Palestina: la dignidad y la historia no se negocian
El 28 de enero pasado, el presidente de Estados Unidos, Donald. J. Trump, reveló a la comunidad internacional algunos de los puntos medulares sobre los cuales se encuentra estructurado un plan de pacificación de lo que comúnmente se reconoce como el conflicto árabe-israelí. En el papel, el plan propuesto por Trump es de una extensión y una precisión superiores a la de cualquier otra iniciativa sobre el tema realizada jamás por presidente estadounidense alguno en el pasado; y entre sus rasgos más destacados se encuentran el establecimiento de un acuerdo de paz con el reconocimiento de dos Estados-nacionales independientes y soberanos, uno más de libre comercio trilateral (Palestina-Israel-Estados Unidos) y una serie de supuestas concesiones de buena voluntad que pretenden potenciar desde el principio a la economía palestina para que pueda reconstruirse a sí misma: cincuenta mil millones de dólares y facilidades para los habitantes de los territorios en conflicto para que no tengan que desplazarse permanentemente son dos de las supuestas mayores fortalezas del acuerdo. Jerusalén, por su puesto, es reservada como capital histórica exclusiva del Estado de Israel.
Apenas unas horas después del anuncio del presidente estadounidense (que cuenta con la venia del primer ministro israelí Benjamin Netanyahu), ni tarda ni perezosa la prensa oficialista occidental, desde Europa oriental hasta la costa oeste del propio Estados Unidos, designaron a la propuesta en cuestión como el Acuerdo del Siglo, y de inmediato un mar de información, análisis políticos y estudios prospectivos comenzó a fluir y a saturar el debate público y la agenda de los medios resaltando las bondades que de él se desprenden para poder, finalmente, pacificar una región que lleva ya tres cuartos de siglo sumergida en una disputa irrestricta entre palestinos e israelíes. La región, por supuesto, lleva varios cientos de años más en tensión, debido en gran parte a las sucesivas olas colonialistas que emprendió occidente en la zona, fragmentando a las sociedades milenarias que desde siempre han habitado esa extensa franja de territorio que va desde el norte de África hasta las fronteras de Pakistán con India. Sin embargo, en términos de las particularidades del conflicto desatado por la expulsión de las poblaciones judeoeuropeas hacia los territorios señalados, poco más de tres cuartos de siglo han pasado y las tensiones no únicamente no ceden, sino que, además, se incrementan.
En una gran parte de Occidente el acuerdo ha sido bienvenido sin duda porque es una forma muy sencilla de intentar expiar las culpas y limpiar los rastros que sus empresas coloniales por todo Oriente Medio (y en general por el resto del mundo) dejaron tras de sí —mucho tiempo después, inclusive, de los largos procesos de descolonización administrados por el sistema de Naciones Unidas desde la mitad del siglo XX hacia adelante. Es, en cierto sentido, una manera muy eficaz de buscar mostrarle al mundo que el conflicto causado por las potencias occidentales es, al mismo tiempo, un objeto de pacificación que sólo se puede llevar a buen puerto si lo planean, lo implementan y lo conducen las mismas fuerzas políticas externas que invadieron la región hace varios siglos. De ahí, por ejemplo, el enorme entusiasmo que se ha procurado instaurar como sentido común y sentir colectivo generalizado entre la mayor parte de las sociedades occidentales respecto de los resultados que es posible alcanzar a través de esta nueva apuesta.
Y ello, con todo y que el presidente que la hizo pública y se ha arrogado el papel histórico de ejecutarla es una de las personalidades que mayores reservas y recelos causa actualmente entre propios y extraños, particularmente entre las economías centrales europeas.
El problema es, no obstante, que el acuerdo no sólo no es nada de lo que la prensa y los líderes políticos en Occidente dicen que es (el Acuerdo del siglo), sino que, además, es, en estricto sentido, la mas reciente afrenta histórica y política en contra del pueblo palestino y la titánica resistencia que han presentado a las afrentas israelíes a lo largo de más de seis décadas. Y es que, en efecto, la primera garantía del acuerdo, relativa al reconocimiento de dos Estados libres, independientes y soberanos, hoy no pasa de ser una burla si se la observa dentro del marco de referencia de la larga marcha histórica de expansión de los asentamientos israelíes sobre los territorios palestinos. Y es que, más allá de la disputa histórica sobre la posesión original de los mismos, que se remonta a épocas bíblicas y en donde lo que menos está en cuestión es la constitución de un Estado-nacional, sino la identificación cultural e identitaria de las poblaciones en pugna por su herencia material y teológica (algo que por supuesto no es materia de este texto), lo que es un hecho es que el avance de la expansión territorial israelí sobre los territorios particionados por el sistema de Naciones Unidas en 1947 es tanta y ha sido tan brutal en estos sesenta años, que las fronteras establecidas entonces no son más que un fantasma de un trazado geográfico que, además, siempre estuvo pensado para crear conflictos territoriales por parte de ambos involucrados.
En ese sentido, reconocer, hoy, una solución de dos Estados, a la manera en la que constantemente se presionó a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado (cuando la fundación de un estado israelí en la región ya se presentaba como un acto irreversible), significa simplemente legitimar que la constitución territorial del Estado de Israel es esa que hoy se encuentra edificada sobre los asentamientos que desplazaron a los palestinos; concediendo, así, y de facto, que todas las empresas de despojo de tierras, de saqueos y de destrucción urbana cometidos por Israel en contra de los palestinos son de hecho justificables y justificadas. Y así, sin más, lo que territorialmente sólo pudo ser conquistado a través de una sistemática política de colonización israelí sobre Palestina termina siendo invisibilizado como un proceso histórico de despojo y reconocido como el elemento territorial original de la estructura estatal de Israel.
Poco importa, por ello, que Trump y sus aliados en Occidente vendieran el reconocimiento de ambos Estados como un plan de delimitación territorial en el que Palestina pudiese hasta duplicar el espacio actual que habita su población, porque en los hechos, ese territorio duplicado en realidad no es ni una cuarta parte de la extensión que le fue asignada por el mandato de Naciones Unidas —menos aún de la extensión correspondiente a los años anteriores a la partición de 1947. Y por eso, también, en los hechos, la asignación de alrededor de cincuenta mil millones de dólares que acompaña a los términos del acuerdo resulta ser, en el fondo, algo menos que una suerte de indemnización o una compra simbólica de todas las tierras que les fueron despojadas a los y las palestinas para construir asentamientos israelíes.
Parece ser que ni Israel ni Estados Unidos ni, en general, la mayor parte de los aliados de uno y otro en torno del conflicto que sostiene con Palestina comprenden que ya desde hace muchos años el pueblo palestino no está resistiendo a la colonización de la que es objeto con el único (o principal) propósito de ser capaces de constituirse como una sociedad con una configuración política de tipo estatal-nacional. Hoy, la centralidad de un Estado-palestino reconocido como tal, formal e institucionalmente, es quizá la menor de las preocupaciones de un pueblo palestino que, por lo demás, en los hechos funciona como un Estado pleno, a pesar de las reiteradas negativas de los representantes de otros Estados de conferirle tal estatus jurídico ante organizaciones y organismos internacionales, o en sus relaciones bilaterales con el gobierno de Palestina.
Y es que si bien es cierto que para los palestinos y las palestinas el tema de la estatalidad de su sociedad no es un objetivo abandonado, también lo es que la más grande de sus disputas y el nervio más profundo sobre el cual se encuentra edificada toda su resistencia al colonialismo occidental, en general; e israelí, en particular; tiene que ver con, por lo menos, tres temas más de fondo: a) el reconocimiento de su historicidad (por cuanto identidad geocultural específica), b) la lucha por su dignidad de cara a los agravios sistemáticos de los que han sido objeto y, por supuesto, c) el tema de su liberación como sociedad bajo un régimen colonial. Y aunque puestas así las cosas parece que las tres (y sobre todo la tercera) se resuelven por la vía de su constitución en un Estado-nacional exactamente en los mismos términos en los que lo es cualquier otro Estado-nación moderno, la realidad del asunto es que ninguno de los objetivos requiere de tal constitución política para ser satisfechos.
En el plano de la defensa de su dignidad colectiva e individual, por ejemplo, la constitución de un Estado Palestino formal, a la manera del resto de Estados-nacionales, no resuelve el hecho de que el núcleo más conservador de la identidad y la cultura israelí (y quizá no tanto la propiamente judía) niega permanentemente a la propia identidad y la cultura palestinos, sometiéndolas, además, a una dinámica de permanente subordinación y subalternización que en nada se distingue de las practicas más barbáricas emprendidas por el colonialismo clásico (del siglo XV al XIX) sobre poblaciones como las americanas. Una aproximación distinta que sí va a parte de la raíz del problema sería, por lo contrario, que Israel no únicamente pidiese perdón al pueblo palestino por todas las vejaciones que en su contra ha cometido (en una relación en la que, además, el Estado de Israel se encuentra en una posición privilegiada y jerárquicamente superior a la del pueblo de Palestina, tanto en armamento como recursos económicos), sino que, además de ello, diera marcha atrás con todas esas expansiones coloniales por medio de las cuales se fue despojando de más y más territorio a Palestina.
Israel tiene una clara deuda histórica con los palestinos justo en los mismos términos en los que el excepcionalismo identitario europeo lo tiene con el pueblo judío y justo como el fundamentalismo cultural occidental lo tiene con todas las poblaciones periféricas a las que colonizó y sobre las cuales constantemente despliega nuevas estrategias de recolonización. Y es que, ni aquella ni éstas se resuelven en el reconocimiento de la independencia de ningún Estado, tal y como la historia de América y África lo han demostrado.
En el hipotético escenario en el que los palestinos y las palestinas aceptaran el Acuerdo del Siglo, lo que en verdad estarían aceptando es negar toda la historia de violencia que media entre 1947 y el presente. Pero además, en términos estrictamente relativos a su supervivencia nacional, estarían aceptando el convertirse, de facto —y a pesar del reconocimiento formal de los dos Estados-nacionales independientes, libres y soberanos— en una provincia de Israel a la cual simplemente se le habilitó para estar (y no habitar) en el territorio disputado a través de un enorme despliegue de infraestructura que discipline su circulación por el mismo —algo que en el espíritu de la propuesta intenta ser salvado y vendido al público como la solución definitiva para el acceso de las personas palestinas a distintas partes de la zona geográfica que mayores reclamos recibe por parte de los tres grandes monoteísmos modernos: el cristianismo, el judaísmo y el islam.
Por supuesto los palestinos y las palestinas no van a aceptar el acuerdo, y no tanto —como ya se empieza a hacer eco en algunos espacios de información— porque quieran mantener el conflicto activo a la manera en que una organización terrorista financiada, armada y entrenada por los servicios de inteligencia occidentales lo haría; sino y sobre todo porque la finalidad de su resistencia no es el acceso a los espacios, es todo lo demás: la dignidad, la descolonización, la historia, que es en donde en verdad se lo juegan todo. La apropiación exclusiva de Jerusalén por parte de Israel es muestra de ello, y de que el tema no es la forma o el modo en el que el pueblo palestino accede a ese espacio, sino el hecho mismo de la apropiación cultural de ese espacio en particular.
Algo es seguro: el fundamentalismo nacionalista del Estado de Israel ha sido avasallante e intransigente durante décadas; y la postura de Netanyahu y los intereses que lo cobijan sólo han tendido a exponenciar esa intransigente violencia en contra de palestinos y palestina. Ningún acuerdo que beneficie a Palestina o que por lo menos coloque a ese pueblo en condiciones de equidad u horizontalidad respecto de Israel ha sido nunca aceptado por este último. Y no lo es ahora mismo con el presente acuerdo. Y la cuestión es que el rasgo más hipócrita de este acuerdo es que se da como una moneda de cambio en la que Trump busca ganar para sí a círculos cada vez más amplios de los intereses judíos en Estados Unidos (el lobby judío) de cara a las elecciones. De ahí que, en última instancia, si Palestina no acepta (y no lo hará), por lo menos el gesto político, simbólico e ideológico ya fue hecho ante los ojos de la humanidad.
Ricardo Orozco, Consejero Ejecutivo del Centro Latinoamericano de Estudios Interdisciplinarios