Equilibrio postraumático

19.02.2018

La segunda década del siglo XXI parece ser la del cierre de los traumas producidos por la conclusión de la guerra fría. Estados Unidos había quedado como la única superpotencia y eso le trajo una especie de confusión existencial, la oposición le permitía asignarse un campo de acción específico, al liberarse de esa fuerza, los juegos de los sistemas establecidos durante años estallaron en mil pedazos dejándolo a la intemperie. En el nuevo milenio la ilimitada exclusividad de su influjo llegó a su cúspide en Irak luego de haberse articulado con el trauma de la vulnerabilidad inesperada por los atentados del 11 de septiembre, de este modo, la unión discordante de ambas coyunturas produjo un inevitable desgaste a través de la guerra contra el terrorismo.

Rusia, por su parte, siempre acorralada por su inmensidad, sufrió el trauma del repentino desmoronamiento del sistema soviético, y con la polvareda del muro todavía flotando, tuvo que volver a buscar una identidad, ofreciendo inicialmente, en ese camino, la imagen de una bestia amaestrada. Pero su complejo industrial-militar seguía agazapado, su lento desperezar se sintió desde Chechenia a Georgia. La gradualidad de su despertar se reforzó con la autoridad afianzada de Vladimir Putin, que fue librándose primero de los oligarcas inconvenientes y luego de los opositores políticos, todo mientras se crecía económicamente haciendo a sus vecinos dependientes de sus recursos.

Finalmente, la Unión Europea, mientras se acerca a América y a pesar de la crisis económica y el auge del euroescepticismo financiado por Moscú, con la consolidación de una institución clara en cuanto a su política exterior, intenta tener una voz homogénea en los acontecimientos geopolíticos. Sin embargo, aún le falta un largo recorrido para superar su trauma particular, el de la integración.

Así, en Ucrania, Rusia certificó su influencia y Europa proyectó señales de una voz única. Occidente y Rusia han emprendido un nuevo juego, en el que el posicionamiento ideológico y cultural de los actores, más allá de los caprichosos enconos históricos, se deberá diluir en el entretejido de los intereses económicos concretos, donde el pragmatismo comienza a imperar. China sabe muy bien jugar a esto, y a través de su ambigüedad diplomática y su sincretismo doctrinal, sigue creciendo.

La guerra fría ya no volverá, pero la rivalidad ha aumentado por el mayor equilibrio de poder. Equilibrio que podría ser perturbado por las repercusiones de las sanciones y las aventuras militares, dependiendo del grado de damnificación de una Rusia cada vez más aislada, que al mismo tiempo expande su influencia sobre nuevas regiones. Por eso, las interacciones deberán ser muy prolijas si se quiere mantener un orden viable en este nuevo contexto.

Desde el agotamiento de los traumas disonantes de la superpotencia solitaria y de la superpotencia desmoronada surge un antagonismo interdependiente. Ya no deberían hacer falta teléfonos rojos porque la excepcionalidad de la comunicación hoy es la del silencio. Silencio persistente del recuerdo nuclear, imposible último trauma de lo imaginariamente potencial, que sigue su paradójica labor obstaculizadora de guerras entre potencias.

La partida geopolítica postraumática está servida y la fría amenaza del ardor de la guerra deja más protagonismo a la fresca intimidación de la ley y el dinero en el caldeamiento de la competencia.