta sobre su aliado, o rendirse a la intimidación de EE.UU., así como también la disposición de Turquía. En este sentido, el reciente intento de golpe de estado puede servir como una bendición disfrazada, ya que es bien sabido que, si no explícitamente planeado por la CIA, el intento de golpe fue por lo menos tácitamente aprobado por el gobierno de Obama. Estos factores tendrán un gran peso en la mente del presidente Erdogan, siempre y cuando se haga una solicitud para utilizar las bases aéreas turcas para hacer cumplir una zona de exclusión aérea en Siria.

El segundo teatro, que servirá como prioridad a medio plazo, será un nuevo intento de aislar aún más y debilitar a la Federación Rusa. Esto implicará dos nuevos despliegues de fuerzas y equipos militares estadounidenses, tanto en los estados del Báltico como en el este de Ucrania. Todo el peso del poder de EE.UU. será utilizado para reavivar un conflicto en la región del Donbass, que se justificará bajo el pretexto de restaurar la "integridad territorial" de la Junta de Ucrania. Esto permitirá a los EE.UU. continuar con su cerco a Rusia, a la vez que el sangrado de los recursos. Esto hará a Rusia, eso esperan los EE.UU., más vulnerable a largo plazo a un cambio de régimen hostil, financiado por EE.UU., que será llevado a cabo por la Quinta Columna atlantista dentro de Rusia.

El tercer teatro, que servirá como prioridad a largo plazo, será intentar contener a China respecto a hacer valer su soberanía en el Mar del Sur de China y la isla de Taiwán. Esta será, con mucho, la más difícil tarea a la que hará frente una potencial administración Clinton. China poseerá una clara ventaja militar sobre las fuerzas de Estados Unidos en la región, debido a sus avanzadas capacidades anti-aéreas, que le permitirán neutralizar de manera efectiva la principal herramienta de proyección de poder EE.UU.: el portaaviones. El curso exacto que tomaría un gobierno de Clinton en un posible enfrentamiento con China todavía no está claro, pero dadas sus tendencias pasadas, no sería exagerado asumir una elección por la confrontación antes que por el acuerdo.

Las políticas internas de Clinton serán igualmente imprudentes y agresivas. Se centrarán principalmente en acabar con cualquier disidencia a su dominio, ya sea a la izquierda o a la derecha. Esto no debería ser una tarea difícil, ya que la gran mayoría de las élites de los medios de comunicación en Estados Unidos son partidarios abiertos de su ideología. Estas élites estarán en un estado particularmente malhumorado después de las elecciones, ya que han llegado a considerar a Trump, y especialmente a sus seguidores, como una amenaza mortal para la continuidad de su hegemonía. Una victoria de Clinton les daría entonces el pretexto que necesitan para comenzar a castigar y marginar al electorado de Trump, al que tan profundamente desprecian.

Esto implicará no sólo purgas formales de periodistas y académicos (lo que ya se ha convertido en algo habitual en los EE.UU.), sino también un nuevo impulso para socavar aún más lo que queda de la clase media norteamericana, así como la continuación en la promoción de la intrínsecamente violenta ideología LGBT sobre los niños de norteamérica.

No hace falta decir que los disidentes sufrirán mucho bajo un régimen de Clinton. Aquellos que se oponen a las acciones más agresivas de los Estados Unidos en todo el mundo serán tratados como rayanos en la traición. Otros que se oponen a la normalización de la sodomía y de otras desviaciones relacionadas, tales como el transgénero, serán etiquetados como intolerantes y sufrirán consecuencias económicas, ya que serán obligados a abandonar sus puestos de trabajo con el pretexto de crear "entornos de trabajo seguros".

La exención de impuestos para las escuelas de afiliación religiosa y las organizaciones sin fines de lucro puede revocarse si están en desacuerdo en adherirse a las leyes contra la discriminación que requerirán la afirmación de la ideología LGBT.

Los efectos más transformadores se harán sentir en el nivel de la educación, ya que se promulgarán nuevas normas (que ya se están aplicando en muchos municipios) en todo el país. Desde el nivel de jardín de infancia en adelante, se requerirá que los niños sean sometidos a un adoctrinamiento a fondo, tanto sobre la legitimidad de las estructuras de "familia" sodomitas, como sobre la "realidad" del concepto de incertidumbre de género. El impulso a la normalización del transgénero entre los niños ya está en aumento en los Estados Unidos, con la aprobación tácita del gobierno de Obama. Esto continuará y se acelerará mucho bajo la presidencia de Clinton, comenzando el proceso con niños tan jóvenes como los que tienen 8 años de edad. La mutilación genital de los niños se convertirá en una parte normal de la vida bajo el gobierno de Clinton en la Nortemérica del siglo XXI.

Los pogromos ideológicos dictados sobre la población estadounidense servirán también como pretexto para las ambiciones geopolíticas de Clinton. La teoría LGBT se convertirá en la exportación ideológica principal de los Estados Unidos en el siglo XXI, más aún que en la actualidad.

Como remarcó el vicepresidente de los EE.UU., Joe Biden, a un grupo de activistas de los derechos sodomitas en una reunión de 2014: "No me importa cuál es su cultura... la inhumanidad es la inhumanidad, es la inhumanidad. El prejuicio es el prejuicio, es el prejuicio ... hay un precio a pagar por ser inhumano". El mensaje no podía haber sido más claro: someterse a los programas sociales degenerados del Imperio estadounidense, o estar dispuestos a pagar el precio.

No es casualidad entonces que la adopción por parte de la Federación Rusa de leyes destinadas a prevenir la propagación de la propaganda sodomita dentro de sus propias fronteras soberanas, fuera recibida con tal fanatismo estridente desde el Departamento de Estado de EE.UU.. No es en absoluto descabellado intuir que este solo hecho provocara que la administración de Obama cambiara su percepción global de Rusia. Desde la de un rival amistoso que podría ser "administrado" y con el que potencialmente trabajar en cuestiones geopolíticas importantes, a la de un enemigo mortal que ha de ser destruido a toda prisa y con vigor.

De hecho, Clinton incluso se jactó en una entrevista de que había "acabado a gritos con altos funcionarios rusos" respecto a las leyes, y declaró que algunos países "sólo tienen que ser traídos" al tema. Puesto bajo cualquier tipo de perspectiva histórica, este es un comportamiento verdaderamente extraño para el máximo diplomático de una nación, sobre todo en lo que respecta a una preocupación tan aparentemente trivial. Este comportamiento sólo puede explicarse suponiendo que ella tiene una profunda e irracional inversión en el tema.

Nigeria, Irán y Arabia Saudita, así como varios países de Asia y África, tienen leyes relativas a los homosexuales que son mucho más draconianas que las más permisivas de Rusia. Rusia sigue siendo sistemáticamente identificada como una peligrosa guarida de intolerancia y de atraso por los diversos medios de propaganda del Imperio neoliberal.

Esto puede parecer desconcertante al principio hasta que uno reconoce el profundo simbolismo contenido en la postura de Rusia. Al elegir adherirse a la moral tradicional de la cristiandad histórica, se presenta como una alternativa de civilización directa al modelo atlantista. Su ejemplo es particularmente potente, debido a la condición de Rusia como potencia históricamente tanto europea como cristiana, de una manera que, simplemente, los países africanos, de Oriente Medio o Asia oriental no son. Es por esto que las acciones de Rusia son vistas como tan profundamente peligrosas para el orden atlantista, ya que es el único de los actores mundiales capaz de proporcionar una alternativa civilizacional al neoliberalismo que pueda resonar en los disidentes simpatizantes en Occidente.

Es por esta razón que el acto de desafío abierto de Rusia se percibe en Washington nada menos que como un acto de violencia directo contra el orden atlantista. Porque en un mundo donde, como Clinton afirmó en su discurso de 2011, "los derechos de los homosexuales son derechos humanos y los derechos humanos son derechos de los homosexuales", la existencia misma de Rusia se convierte en una amenaza existencial inaceptable para el Imperio globalista.

Si Clinton triunfa en las elecciones de noviembre, como parece muy posible, el mundo se convertirá en un lugar increíblemente peligroso para todos los que se opongan a sus designios de dominación global. La coronación de Clinton señalará el inicio de una nueva era de sangre, el terror e intimidación que sólo puede terminar, ya sea en la victoria completa del totalitarismo atlantista, o en su destrucción final. Oremos todos juntos fervientemente para que sea esto último.