LA SOBERANÍA ESPIRITUAL

11.01.2023

El ABC de Aleksandr Dugin 

En la primavera de 2017, el pensador ruso Aleksandr Dugin visitó la Argentina. Por esas cosas del destino, o mejor aún, de la Providencia, el 20 de noviembre, jornada en la que en esta bendita tierra celebramos el Día de la Soberanía Nacional, Dugin habló ante un grupo de argentinos en la mediterránea provincia de Córdoba. La ocasión lo ameritaba y Dugin, tomando en sus manos la antorcha imaginaria de la rebeldía gaucha frente a los intereses internacionales, hizo hincapié en la idea de soberanía para exponer aquello que hemos denominado, un “ABC” de sus ideas metapolíticas. 

La tesis central de la ponencia de Dugin fue la siguiente: la forma más importante de la soberanía, es la soberanía del espíritu. El espíritu es la instancia de la decisión libre, el locus de la libertad, la morada en la que el logos habla. 

Ahora bien, esta soberanía como realidad y tarea de orden espiritual, no se limita a lo individual. Desde el momento en que nacemos atravesados por una lengua común, suponemos una comunidad, un ethos cultural, una identidad.

Frente a esta soberanía, se levanta como amenaza, un proceso de globalización, que es a su vez la expresión de la hegemonía liberal. Dugin sostiene que la esencia del liberalismo, traducida hoy en globalismo, es justamente la des-soberanización. Planteada esta amenaza, el pensador ruso siguiendo a Carl Schmitt sostiene que es la identidad de los pueblos, su soberanía espiritual la que justamente funda la posibilidad de un pluriverso. Ese otro distinto a mí, es la condición para descubrir y afirmar lo propio. Sobre este punto quisiéramos aportar una breve nota: si bien los otros son causa dispositiva para la reafirmación de mi propia identidad, ello no indica que mi razón de ser se subsuma en un mero sed contra. Si bien la tensión dialéctica es parte esencial de la geopolítica, filosóficamente es peligroso definir mi propia identidad como “contraria a”, y esto, por una clarividente razón: si es así, yo no soy. Soy, en la medida que existe un otro frente a mí.

La hegemonía globalista entonces impone frente a lo esencial de cada comunidad, valores “universales” y lo destacamos entre comillas porque estos valores universales, no tienen nada que ver con la objetividad apriórica del valor desarrollada por Max Scheler; es más, esta hegemonía globalista es hija putativa de los restos de Kant, frente al cual asentó su ética material de los valores el gran filósofo muniqués. Expone Dugin al respecto:

“Cuando consideramos en qué consiste la universalidad de los valores que imponen los globalistas, nos damos cuenta que no son valores occidentales en sentido estricto, porque la mayoría de la historia occidental no ha compartido nunca estos valores. La Antigüedad grecolatina, la Edad Media, el Renacimiento y el comienzo de la Modernidad, tampoco los compartieron”[1]

Dugin ve claramente que no solo en aquella filosofía que se ha dado en llamar “clásica” se pueden rastrear los valores que forjaron una civilización occidental y cristiana (que hoy ha devenido accidental y cretina), sino también en el Renacimiento e incluso en la primera Modernidad aparecen irrevocablemente estos elementos. De lo contrario, ¿Qué lugar le cabe a la tesis de la dignitas homine enarbolada en Campanella por ejemplo, cuando habla del hombre como un “dio secondo mirácolo del Primo”? ¿Condenamos por ser modernos a Pascal o a Giambattista Vico por ejemplo?

Los nuevos amos del mundo – sostiene Dugin – intentan imponer su agenda a todos los pueblos y lo hacen reduciendo su soberanía a cero. Para ello, cuenta con algunos brazos sutiles, a saber: la economía, la técnica (que al decir del pensador ruso no es neutral sino “metafísica) y las instituciones supranacionales. La agenda impuesta mira siempre a las minorías, de ellas proviene y a ellas sustenta. Es más, los pueblos deben ser fragmentados en minorías, tarea que parecen llevar a cabo las democracias contemporáneas, verdaderas dictaduras liberales bajo el barniz del respeto y la tolerancia. Aquellos intentos soberanistas que se rebelen frente al globalismo son tildados de fascistas, palabra fetiche para los nuevos apóstoles de la libertad. 

La Cuarta Teoría política es, en este sentido, una mirada que lúcidamente comprende que al liberalismo no hay que oponerle ideologías pretéritas como el fascismo y el comunismo, que pecan además de la misma miopía metafísica. Sostiene Dugin en este sentido: 

“La Cuarta Teoría Política es la invitación a luchar por el hombre. (…) Esta lucha, es una lucha por conservar, reafirmar y salvar la esencia del hombre; por salvar al ser humano de su destino pos-humanista”[2]

El tiro certero al corazón de la dignidad humana marca un recorrido inequívoco: primero la socavación de los Estados nacionales para arribar a una sociedad civil global, luego las políticas de género, para desarraigar al ser humano de su naturaleza y subsumirlo en la paradoja de una subjetividad sin contornos y, por último, el trans-humanismo cómo última forma de “liberación”. Tres pasos para la consumación del nihilismo. 

Hablamos de lucha y, justamente, el 20 de noviembre se erige como el recuerdo vivo de una gesta. Una gesta que, de algún modo, muestra enfrente a los mismos enemigos, quizás metamorfoseados, pero en el fondo, parientes en los mismos intereses. Al borde del Paraná, el General Lucio N. Mansilla arengó así a sus Patricios:

“¡Allí los tenéis! Considerad el insulto que vienen haciendo a la soberanía de nuestra Patria, al navegar las aguas de un río que corre por el territorio de nuestra República, sin más título que la fuerza con que se creen poderosos. ¡Pero no lo conseguirán impunemente! Tremola el pabellón azul y blanco y debemos morir todos antes que verlo bajar de donde flamea”.

Los obtusos analistas políticos y las cotorras de parlamento, aún siguen leyendo el mundo maniqueamente, entre izquierdas y derechas. Hoy la geopolítica nos exige que auscultemos la realidad de otro modo, hoy es soberanía o globalismo, identidad o masa amorfa, individualismo o comunidad; en síntesis: nihilismo o vida plena de sentido.

Ellos, como los invasores de aquella tarde de 1845, cuentan con la fuerza, pero carecen de espíritu, que es el lugar de la verdadera libertad. 

 


[1] A. Dugin: Identidad y Soberanía. Ed. Nomos, Buenos Aires, 2018: p. 37-38.

[2] Ibídem: p. 43.