Pequeño manual de insubordinación para las Españas

28.12.2020

La política internacional es una lucha existencial entre unidades dotadas de poder, unidades que pueden contar con una base territorial o no. Siguiendo las distinciones de Marcelo Gullo, no todos los estados formalmente soberanos sobrepasan un “umbral de poder” con el cual poder medir sus fuerzas con los rivales y competir con ellos. Su soberanía a veces es meramente formal, pero materialmente son incapaces de resistir la acción subordinante de quienes gozan de poder efectivo. Los estados soberanos pueden establecer relaciones diplomáticas, figurar como miembros de la ONU y de otros organismos internacionales, suscribir tratados, y “participar” como sujetos del Derecho Internacional. Sin embargo, la aplicación del Derecho Internacional es obligatoria para los estados sitos por debajo del umbral de poder, mientras que es voluntaria y discrecional por parte de los estados dotados de verdadera potencia material. Así está hecho nuestro mundo.

El caso de España, al menos desde la muerte de Franco (1975) es paradigmático. Estado formalmente soberano, uno de los más antiguos de Europa y del mundo, hace tiempo que figura como unidad política formalmente sujeta al Derecho Internacional, con derecho a defender sus fronteras, su entidad e integridad territorial, sus aguas jurisdiccionales, su espacio aéreo, sus territorios extra-peninsulares, etc. Sin embargo, su debilidad es notoria en la comunidad internacional y en caso de emergencia, el Derecho le serviría de bien poco. En caso de “tomar la iniciativa” ante agresiones flagrantes a su soberanía, como podría ser una hipotética nueva “marcha verde” sobre sus ciudades norteafricanas, sobre las Canarias o costas andaluzas, España se encuentra hoy tan debilitada en el tablero mundial, que incluso asistida por todas las razones del Derecho Internacional, carecería de todo género de apoyos (U.E., OTAN, etc.) incluso siendo estado miembro de organismos supranacionales, y contando con mayor representación que el enemigo.

Y es que lo que importa, en un realismo político internacional, es el “umbral de poder” de que se dota un Estado en sí mismo. Un estado que no vive de ilusiones como la de “sentirse bien rodeado” de supuestos amigos (los norteamericanos, los “socios” europeos) pues estos supuestos amigos bien pueden serlo también del Sultán alauita. España no está por encima de ese umbral, y más bien ha decaído en los últimos años. Lleva todas las de perder.

Otro hipotético caso de agresión a la soberanía nacional sería la repetición de sucesos secesionistas como los de Cataluña, en forma de desafío a las formas constitucionales que preservan el mantenimiento de la unidad nacional. En caso de tener que recurrir a la fuerza represiva como ultima ratio para resolver ese desafío a la Ley, el estado español carecería del apoyo internacional necesario, habida cuenta de las muchas potencias que en la sombra laboran para que la unidad nacional española se disgregue. Tales potencias desean quitarse de encima la posibilidad misma de una recuperación económica y, en general, nacional, del Reino de España y sólo de cara a la galería mantienen una actitud amistosa, colaborativa, de igualdad en su condición de “socios”. Un estado débil, como lo es el español en estos precisos momentos, sólo de forma imperfecta, insuficiente, ineficiente y timorata puede recurrir al aparato represivo. Un estado débil, por su propia naturaleza, no puede reservarse los mecanismos soberanos que le facultan para actuar a tiempo y cortar de raíz los desafíos –invasión no militar, secesionismo, etc.- a que se puede ver sometido. Por el contrario, un estado que ha rebasado el “umbral de poder”, puede dar su zarpazo defensivo antes de que el problema, todavía manejable, “vaya a más”. Ahora mismo, con el desarrollo que están tomando los acontecimientos, todos los problemas que existencialmente afectan a España, a su propia razón de ser, “están yendo a más”.

¿Y qué determina ese “umbral de poder”? Lo determina el poseer una economía productiva propia, con unos sectores agrarios e industriales suficientemente protegidos frente a las potencias extranjeras ávidas por entrar en nuestras fronteras sin arancel alguno, libremente, como quien se mueve por su propia casa sin pedir permiso alguno. La España post-franquista ha caído en manos de una casta política corrupta (principalmente a partir de Felipe González) que se unió a las oligarquías pre-existentes desde los tiempos del Caudillo. Esta oligarquía, tanto si se signaba de derecha como si lo hacía de izquierda, compartía los afanes neoliberales que, bajo pretexto de dejar atrás la autarquía “trasnochada” y “nacional-catolicista”, pretendía plegarse a la división internacional del trabajo.

Como bien señala el experto en Relaciones Internacionales, el argentino profesor Gullo, las potencias dominantes son las que marcan las reglas del juego, reglas de intercambio económico y de relaciones crudas de poder real, muy divergentes de las reglas formales del Derecho Internacional. Las potencias dominantes, como fueron Gran Bretaña y Prusia, como hoy lo es Estados Unidos, marcan estas reglas y tratan de subordinar a todos los demás estados que, so capa de ser tratados como socios, aliados y amigos, son en realidad neo-colonias económicas. La realidad neocolonial de España es un dato evidente desde los tiempos mismos del “desarrollismo” iniciado en la segunda mitad de los años 50. El muy pragmático general Franco introdujo el pisito para el obrero, el utilitario “600”, el bikini y el turismo en una España nacional-católica, de la mano de música “ye-ye” y de un sinfín de concesiones a la bobería norteamericana, anejas como eran a una sociedad que aumentaba su capacidad de consumo. La instalación de bases militares y el claro encuadramiento en un Occidente anti-comunista, hacían de Franco un buen aliado, aunque con “rancho aparte” en comparación con las otras naciones occidentales encuadradas en la OTAN y en el proceso de integración en la Comunidad Económica Europea. 

La anomalía franquista se terminó con la muerte del Caudillo, y justo en ese momento era preciso des-potenciar la semi-autarquía del país. El más decidido destructor del tejido industrial y autárquico de España fue Felipe González y su partido, el PSOE. Las mismas siglas de un partido formado, en los años 30, por criminales e irresponsables (del estilo de Largo Caballero, el “Lenin español”), y que precipitaron al país a la Guerra Civil, fueron las siglas que provocaron la segunda catástrofe nacional. España perdió, en el curso de pocos años (décadas de los 80 y 90), casi toda su infraestructura siderúrgica, extractiva, de construcción naval, de vehículos pesados, así como echó por la borda la ganadería atlántico-cantábrica. Dio golpes de muerte a la clase obrera, a la que domesticó por completo, sometiéndola a sindicatos orgánicos y funcionales del Gobierno, derivando la fuerza obrera al aro y al siempre débil y precario “sector servicios” y condenó a España a ser, por siempre, un país de camareros, sol, playa, chiringuito y prostitución. La playa de Europa y el burdel del Mediterráneo, pero ya nunca más la España agro-industrial que a Franco no le dio tiempo a desarrollar plenamente.

Sin una economía productiva debidamente protegida, un estado nacional no puede rebasar el “umbral de poder”. Se convierte, con harta facilidad, en una colonia informal (o colonia económica) de potencias subordinantes. Esto es justamente lo que ha acontecido con España tras la subida al poder de Felipe González y su partido corrupto. La presencia de presidentes y gobiernos conservadores en el Palacio de la Moncloa (Aznar y Rajoy) no alteró sustancialmente las cosas. Se repite el esquema de la alternancia de la Restauración Borbónica de finales del siglo XIX. España ha vivido, desde 1978, una verdadera Segunda Restauración Borbónica, en la cual la Corona sirvió de tapa que escondía las más malolientes corruptelas. Una alternancia PSOE-PP que simulaba cambios para que, en esencia, nada cambiara. Y desde la tapa dorada del monarca, hasta el fondo del cubo, no había más que putrefacción. 

La subordinación económica fue fácilmente aceptada una vez que los obreros y campesinos más díscolos cayeron al suelo por la acción de las porras de antidisturbios. Los sindicalistas fueron comprados y cooptados en las estructuras de la partitocracia. Se creó una inmensa red clientelar que, en determinadas regiones, era imprescindible para que casi la mitad de población pudiera contar con ingresos. Sin formar parte de ella, no había cargos, pagas, subsidios ni pseudo-empleos. Un país sólo puede entrar a formar parte en el triste club de los estados subordinados, al margen del empleo de la violencia por parte de los subordinantes (ultima ratio que siempre se reservan) si la población se deja engañar por las élites gobernantes, por las oligarquías que se dejaron sobornar por oligarquías internacionales mucho más poderosas que ellas. Dichas oligarquías internacionales están conformadas por consorcios de fondos de capital que, como sucede con la naturaleza misma del capital, “no tiene patria” ni olor, y que usa o no, a conveniencia, el poder de estados nacionales dominantes en el tablero. 

Lo llamativo de la situación presente es que esas oligarquías internacionales de capital depredador no están “cartesianamente” representadas en una res extensa, en un estado dotado de ejército y territorio. La ecuación neoliberalismo=Estados Unidos puede dejar de ser del todo válida en el contexto crecientemente multipolar y desterritorializado. En el seno de las propias metrópolis neocolonialistas puede darse (y lo estamos viendo ya con el caso Trump) una dialéctica entre proteccionistas (capitalismo nacional) y mundialistas (capitalismo trasnacional y puramente especulativo). 

España, como colonia ideológica y cultural desde los últimos años del franquismo, y como colonia económica desde los tiempos del felipismo, adolece hoy de una grave crisis existencial. En cualquier momento puede dejar de ser, de hacerse añicos o en convertirse en un protectorado no ya sólo del yanqui, sino del moro, del árabe y del eje franco-alemán. La España balcanizada que se nos avecina sólo ha sido posible tras el desmantelamiento cerebral ejercido tras el advenimiento de la LOGSE (1991) y todas las leyes educativas que, salvo ornamentos varios, consagran y perpetúan la alienación de los jóvenes españoles, indoctrinados en las más ideológicas y necias falsedades, y sometidos a una ignorancia crasa, que le viene a las mil maravillas a esta oligarquía traidora y corrupta. 

Antes de dotarse de un movimiento popular que amague precipitadamente con hacerse respetar en nuestras fronteras y costas, y que amague con sofocar focos secesionistas con la fuerza del propio pueblo, si es que se da una hipotética inacción de los uniformados, es preciso antes reiniciar un proceso de desarrollo productivo agroindustrial desde un centro de poder gubernamental que, previamente, haya desalojado a la casta corrupta instalada en Madrid y en las taifas. Protección de nuestra producción, reorientación de la Economía en clave nacional y firmeza ante los ataques financiero-depredadores de la Oligarquía mundial que nos quiere endeudados y de rodillas. 

El movimiento popular debe llevar a cabo 1º) el desalojo de la casta política dominante, 2º) la reorientación productivista de nuestra economía, abandonando el modelo de ladrillo-playa-puti-club, y 3ª) rearmarse y fortalecer una industria militar de alto nivel, para garantizar nuestros desafíos soberanos y, de paso, crear puestos de trabajo cualificados, bien con con casco y mono de trabajador, bien con uniforme como soldado de las Españas.