Despotismo ilustrado vs. Democracia ‘irracional’
El despotismo ilustrado ganó un Premio Nobel de Paz. La democracia popular y “neo-comunera” un Plebiscito. Uno está encarnado en un presidente megalómano. Otro, aunque quieran abanderarlo varios líderes, en la indignación contra la firma de una paz injusta que todavía patalea y mordisquea amenazando con exterminar de Colombia toda una tradición teológico-política.
¿De qué tradición se trata? O el tiempo parece ser cíclico o quien no conoce su historia está condenado a repetirla. Sumerjámonos 230 años atrás para hablar de un conflicto político, en cierto sentido, muy parecido al actual que tuvo también lugar en el antiguo virreinato de Nueva Granada. Veámoslo a la luz de Kant, de cuyo libelo Contestación a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? (1784) aún se siguen guiando nuestros déspotas ilustrados. Kant quiso llamar a su época como el “Siglo de Federico” en honor del príncipe prusiano y abanderado de la tolerancia. Kant justificó que tal príncipe exigiera al ciudadano un comportamiento pasivo, para que su Gobierno ilustrado no tuviera ningún inconveniente en orientarlo hacia la paz perpetua.[1]
El despotismo ilustrado se padeció al mismo tiempo en la América hispana. Lo trajo el Arzobispo-Virrey Caballero y Góngora al territorio andino que había conquistado Quesada dos siglos atrás. Con su pompa borbónica, afrancesada, el Arzobispo-Virrey comenzó con suma elegancia a grabar de más impuestos a sus súbditos enchapados a la antigua, tradicionalistas, acostumbrados a un régimen descentralizado y cargado de fueros regionales e instituciones de cogobierno recíprocas. Era la herencia de la Casa de los Austrias. Pero en el despotismo ilustrado –lo dice Kant– el ciudadano no puede negarse a pagar impuestos si estos convienen para seguir avanzando hacia la Ilustración.
Tremenda insurrección estalló por ello en 1781 entre los campesinos del Socorro (no en vano el voto del NO al Plebiscito arrasó en ambos Santanderes). Ellos se negaron a arruinarse y hasta ser no-ilustrados si, para serlo, tenían primero que convertirse en súbditos tabaqueros de un déspota. Fueron más que simples guerrilleros cegados por alguna ideología mezquina. Fueron comuneros católicos anteriores a los contrarrevolucionarios vendeanos franceses –estos lucharon contra el despotismo ilustrado de los ejércitos revolucionarios (los infames Habits bleus)–. Arañando los riscos del Cañón del Chicamocha, los comuneros neogranadinos subieron hasta el altiplano de Santa Fe en alpargatas y ruanas a sentar protesta contra los de pelucas y levitas que rodeaban al Arzobispo-Virrey. ¿Qué le reclamaban?
Los comuneros le reclamaban, según el historiador John Leddy Phelan, los fueros y derechos de una “constitución no escrita”[2] –no sistematizada como en los códigos civiles y penales actuales–, pero glosada y transmitida por el Derecho indiano. Se trataba de las Leyes de Indias concebidas por los juristas-teólogos como el padre Vitoria (1486-1546) y el jesuita Francisco Suárez (1548-1617). Las Leyes de Indias habían sido el fundamento del pacto tradicional entre la Casa de Austria y sus reinos americanos.
Porque España no tuvo colonias. Tuvo virreinatos. Nueva Granada se negó a rebajarse a un vil coloniaje –léase El Carnero (1638) de Rodríguez Freile– que entonces ya practicaban con sus posesiones de ultramar los enemigos de España, es decir, Holanda, Inglaterra y Francia con aquellas teorías absolutistas –despóticamente ilustradas– del poder.
Preguntémonos por qué la insurrección comunera (1781) estalló ocho años antes que la Revolución francesa (1789). Si no fueron las ideas ilustradas su derrotero, ¿qué o quién inspiró semejante insurrección popular? La respuesta hay que buscarla en el libro Raíces teológicas de nuestras instituciones políticas (2000) del jurista cartagenero Nicolás Salom Franco [3]. Allí se nos cuenta que desde el siglo XVI por la América española ya se había propagado el Derecho de Indias. Que, lejos de admitirse la filosofía del despotismo ilustrado, había ya una filosofía escolástica según la cual el poder viene de Dios siempre y cuando se legitime en el pueblo. El gobernante, en tal teología-jurídica, sólo es el poder garante del Bien Común dentro de la moral objetiva del catolicismo. No se trata de la “res publica christiana” medieval. Desde el siglo XVI estamos ahora ante un imperio –el hispano– por lo que se trata de una “res publica orbis”[4].
Temiendo insurrecciones parecidas en Europa, como la de los comuneros en Nueva Granada, Kant escribió en Idea para una historia universal en clave cosmopolita (1784) algo que ahora puede sonarnos agresivo o demasiado profético en boca de tan respetable filósofo. Dijo Kant que si se deseaba una historia filosófica, cuyo fin fuera la Ilustración, la megalomanía y hasta el despotismo del jefe se justificaba.[5]
Entre 1797 y 1799 un lúcido pintor aragonés, Francisco de Goya, dibujó en el grabado 43 de sus Caprichos una leyenda terrible: “El sueño de la razón produce monstruos”. Así, la razón despótica e ilustrada no parece descansar de poblar de monstruos el mundo y hasta de lanzarlos al espacio exterior.
Se nos ha hecho creer que la paz del déspota –sin escrúpulos morales– es más razonable que la racionalidad de la tradición teológico-jurídica del pueblo colombiano, heredero legítimo del imperio hispánico. Razonable o no, la base tradicional colombiana rechazó la globalización forzada –es decir: anglosajona– votando No en el Plebiscito. ¿No hay un deseo allì de restaurar cristianamente aquella “res publica orbis” hispana? ¿De qué otra manera puede explicarse su encarnizada defensa de los fueros propios de la familia tradicional frente al despotismo del Estado? El escritor español J. M. del Prada anhela para España un mensaje por el estilo (véase su columna en ABC, 9-10-2016).
La perdedores del Plebiscito tildan de “irracional” y “reaccionaria” a Colombia. Desconocen su historia. Nosotros pensamos, por el contrario, en lo significativo y simbólico y muy racional de negarse a la delirante utopía de un pacifismo servil y monstruoso. Hay que valorar lo local en contra del mundialismo despótico. El prejuicio anti-histórico de los progresistas no puede comprender cómo el pasado –es decir: la arraigada razón de una “constitución no escrita” de factura hispánica– lucha todavía por restablecer el viejo universalismo católico en contra del imperialismo depredador (de factura angloamericana) que amenaza con engullirnos.
Notas:
[1] Kant, Contestación a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?, trad. de Roberto R. Aramayo, Gredos, Madrid, 2015, 317-325.
[2] John Leddy Phelan, El pueblo y el Rey, Editorial Universidad del Rosario, Bogotá, 2009, pp. 241-260.
[3] Nicolás Salom Franco, Las raíces teológicas de nuestras instituciones políticas, Ediciones jurídicas Gustavo Ibáñez, Bogotá, 2000, 535 pp.
[4] Alois Dempf, La filosofía cristiana del Estado en España, Rialp, Madrid, 1961, pp. 88-105.
[5] Kant, Idea para una historia universal en clave cosmopolita, trad. de Roberto R. Aramayo, Gredos, Madrid, 2015, pp. 327-361.