El orden mundial no solo es injusto, es inmoral
Intervención del presidente Rafael Correa en el Vaticano, "Cambios en la situación política mundial desde 1991", en el simposio organizado en el Vaticano por la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales el 15 de abril de 2016, 25 años después de la encíclica de Juan Pablo II "Centesimus Annus".
Introducción
A los 25 años de Centesimus Annus, debemos recordar el entorno histórico, político y económico en el que San Juan Pablo II escribió su encíclica, en conmemoración de los 100 años de la Rerum Novarum, las "cosas nuevas" de León XIII, la que a su vez denunciaba los excesos del capitalismo salvaje, así como la lucha de clases y el colectivismo proclamado por el marxismo.
San Juan Pablo II escribía cuando el capitalismo liberal aparecía como triunfante, es decir, un sistema basado en la propiedad privada, la libre empresa y el mecanismo de precios como asignador de recursos (CA 42).
Él afirmaba en su encíclica que la solución marxista había fracasado, y sostenía que el capitalismo es aceptable si por "capitalismo" se entendía "un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía" (CA 42).
Proponía un papel muy limitado para el Estado, otorgándole tan solo un riguroso rol de subsidiariedad, consistente en que una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola de sus competencias (CA 48).
Incluso critica duramente al Estado de bienestar como Estado asistencial, sosteniendo que provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos (CA 48).
Análisis
A la luz de las cosas nuevas, trataré de hacer una reflexión de lo que ha sucedido en estos 25 años en términos políticos e ideológicos, poniendo especial énfasis en el caso latinoamericano.
Ya desde inicios de los ochenta y frente al evidente agotamiento de los modelos desarrollistas prevalecientes desde la post guerra en el llamado tercer mundo, había comenzado a imponerse un nuevo paradigma de desarrollo, cuyos fundamentos fueron resumidos a finales de los años ochenta en el llamado "Consenso de Washington", debido a que sus principales racionalizadores y promotores fueron los organismos financieros multilaterales con sede en Washington, así como el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos (Williamson, 1990).
Como consecuencia de una multimillonaria campaña de marketing ideológico y de presiones directas llevadas a cabo por el FMI y el Banco Mundial, los países latinoamericanos comenzaron profundos y rápidos procesos de reformas estructurales basados en el aperturismo, desregulación de los mercados y disminución del rol del Estado en la economía.
Fue incluso un neocolonialismo intelectual, pues América Latina, la región del mundo donde en forma más rápida, profunda y extensa se aplicaron estas reformas, para vergüenza de los latinoamericanos, ni siquiera participó en el mal llamado consenso.
Con el colapso del bloque soviético, y a través de una equivocada lógica contrafactual, se legitimó no solamente el capitalismo liberal, sino a su expresión extrema, el neoliberalismo, al considerar el Estado mínimo como el más adecuado para el desarrollo.
Con la ayuda de una supuestamente exacta y positiva ciencia económica, se disfrazó una simple ideología como ciencia, y como por arte de magia el egoísmo se convirtió en la máxima virtud, la competencia en modo de vida, y el mercado en omnipresente e infalible conductor de personas y sociedades.
Cualquier cosa que hablara de soberanía, planificación o acción colectiva, debía ser desechada. En una verdadera aberración académica, incluso se llegó a proclamar el "fin de la historia". El mundo tenía el mejor sistema económico posible, el capitalismo liberal, y el mejor sistema político posible, la democracia liberal. Cualquier cambio solo podía constituir una regresión (Musolino, 1998).
Inequidad
A partir del auge del capitalismo liberal y del Estado mínimo, el mundo derivó a niveles sin precedentes de desigualdades, al menos en tiempos modernos, lo cual está matando a la sociedad, e incluso a la civilización. Las cifras son realmente escandalosas e inmorales, en gran parte alimentadas por regiones que se llaman cristianas.
En su informe "Una economía para el 1%" Oxfam señala que en el año 2015, 62 personas tuvieron más riqueza que 3600 millones, es decir, el 50% más pobre de la humanidad.
Al dejar libres las fuerzas estructurales del capitalismo, como sugiere el mantra neoliberal, se empuja inexorablemente a la civilización hacia una espiral sin fin de desigualdad. Por el contrario, la evidencia demuestra que un Estado de bienestar, que garantice adecuados niveles de equidad, logra con mayor probabilidad el fin último de la economía: la felicidad.
Dinamarca mantuvo su Estado de bienestar, tiene los impuestos más altos de la Unión Europea, y acaba de quedar nuevamente en el primer lugar en el ranking de felicidad de las Naciones Unidas. Jeffrey Sachs, uno de los autores del estudio, explica que ese logro se debe a una sociedad en extremo equitativa.
En el fundamentalismo neoliberal, la famosa "mano invisible" de la que hablaba Adam Smith, además de la supuesta eficiencia en el uso y asignación de recursos, sería la encargada de lograr la mejor distribución y la mayor justicia social. Esto es más cercano a la religión que a la ciencia. La historia demuestra que para lograr la justicia, e incluso la misma eficiencia, se necesita manos bastante visibles, se requiere de acción colectiva, de una adecuada pero importante intervención del Estado, con la sociedad tomando conscientemente sus decisiones por medio de procesos políticos.
La ideología neoliberal
En su parte ideológica, el paradigma neoliberal se fundamenta en que el individuo busca su propio interés y satisfacción personal, y que tal comportamiento, en un sistema institucionalizado llamado "mercado libre", da como resultado el mayor bienestar social.
Este postulado tiene graves deficiencias técnicas, éticas y de objetivos. Solo en un mundo idealizado de información perfecta, ausencia de poder y bienes privados, esto es, con rivalidad en el consumo y capacidad de exclusión, el mercado logra la maximización del bienestar social, es decir, la famosa "mano invisible" de Adam Smith. Obviando estos supuestos extremos e indispensables, los economistas hemos quedado tan solo con el asumido -y tal vez deseado- resultado final.
El mercado como asignador de recursos se limita a la producción, intercambio y consumo de mercancías, es decir, los bienes susceptibles de tener un precio monetario. Pero incluso en este estrecho ámbito, un caso particular de los bienes existentes, sencillamente se obvia que los precios monetarios no solo expresan la supuesta intensidad de preferencias por un bien, sino también la capacidad de pago de los agentes económicos.
Al destinarse los recursos a sus usos más valiosos guiados por estos precios monetarios, se producen las aberraciones quese observan en nuestros países, donde los escasos recursos frecuentemente se utilizan para generar bienes suntuarios mientras que existen necesidades apremiantes insatisfechas.
En pocas palabras, incluso dentro de la lógica dominante, el mercado con mala distribución del ingreso es simplemente un desastre.
Nueva división internacional del trabajo
La búsqueda de la producción más eficiente de mercancías ha destruido bienes sociales sin un precio explícito, pero incuestionablemente mucho más valiosos e indispensables para el desarrollo, como los bienes ambientales.
Esto es uno de los factores fundamentales que ha provocado una crisis ecológica sin precedentes, como lo denuncia el Papa Francisco en su encíclica Laudato Si´ (LS 24).
En cuanto a la relación entre países, también ha creado una nueva e injusta división internacional del trabajo. Los países ricos generan conocimiento que privatizan, y muchos países pobres o de renta media generan bienes ambientales de libre acceso. En su reciente encíclica, el Papa recuerda que los países en vías de desarrollo están las más importantes reservas de la biósfera y que con ellas se sigue alimentando el desarrollo de los países más ricos. Compensando esos bienes de alto valor pero sin precio, se podría lograr una redistribución del ingreso mundial sin precedentes.
Pero no se trata tan solo de un problema de justicia, sino también de eficiencia. La ciencia y tecnología no tienen rivalidad en el consumo. En consecuencia, mientras más personas lo utilicen, mejor. Esa es la idea central de lo que en Ecuador hemos llamado la economía social del conocimiento.
Sin duda, la libre empresa es muy importante para la innovación, pero se requiere una nueva forma de gestionar las propuestas e inventos que genera.
La privatización del conocimiento es ineficiente socialmente hablando, y una vez creado, el conocimiento debería estar disponible para el mayor número de personas. Esto no significa que tiene que confiscarse a los inventores, porque existen otras formas de compensar el conocimiento sin necesidad de privatizarlo.
Desde Rerum Novarum, la doctrina social de la Iglesia ha reconocido la licitud de la propiedad privada, pero también sus límites, y el destino universal de los bienes (CA 30). Si debe existir un bien con destino universal, éste es precisamente el conocimiento.
Por el contrario, cuando un bien se vuelve escaso o se destruye a medida que se consume -como la mayoría de bienes ambientales- es cuando debe restringirse su consumo, para evitar lo que Garrett Hardin en su célebre artículo de 1968 llamó "la tragedia de los comunes".
La emergencia ecológica planetaria exige un tratado mundial que declare al menos a las tecnologías que mitiguen elcambio climático y sus respectivos efectos como bienes públicos globales, garantizando su libre acceso. Por el contrario, esa misma emergencia planetaria también demanda acuerdos vinculantes para evitar el consumo gratuito de bienes ambientales.
Incluso es necesario ir más allá y realizar la Declaración Universal de los Derechos de la Naturaleza, como ya lo ha hecho Ecuador en su nueva Constitución, y crear la Corte Internacional de Justicia Ambiental, la cual debería sancionar los atentados contra los derechos de la naturaleza y establecer las obligaciones en cuanto a deuda ecológica y consumo de bienes ambientales.
Nada justifica que tengamos tribunales para proteger inversiones, para obligar a pagar deudas financieras, pero no tengamos tribunales para proteger a la naturaleza y obligar a pagar las deudas ambientales. Se trata tan solo de la perversa lógica de privatizar los beneficios y socializar las pérdidas.
El trabajo humano
Pero no solo es importante lo que se excluye en el análisis de mercado, es decir,todos los valores de uso sin precios monetarios explícitos, sino también lo que se incluye como una mercancía más: el trabajo humano.
El trabajo no es solo el esfuerzo para la generación de riqueza, sino una forma vital de llenar nuestra existencia, y el salario no es solo un precio: es pan, sustento, dignidad y uno de los fundamentales instrumentos de distribución, justicia y equidad.
El trabajo humano no es un herramienta más de acumulación del capital. Tiene un valor ético, porque no es objeto, es sujeto, no es un medio de producción, es el fin mismo de la producción (LE 8).
No es posible con estas consideraciones hablar de "mercado de trabajo", sino más bien de sistema laboral.
La larga y triste noche neoliberal incluso dio al capital más derechos que a los seres humanos. Si se quiere denunciar en América Latina ante organismos internacionales un caso de atropello a los derechos humanos, primero se tienen que agotar las instancias judiciales del respectivo país. Sin embargo, cualquier transnacional, sin ningún requisito previo, puede llevar a un Estado soberano a un centro de arbitraje para supuestamente defender sus derechos, gracias a los tratados de protección recíproca de inversiones impuestos en la región.
La supremacía del trabajo humano sobre el capital es el signo fundamental del Socialismo del Siglo XXI. Es lo que nos define, más aún cuando se enfrenta un mundo completamente dominado por el capital. No puede existir verdadera justicia social sin esta supremacía del trabajo humano, expresada en salarios dignos, estabilidad laboral, adecuado ambiente de trabajo, seguridad social, justa repartición del producto y la riqueza sociales.
A diferencia del socialismo tradicional, que proponía abolir la propiedad privada para evitar la explotación del capital al trabajo, en el caso de Ecuador, utilizamos instrumentos modernos, y algunos inéditos, para mitigar las tensiones entre capital y trabajo, como es el caso del salario de la dignidad.
Se puede pagar el salario mínimo para evitar un mal mayor, el desempleo, pero ninguna empresa puede declarar utilidades si no paga el salario digno a todos sus trabajadores sin excepción. El salario digno es aquel que permite a una familia salir de la pobreza con su ingreso familiar.
Globalización
Una de las causas de la precarización laboral es la supuesta necesidad de competitividad en un mundo globalizado, que incluye -aunque no se limita- al libre comercio.
Sin embargo, la creencia de que el libre comercio beneficia siempre y a todos no resiste el menor análisis teórico, empírico o histórico, pero aunque así fuera, el principal bien que exigen nuestras sociedades es el bien moral, y la explotación laboral, en aras de supuestas competitividades, es sencillamente inmoral.
En el mundo globalizado se impulsa cada vez más la liberación financiera y de mercancías, supuestamente con base en la Teoría de Mercado, es decir, la libre movilidad de factores y bienes para lograr la eficiencia, pero inconsecuentemente impide la movilidad del conocimiento y criminaliza a la más importante movilidad: la humana.
La verdad es que se trata de una inconsistente globalización neoliberal que no busca crear sociedades planetarias, sino tan solo mercados planetarios; que no busca crear ciudadanos del mundo, sino tan solo consumidores mundiales; y que sin mecanismos de gobernanza adecuados, trae serias complicaciones a los países más pobres y a los pobres de los diferentes países.
Recordando a León XIII y su encíclica Rerum Novarum, pienso en la analogía de la globalización neoliberal con el capitalismo salvaje del siglo XVIII y la Revolución Industrial, cuando los obreros morían frente a las máquinas porque trabajaban siete días a la semana, doce, catorce y hasta dieciséis horas diarias. ¿Cómo se pudo frenar tanta explotación? Con la consolidación de Estados nacionales y a través de una acción colectiva que permitió poner límite a estos abusos y distribuir de mejor manera los frutos del progreso técnico.
Esa acción colectiva mundial no existe en la globalización neoliberal y se están produciendo excesos similares con la precarización de la fuerza laboral de los países menos competitivos.
En realidad, es una globalización bajo el imperio del capital - particularmente el financiero-, que tiene como una de sus expresiones más nocivas y antiéticas los llamados paraísos fiscales, donde el capital no tiene rostro ni responsabilidad.
Libertad y justicia en el neoliberalismo
Con un mercado libre supuestamente se lograrían los grandes anhelos de la humanidad: libertad y justicia. Pero la cultura y sistema de valores neoliberales no pueden sostenerse desde una perspectiva ética.
El neoliberalismo asume la libertad como la no intervención, cuando libertad es la no dominación, para lo cual se necesita precisamente acción colectiva. No puede haber libertad sin elemental justicia. No solo aquello, en regiones tan desiguales como América Latina, solo buscando la justicia lograremos la verdadera libertad.
El paradigma neoliberal supone como justo cualquier intercambio voluntario, informado y que deje en mejores condiciones que las iniciales a los agentes involucrados, -el famoso better off anglosajón- y, en consecuencia, nadie debe interferir en dicho intercambio.
Para graficar lo insostenible de este argumento presentemos un sencillo ejemplo. Supongamos que una bella joven se pierde en el desierto y está a punto de desfallecer de sed. De pronto se encuentra con un caballero que le propone proveerle de agua, siempre y cuando se acueste con él. Para la joven, dejarse abusar es menos malo que morir, para el caballero, acostarse con ella es mucho más valioso que el agua.
De acuerdo con el fundamentalismo neoliberal, los dos "agentes racionales" realizan la "transacción" y ambos quedan better off, y como fue un intercambio voluntario con adecuada información, no cabrían juicios de valor ni necesidad deacción colectiva alguna. Sin embargo, para cualquier persona con algo de ética, esta situación sería sencillamente intolerable, y quien abusó de su posición de fuerza debería ser sancionado por la sociedad, lo cual es precisamente lo que ocurre en cualquier colectividad civilizada.
Dada la asimetría de poder, lo que está proponiendo el supuesto caballero de nuestra historia, se llama sencillamente explotación. Como manifiesta John Kenneth Galbraith, "dado que el poder interviene en forma tan total en una gran parte de la economía, ya no pueden los economistas distinguir entre la ciencia económica y la política, excepto por razones de conveniencia o de una evasión intelectual más deliberada" (Galbraith, 1972).
Finalmente, el evangelio del neoliberalismo sencillamente nos dice "buscad el fin de lucro y el resto se os dará por añadidura". Es decir, con la supuesta mano invisible, el mayor bienestar social para todos es una consecuencia ajena a la intención del individuo, el cual busca su propio beneficio. Sus acciones son morales porque son útiles, contrariando a la moral cristiana de la recta intención.
De esta forma, con el paradigma neoliberal pasamos de un mercado basado en valores, a valores basados en el mercado.
La economía ortodoxa define el bienestar como "la satisfacción de necesidades asumidas como ilimitadas en un mundo de recursos limitados". Esta barbaridad antropológica llevaría a concluir que no es posible encontrar una persona o una sociedad que pueda decir "somos felices y no necesitamos nada más".
El supuesto positivismo del pensamiento económico neoliberal impide cuestionar el origen o legitimidad de las necesidades. Es decir, bajo la premisa de la "supremacía del consumidor", todo lo que éste busca es lo que necesita, sin cuestionar cómo se generaron dichas necesidades, o si se trata de carencias reales o simples deseos, y pone el énfasis en la maximización del consumo y, como corolario, en el crecimiento ilimitado como forma de supuestamente aumentar cada vez más el bienestar.
Sin embargo, cada vez mayores y mejores investigaciones dicen que el crecimiento ilimitado es indeseable. Al intentar medir directamente aquello llamado "felicidad", los resultados destrozan estos postulados. Los aumentos del PIB por habitante, a partir de cierto umbral, no se relacionan con las percepciones de la felicidad de un pueblo, lo cual se conoce como la "paradoja de Easterlin", planteada hace más de treinta años (Easterlin, 1974).
Pero, además, el crecimiento económico ilimitado es imposible. El análisis económico tradicional omite los límites de la naturaleza y supone la existencia de recursos naturales infinitos y capacidad ilimitada de asimilación del planeta.
El problema, entonces, no es la necesidad de realizar juicios de valor y de acción colectiva, sino el absurdo de pretender positivismo científico en una simple ideología.
Democracia
Así como un individualismo sin valores fácilmente se convierte en codicia, un Estado sin controles, puede caer en los peligros denunciados por San Juan Pablo II en su encíclica Centesimus Annus (CA 48), pero la respuesta para ello no es menos Estado, sino más democracia.
La caída del bloque soviético también produjo rápidos procesos de democratización, especialmente en los países de Europa del Este. Actualmente en el mundo, prácticamente todos los países ejercen alguna forma de democracia, con excepción de ciertos regímenes teocráticos o absolutistas.
Lamentablemente, más que democracia, se buscó imponer el modelo democrático hegemónico occidental, modelo tecnocrático, altamente institucionalizado y distanciado del pueblo, y totalmente alejado de la realidad latinoamericana.
Los países en desarrollo tan solo pueden ser considerados en "vía de democratización", cuyo objetivo debe ser la imitación de aquellas democracias europeas (Correa, 2016).
Por ello, a las democracias de Asia, África y América, frecuentemente se las definen con adjetivos peyorativos. Sin embargo, si la esencia de la democracia es que el pueblo formado e informado sea el soberano, bastaría incorporar como criterio democrático de base el de "apoyo popular al gobierno", para evidenciar que un país como Bolivia es mucho más democrático que cualquier país de Europa Occidental.
Para una democracia real, la igualdad de oportunidades y la noción de meritocracia también son esenciales. De hecho, es la diferencia entre democracia y aristocracia. Las grandes desigualdades que observamos, también han creado democracias restringidas o abiertamente ficticias, donde pareciera ser que la soberanía radica no en el pueblo, sino en el capital.
Si caben adjetivos, las democracias occidentales debieron llamarse "mercantiles-mediatizadas".
Democracias mercantiles, porque el dominio de la entelequia del mercado fue tal, que incluso la calidad de la democracia frecuentemente se medía por la cantidad de mercado.
Todo lo que se alejara de la lógica del mercado era llamado "populismo", el cual a su vez se asociaba con "demagogia" (Correa, 2016b).
Democracias mediatizadas, porque los medios de comunicación son un componente más importante en el proceso político que los partidos y sistemas electorales
(Hobsbawm, 1994).
Han sustituido al Estado de Derecho con el Estado de Opinión. No importa lo que se haya propuesto en la campaña electoral, y lo que el pueblo, el mandante en toda democracia, haya ordenado en las urnas. Lo importante es lo que aprueben o desaprueben en sus titulares los medios de comunicación.
Y aunque este es un problema planetario, en Latinoamérica - dado los monopolios de medios, su propiedad familiar, sus serias deficiencias éticas y profesionales, y su descarado involucramiento en política-, el problema es mucho más serio.
Un debate fundamental es preguntarnos si una sociedad puede ser verdaderamente libre cuando la comunicación social, y particularmente la información, viene de negocios privados, con finalidad de lucro, muchos de ellos sin la más elemental ética, y propiedad de grandes corporaciones o de media docena de familias.
Finalmente, una democracia exige también el respeto a los derechos humanos. Sin embargo, como una estrategia de los poderes fácticos para inmovilizar el poder político legítimo y verdaderamente democrático, es pretender que solo el Estado atenta contra los derechos humanos, y que la única fuente de corrupción es el poder político.
En realidad, cualquier poder puede atentar a los derechos humanos. Por supuesto el poder político, pero también el poder económico, por ejemplo, las transnacionales farmacéuticas que por su rentabilidad condenan a la muerte a los pobres que no pueden comprar la medicina para salvar sus vidas; los medios de comunicación, que atentan contra los Derechos Humanos de la reputación, intimidad, prestigio de las personas; los poderes extranjeros, que pueden condenar, invadir, bloquear a otros países.
La satanización del poder político en América Latina, es una de las estrategias de inmovilización de los procesos de cambio. Los pobres socio económicos no dejarán de ser pobres con caridad, sino con justicia, y eso implica el cambio en las relaciones de poder dentro de la sociedad, y para ello se requiere captar el poder político, para así transformar las relaciones de poder en función de las grandes mayorías, y cambiar nuestros Estados aparentes, representando tan solo los intereses de unos cuantos, en Estados verdaderamente populares, representando los intereses de las grandes mayorías.
La democracia del consenso es una posición profundamente conservadora que niega el conflicto, y la política sin políticos y, peor aún, con una serie de ONGs y poderes fácticos sin responsabilidad política, es lo más peligroso para la democracia. Es el equivalente del "fin de la historia" con el que nos quisieron convencer en la época neoliberal.
Sugerencias para la enseñanza social católica
El desarrollo es básicamente un problema político. La pregunta clave es quién manda en una sociedad: ¿las élites o las grandes mayorías?, ¿el capital o los seres humanos?, ¿el mercado o la sociedad?
Hoy vemos un mundo bajo el imperio del capital. El gran desafío del siglo XXI es lograr la supremacía de los seres humanos sobre el capital.
El orden mundial no solo es injusto, es inmoral. Todo está en función del más poderoso y los dobles estándares cunden por doquier: los bienes ambientales producidos por países pobres, deben ser gratuitos; los bienes públicos producidos por los países hegemónicos, como el conocimiento, la ciencia y la tecnología, deben privatizarse y ser pagados. Cada vez se busca mayor movilidad para bienes y capitales, pero se impide la difusión del conocimiento y se criminaliza la movilidad humana.
Como dice el Papa Francisco, la política no debe someterse a la economía y ésta no debe someterse a los dictámenes y paradigmas de la tecnocracia (LS 189).
La economía no es una ciencia exacta, y la supuesta teoría económica es muchas veces un asunto de moda y tan solo la opinión dominante, e incluso ideología disfrazada de ciencia, como en el caso del Consenso de Washington y el
neoliberalismo.
San Juan Pablo II reconoce la positividad del mercado y de la empresa (CA 43). Los mercados son una realidad económica, pero debemos tener sociedades con mercado, y no sociedades de mercado, en donde vidas, personas y la propia sociedad se convierten en una mercancía más. El mercado es un gran siervo, pero es un pésimo amo.
El Estado es la representación institucionalizada de la sociedad, por medio del cual realiza la acción colectiva, y la política, la forma racional de tomar las decisiones para esta acción.
Por ello, el legítimo poder político es indispensable, y no hay nada más pernicioso para la democracia que actores políticos sin responsabilidad política ni legitimidad democrática.
El Estado mínimo como sinónimo de modernización y progreso no resiste ningún análisis. El mercado libre es absolutamente insuficiente, frecuentemente ineficiente, y propone una escala de valores que pueden atentar contra el desarrollo, todo lo cual verifica la necesidad de la acción colectiva. El rol del Estado es fundamental para el desarrollo y no puede ser considerado subsidiario.
No existe fin de la historia. Los dos extremos, el estatismo marxista y el Estado mínimo neoliberal han fracasado.
Demasiado estatismo mata al individuo, pero, de igual manera, demasiado individualismo mata a la sociedad, y ambos son necesarios para el buen vivir.
¿Hasta dónde ir? Este es el problema institucional que ha definido las ideologías de base en los últimos doscientos años, y cada país deberá definir sus instituciones -hasta dónde llevar la acción colectiva, hasta dónde llevar el individualismo-, de acuerdo a su realidad.
Cualquier intento de sintetizar en principios y leyes simplistas -llámense éstas el materialismo dialéctico o el egoísmo racional- procesos tan complejos como el avance de las sociedades humanas, está condenado al fracaso. La ciencia, la tecnología, y la innovación, frutos del talento humano, han sido a través de la historia el factor fundamental para el desarrollo, independientemente del sistema institucional utilizado. Los adelantos científicos y tecnológicos pueden generar mucho más bienestar y ser mayores motores de cambios sociales que cualquier lucha de clases o la búsqueda del lucro individual.
El desarrollo de la agricultura convirtió a la humanidad de nómada en sedentaria, la revolución industrial la transformó de rural en urbana, y, mucho más recientemente, el espectacular avance de las tecnologías de la información transformó a las sociedades industriales en sociedades del conocimiento.
Los sistemas políticos, económicos y sociales que prevalecerán en el futuro, serán aquellos que permitan el mayor avance científico y tecnológico, pero también, su mejor aplicación, no para unos cuantos, sino para el bien común.
El principio aparentemente pragmático de la privatización del conocimiento, además de su ineficiencia social, no es otra cosa que el sometimiento de los seres humanos al capital.
La Iglesia no tiene modelos que ofrecer, pero sí valores que defender, y es claro que se pueden excluir ideologías y modelos que atenten contra fundamentales valores como la moral de la recta intención, la justicia y la verdadera libertad.
La caída del muro de Berlín y el colapso del bloque soviético sin duda fue la expresión del fracaso del socialismo como estatismo, pero se la entendió como la reivindicación del capitalismo como neoliberalismo. Con el comunismo se quiso lograr la equidad, pero uno de los graves errores cometidos fue olvidar la equidad por rechazar el comunismo.
La superación de la inequidad y con ello de la pobreza es el mayor imperativo moral que tiene la humanidad, ya que por primera vez en la historia y particularmente en nuestra América, la pobreza no es fruto de escasez de recursos o factores naturales, sino consecuencia de sistemas injustos y excluyentes. La fundamental cuestión moral es, entonces, la cuestión social.
Este fue uno de los principales postulados de la llamada "Teología de la Liberación", elaboración básicamente latinoamericana, que proponía a la Iglesia también como sujeto histórico, llamada a implantar aquí en la tierra el Reino de Dios, entendido como un reino de justicia.
Sin negar las desviaciones doctrinarias que tuvieron ciertas ramas de la Teología de la Liberación, rescataba la horizontalidad de la Iglesia, tan necesaria en el mundo de hoy; la opción preferencial por los pobres, indispensable deber del cristiano, sobre todo en América Latina; y buscaba superar el asistencialismo por justicia, para enmendar las estructuras injustas que producen la pobreza socio económica, lo cual conducía a la acción política, sin partidos ni ideologías, pero con principios, valores e ideales.
Finalmente, tal vez el principal problema de un sistema basado en el egoísmo racional, sin acción colectiva ni juicios de valor, es que lleva al consumismo.
Como dice el papa Francisco en su encíclica Laudato Si´, El mundo del consumo exacerbado es al mismo tiempo el mundo del maltrato de la vida en todas sus formas (LS 230).
Debemos ensayar una nueva noción de desarrollo, como el Sumak Kawsay o Buen Vivir de nuestros pueblos andinos, que no significa tener más cada día, sino vivir con dignidad, en armonía con uno mismo, con los demás seres humanos, con las diferentes culturas, y en armonía con la naturaleza.