Pensar el populismo: Individuación y comunidad
El gran dilema popular de nuestra época se da entre lo libertario y lo comunitario. Necesitamos de la libertad –del «ánimo» de la libertad total– para llegar a ser «nosotros mismos» (el antiguo «llega a ser el que eres»), pero, a la vez, desde esa libertad, sentimos el anhelo de una comunidad verdadera. El fondo del ser humano comprende que hay verdades, saberes, felicidades que no pueden alcanzarse individualmente. No solo porque necesitamos de una tradición popular o religiosa o sapiencial que sea heredable y que se cultive colectivamente; sino también porque habría un conocimiento, un determinado conocer, que solo se lograría desde un «inteligir colectivo»; desde una inteligencia comunitaria que trasciende las posibilidades de la inteligencia individual.
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Los reales enemigos del pueblo no quieren que esa inteligencia comunitaria se pronuncie ni se descubra a sí misma. Para eso crean falsas problemáticas o falsas respuestas, principalmente en torno a dos grandes mentiras de base: El «falso individualismo» y el «falso comunitarismo», que suplantan a nivel social tanto la individuación como la comunidad verdaderas.
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El falso individualismo difunde la idea de que la máxima plenitud y realización humana es una experiencia puramente individual, alcanzable enteramente por el individuo mediante el despliegue de sus propias capacidades y deseos. Para este individualismo de carácter liberalista –que llega incluso a autodenominarse, erróneamente, «libertario»– el problema social radicaría en el cómo construir un juego político y económico que le permita a los individuos alcanzar sus logros, siempre en correspondencia al «esfuerzo personal» que cada uno de ellos ponga como «inversión» en pos de su propia felicidad.
Este falso individualismo atenta contra las dinámicas populares, porque si no existe una colectividad que vele por el bien común y por el resguardo de principios trascendentes al individuo, el «bienestar» prometido tenderá a ser alcanzable exclusivamente dentro de ciertos círculos de elite, «los favorecidos de siempre», mientras que para los demás miembros de la sociedad ese «bienestar pleno» funcionará como una constante promesa o utopía. Además, en la carrera tras ese «bienestar» ilusorio o de facto inalcanzable, se potenciará la formación de individualidades que se habituarán a pensar y actuar con la prioridad de su propio provecho personal, de manera desvinculada a cualquier conciencia comunitaria.
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Este falso individualismo liberalista, aun cuando se plantee a sí mismo como defensor de los valores supremos de la «libertad» y del «respeto mutuo entre los seres humanos», y aunque subraye que el individuo es «absolutamente libre» para elegir el sistema ético que le plazca, en la práctica, sin embargo, favorece el desarrollo de antivalores como la astucia, el predominio de la fuerza, la ambición y otros que se muestran útiles en una pragmática del puro beneficio personal. Este mismo individualismo suele oponerse a cualquier idea de ética comunitaria compartida, pues la entiende como un límite en el despliegue de la total «libertad» individual.
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El falso comunitario, por su lado, suele plantearse como la «única opción» frente al individualismo antes referido, pero viene a ser igual de nefasto para el profundo y verdadero sentir popular, en cuanto reemplaza y anula la posibilidad de instaurar –o restaurar– los vínculos con la auténtica comunidad. Hay falso comunitarismo en aquellas asociaciones en las que sus miembros se reúnen por gustos, disgustos o miedos, proyectados y disfrazados estos en ideologías o modas a seguir. Se convocan, llevados por un sentimiento gregario y uniformador, en torno a identidades artificiales, construidas en torno a gustos culturales, claves generacionales, preferencias sexuales, ideologías políticas o religiosas, etc.
Si el falso individualismo enajena al individuo con respecto a los verdaderos anhelos que surgen desde las profundidades de su ser, el falso comunitarismo falsifica e intenta reemplazar los auténticos vínculos identitarios de pertenencia.
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El signo más obvio para identificar el falso individualismo y el falso comunitarismo es que ambos se rechazan y se combaten como términos excluyentes. Mientras el primero se presenta como el único representante de la libertad y ve en todo intento de identidad y pertenencia una «reacción autoritaria» contra los derechos individuales, el falso comunitarismo desprecia la singularidad y la libertad de pensamiento y censura –en todo acto propiamente libertario– su disenso, su «incorrección» y/o su falta de «conciencia social».
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En el fondo de toda individualidad humana se halla un profundo anhelo de identidad y de pertenencia; lo cual solo puede satisfacerse mediante el vínculo y la convivencia comunitaria.
La verdadera comunidad no es solo una suma de individuos en torno a un acuerdo o pacto social. Se trata de un «cuerpo» integrado por distintos miembros que conviven desde una identidad compartida; un «nosotros», que favorece la colaboración en la solución de problemáticas cotidianas y, a la vez, el desarrollo de un vínculo con la trascendencia. Esta trascendencia se abre ante las preguntas más grandes del ser humano; aquellas que este no sabe –ni puede– responder desde su experiencia individual.
La verdadera comunidad se sustenta y se enriquece con la vida única e inimitable de las personas que la componen y, a la vez, nutre a cada individuo con un sentido de vida trascendente, al que solo puede accederse desde de la experiencia comunitaria de la tradición.
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El pueblo se forja, se educa y se desarrolla en la libertad y en el vínculo; en aquella relación orgánica y sinérgica que se da entre la búsqueda de la individuación y la pertenencia a la comunidad.
La pregunta por lo popular se mueve en un territorio del pensamiento –y de la acción– en el que no existe real antagonismo entre lo individual y lo comunitario.
Todo pensar lo popular se lanza hacia una doble trascendencia: la de los «pequeños misterios» de la interioridad humana, y la de los «grandes misterios» de la herencia y el destino colectivo.
Chile