Pavel Durov y la paranoia de Kafka
Kafka describió con maravilloso poder imaginativo los futuros campos de concentración, la futura inestabilidad de la ley, el futuro absolutismo del Aparato estatal.
- Bertolt Brecht
En una escena sacada directamente de una novela de Franz Kafka, Pavel Durov, el enigmático fundador de Telegram, fue detenido en Francia al aterrizar en el aeropuerto de Le Bourget, cerca de París. Al desembarcar de su jet privado, fue apresado por las autoridades francesas que habían estado al acecho, armadas con una orden judicial en la que se le acusaba de permitir actividades delictivas a través de su plataforma de mensajería. Los cargos, tan surrealistas como graves, incluyen complicidad en el tráfico de drogas, delitos de pedofilia y blanqueo de dinero, todos ellos derivados de la supuesta falta de moderación de Telegram. Su detención no es sólo una catástrofe personal, sino un crudo recordatorio del absurdo que espera a quienes desafían la invisible pero omnipresente mano del poder en un mundo que dice proteger la libertad mientras la desmantela metódicamente.
¿Qué será de Telegram tras la detención de Durov? La pregunta despierta una inquietud que rápidamente hace metástasis en innumerables susurros especulativos, cada uno más incierto que el anterior. Un rumor, que ya se desliza por los pasillos digitales, insiste en que el equipo de Durov está preparado para esta eventualidad, que existe un protocolo clandestino, listo para ser promulgado al filo de la medianoche. Pero, como ocurre con todos los rumores, se nutre de la falta de fuentes verificables. La verdad, envuelta en la ambigüedad, es tan escurridiza como el propio hombre. Si Telegram persistirá, y en qué forma distorsionada, persiste como un enigma inquietante, una pregunta suspendida en el vacío donde debería estar la certeza.
En el Occidente moderno, la libertad de expresión se exhibe como un principio sagrado, un brillante emblema de la democracia que supuestamente contrasta con los «regímenes despóticos» de Rusia y China. Sin embargo, bajo esta pulida fachada se esconde una realidad tan asfixiante y absurda como cualquier pesadilla kafkiana: un lugar donde los disidentes son perseguidos implacablemente, sus voces sofocadas, sus libertades extinguidas. Las historias de Julian Assange, Edward Snowden y ahora Durov sirven como inquietantes recordatorios de que la devoción de Occidente por la libertad de expresión es una afirmación hueca, una farsa que enmascara una verdad más oscura.
Durov posee la ciudadanía de cuatro naciones: Rusia, San Cristóbal y Nieves, Francia y los EAU. Su multiplicidad de identidades refleja su desesperado intento de eludir las cada vez más estrechas garras del poder estatal, de seguir siendo un alma sin ataduras en un mundo en el que la verdadera autonomía no es más que un sueño fugaz. Sin embargo, la revelación de que Durov ha renunciado a su ciudadanía rusa, unida a su reciente detención en Francia, subraya la futilidad de tales esfuerzos. No importa cuántas fronteras cruce, cuántas nacionalidades asuma, la garra de hierro de la censura le seguirá inevitablemente la pista si se niega a doblegarse ante la autoridad liberal de Occidente. Las personas que valoran la auténtica libertad no deben «huir» a Occidente, sino huir lejos de él.
La noción de una prensa libre, tan a menudo celebrada en Occidente, se revela como una amarga farsa. Se nos sirve la reconfortante ficción de que los medios de comunicación operan sin cadenas, de que los periodistas persiguen la verdad sin temor a represalias. Sin embargo, el calvario de Durov, haciéndose eco del de Assange, descubre la fragilidad y el engaño que se esconden tras esta falsa «libertad». Cuando Durov abandonó Rusia, no lo hizo en busca de mayores libertades, sino porque se negó a someterse a las exigencias de censurar VK, la red social rusa de uso generalizado, resistiendo a las presiones para que entregara los datos de los usuarios a las autoridades.
Kafka, el maestro de la desesperación burocrática, encontraría en el destino de Durov una inquietante familiaridad. Es un destino que remite a la difícil situación de Josef K. en El proceso, condenado no por ningún delito concreto, sino por la insidiosa y omnipresente sospecha que invade todos los aspectos de la existencia. En un mundo en el que hasta el más mínimo desliz desencadena las más graves sospechas, ¿cómo puede ser la libertad algo más que una amarga ilusión? ¿No estamos todos, de alguna manera, atrapados dentro de una vasta burocracia sin rostro, donde cada acción es escrutada, cada intención cuestionada y cada individuo reducido a un calco de sí mismo?
El terror que se filtra por este mundo no es sólo el miedo al castigo. Es algo más profundo, más penetrante: un terror que inmoviliza el alma. Es el pavor a pronunciar una palabra indecible, a albergar un pensamiento impensable, a desafiar la mirada que todo lo ve y que vigila desde todos los rincones. Este terror, como intuyó Kafka, es una anticipación de la retribución, así como una ansiedad profunda y paralizante: un anhelo de algo que está más allá del alcance de quienes ejercen el poder, pero también un miedo a todo lo que ese poder toca. En Occidente, este temor se encubre en la retórica de la «libertad», envuelta en la reconfortante mentira de que somos libres para hablar, libres para pensar, libres para resistir.
Sin embargo, el enredo de los poderosos conglomerados mediáticos con otras fuerzas de élite pone al descubierto este grotesco espectáculo de payasos. Una vez que un imperio mediático crece lo suficiente, deja de verse a sí mismo como un perro guardián del poder; en su lugar, se enreda dentro de la red de influencia que se suponía debía escrutar. Deja de ser un adversario y se convierte en un colaborador, cómplice de la perpetuación de las estructuras que antes pretendía desafiar. Esta traición silenciosa, esta connivencia tácita, garantiza que la disidencia permanezca cuidadosamente controlada, pulcramente contenida y, en última instancia, obliterada.
La hipocresía más flagrante de Occidente reside en su fe en la misión moralizadora de empresas multinacionales como Google, cuyo credo, «No seas malvado», se ha convertido en un eslogan banal. Los arquitectos de Google creen sinceramente que están moldeando el mundo para mejor, pero su supuesta apertura de miras sólo se extiende a las opiniones que se alinean con el trasfondo liberal-imperialista de la política estadounidense. Cualquier perspectiva que desafíe esta narrativa se hace invisible, se descarta como irrelevante o peligrosa. Éste es el terror sordo de su misión: el horror silencioso de un mundo en el que las voces discrepantes no son silenciadas por la fuerza, sino simplemente ignoradas hasta el olvido.
Ninguna sociedad que haya erigido un sistema de vigilancia masiva ha evitado su abuso, y Occidente no es diferente. Se ha convertido en un lugar común asumir que el gobierno vigila todos nuestros movimientos, mientras que se considera paranoico creer lo contrario. Esta normalización de la vigilancia es el último testimonio de lo profundamente arraigados que se han vuelto estos mecanismos de control. Existimos en una realidad en la que la privacidad es un anacronismo, en la que cada gesto se registra, cada palabra se cataloga, cada murmullo de disensión se registra para ser juzgado en el futuro. El estado de vigilancia ya no es una distopía lejana; es el mundo que habitamos, la pesadilla de la que no podemos despertar.
En este mundo, la transformación del individuo es inevitable y excepcionalmente kafkiana. Cuando Oge Noct se despierta de sus inquietos sueños, se encuentra inexplicablemente alterado en un monstruoso insecto. Esta metamorfosis es una aberración física y un símbolo de la deshumanización infligida por un sistema que tritura el alma. Ya sea Assange, Snowden o Durov, el patrón es el mismo: quienes se atreven a desafiar al sistema no son leonizados sino degradados, su humanidad erosionada por la implacable maquinaria de control que se declara campeona de la libertad mientras perpetúa una tiranía inflexible.
Este es el verdadero rostro del Occidente moderno: una espiral descendente kafkiana en la que la promesa de libertad es poco más que una broma cruel, y quienes la buscan están condenados a vivir en un miedo perpetuo.
Es como un río, ¿verdad? Un río que se desborda, desbordándose en los campos, perdiendo su profundidad a medida que se extiende más, hasta que todo lo que queda es un estanque sucio y estancado. Eso es lo que les ocurre a las revoluciones. Comienzan con fuerza, con propósito, pero a medida que se extienden, se diluyen, pierden su sustancia. Y cuando el fervor finalmente se evapora, ¿qué queda? Nada más que la mugre de la burocracia, espesa y asfixiante, arrastrándose por todos los rincones de la vida. Los viejos grilletes que nos sujetaban eran al menos visibles, tangibles, pero estos nuevos... están hechos de papel, de formularios y sellos y firmas, interminables y asfixiantes. Y, sin embargo, los llevamos igual, sin darnos cuenta de lo fuerte que nos atan.