Donald Trump, el más anti-elitista de los políticos norteamericanos

08.08.2016

¿Puede un millonario que obtuvo inicialmente un uno por ciento en las primarias meter en crisis el sistema entero de todo un país? Al parecer sí. Donald Trump no es un candidato cualquiera, sino un verdadero terremoto político que ha dado la vuelta a todos los pronósticos. En los Estados Unidos de América ya había ocurrido que una personalidad fuera de los esquemas tradicionales lograra atraerse consensos tan importantes. El último caso, en orden cronológico, fue el de Ross Perot en 1992. Y por mucho que sea considerado por la may parte de los analistas como un outsider del Partido Republicano, así como un hombre de ruptura con el establishment, podemos afirmar con certeza que el magnate de Nueva York encarna mejor que cualquier otro político de profesión un determinado espíritu americano. Padre de familia, hombre de negocios, señor de casinos, icono pop de reality show, comparsa hollywoodiana, Donald Trump ha construido una imagen y un estilo que hunden sus raíces en una larga tradición nacional-popular que va desde la doctrina paleocon - individualista y aislacionista - al uso de un lenguaje político simple, la mayoría de las veces, apoyado en el género cómico. Por lo tanto, la clave de su éxito electoral está en la capacidad de encarnar el carácter nacional de aquella Norteamérica adversa a los círculos intelectuales y de las élites.

Anti-intelectual es su historia personal. Trump es un hombre nacido con buena estrella, pero siempre de la calle, que ha construido su propia fortuna en el ladrillo y no en la especulación financiera. Su perfil reproduce perfectamente el descrito por Richard Hofstadter en su libro El anti-intelectualismo en la vida norteamericana (1963), en el que virtudes tales como el pragmatismo, la eficiencia y el conocimiento práctico se tratan con desdén moral. Así como Richard Nixon se burlaba de la intelectualidad formada en la universidad - "bastardos de Harvard" los llamaba -, también Trump en sus discursos ha preferido una retórica popular y populista hostil a la "corrección política", o mejor dicho, a la "cultura de lloriqueo" narrada por Robert Hughes. Antielitista entonces es su forma de ser. Lo que parecía ser un complejo de inferioridad se ha revelado como un punto de fuerza de la campaña electoral. Trump es un representante de un cierto capitalismo - protestante pero teutónico en espíritu -, que nunca extendió sus negocios e intereses comerciales fuera del país. Además, a diferencia de muchos businessmen de los Estados Unidos, no frecuenta los salones de la "élite del poder" de Charles Wright Mills, y está excluido de los círculos restringidos y cosmopolitas de Christopher Lasch. Desde los suburbios de Nueva York llegó a Manhattan y allí se quedó. Y mientras que sus otros competidores cabalgaron silenciosamente el globalismo, él alzó la voz grabando su propio nombre sobre los rascacielos y las mega-estructuras que fue construyendo alrededor de los Estados Unidos.

Y, probablemente, es esta transparencia total en la manera de hablar y de hacer, en una sociedad cerrada, permeada de grupúsculos secretos y sectas universitarias, lo que ha hecho olvidar a su electorado - la "América empobrecida" (Noam Chomsky) excluida de la globalización -, su inmenso patrimonio. En el fondo, también el gusto kitsch (desde la elección de la ex modelo Melania, hasta la decoración de sus inmuebles), se ha convertido en una herramienta eficaz para comunicar: el multimillonario no tiene nada que ocultar. Así también en la retórica escénica: Trump, con un lenguaje casi adolescente, dice todo lo que piensa, a veces contradiciéndose. Más que un speech de convención, la suya es una performance de un auténtico y propio hombre show, libre de preconcepciones, dogmas e ideologías. Trasluce un hombre no manipulado, spin doctor de sí mismo y por su propia cuenta, dentro de un sistema electoral dominado por el lobby del dinero. No es casualidad que el leitmotiv para desacreditar a sus oponentes políticos gire en torno a esta libertad de decir y de hacer. "Las grandes empresas, la élite de los medios de comunicación y los grandes inversores sostienen a Hillary Clinton", ha declarado recientemente, "porque tienen el control absoluto sobre todo lo que hace. Ella es su marioneta y tiran de las cuerdas". Esta imagen de sí mismo viene en fin reforzada por un programa, en conjunto primordial, articulado sobre el individuo, el patriotismo y el libre mercado, tres elementos queridos por el pueblo estadounidense y fácilmente comprensibles. Hace algunos años Trump habría sido un candidato independiente, y sin embargo se las arregló para enterrar a las grandes dinastías y ocupar todo un partido que nunca lo ha querido particularmente. La verdad es que en los Estados Unidos, como en Europa, están saltando los esquemas tradicionales. El lema adoptado,  “Make America great again!” ["¡Hacer grande a Estados Unidos de nuevo!"], repescado del vocabulario reaganiano, convence al núcleo duro del Grand Old Party, y también abre una brecha entre algunos progresistas, muchos de ellos partidarios de Sanders en las primarias del partido demócrata, que ven en Trump al último representante de la mayoría silenciosa del país, excluida por los procesos de la globalización.

Bibliografía: M. Ferrarini, Fiebre Trump. Un fenómeno estadounidense, Venezia, Marsilio, 2016.

Treccani