Detengamos la inglenseñanza
"Enseñanza bilingüe" se le llama por lo común, pero con propiedad habría que denominarla "inglenseñanza", pues por mucho que se le llame "bilingüe", no es propiamente una enseñanza en dos lenguas, sino que es "enseñanza" en inglés.
Esta aventura primero se fue instalando, a manera de "producto revalorizador", en el mercado de la enseñanza privada y concertada: sí, digo bien lo de "mercado de la enseñanza", pues ni la enseñanza ha escapado al totalitarismo de mercado. Colegios y centros de enseñanza privados pensaron hace años que añadían una nota de "excelencia" impartiendo sus clases de Historia, de Matemáticas o de Química en inglés. Así, su clientela podría decirle a sus amistades que sus niños estudiaban en "colegio bilingüe".
La operación tenía mucho de efecto publicitario: se suponía (y supersticiosamente sigue suponiéndose) que un "colegio bilingüe" marca una diferencia a la alta, por su presunto nivelazo de inglés. Se vende el pastel como señuelo con el que atraer clientes que paguen la matrícula de sus hijos en la crédula confianza de lo excelentemente aptos que van a salir los niños haciendo raíces cuadradas, mientras hablan inglés a la vez y cuánta historia de España (en inglés) van a saber los alumnos de un "bilingüe" al salir. Pero, ¿esto es verdad? Los estudios más actuales indican que, se pongan como se pongan los mercachifles de la inglenseñanza, la inglenseñanza ni enseña química ni filosofía (en inglés), ni mejoran tampoco la competencia lingüística en el idioma de Sespir. Y lo que ocasiona es una cadena de estropicios que voy muy someramente a presentar.
En primer lugar, diremos que la tendencia a inundar con el inglés el currículo de la enseñanza española no tiene ningún sentido teniendo, como los españoles tenemos, una de las lenguas con más hablantes en el mundo. Puede tener algún sentido que otros países europeos, al verse con lenguas vernáculas muy reducidas en su población hablante, hayan apostado por instalar un bilingüismo de hecho, con lo que ello supone de perjuicio para el uso y cultivo de sus lenguas nativas que, parece que irremediablemente van languideciendo en su uso popular. Así y, desde hace décadas, los países nórdicos, algunos centroeuropeos y no pocos eslavos, al tener unas lenguas que la hablan sus escasas poblaciones en proporción a la humanidad en su conjunto, apostaron por una enseñanza bilingüe. En el caso del castellano (o español, como se prefiera) eso no es razón suficiente: se estima que somos 560 millones de hispanohablantes repartidos por todo el mundo. La inglenseñanza no puede entenderse sino como un colonialismo cultural que amenaza una de las estructuras más profundas de la identidad de los pueblos (y del nuestro en particular), al ejecutar una segregación de las lenguas vernáculas para instalar en rango hegemónico mundial la lengua inglesa, cumpliendo el sueño del imperialismo británico de Cecil Rhodes. Debe ser el español (o, si se quiere, el castellano) el que abandere la causa de todos los pueblos, para competir con el inglés.
La implantación de la inglenseñanza en España debe obedecer a profundos desarreglos psicológicos de nuestros gobernantes, empezando por el complejo de inferioridad que salta a la vista y no quiero dejar de aprovechar la ocasión para decir que, precisamente, no son nuestros gobernantes políglotas ejemplares: recuérdese a Rodríguez Zapatero o a Ana Botella o a muchos otros que, en sus intervenciones públicas hablando en otras lenguas, se han convertido en el hazmerreír del mundo. Resulta, como poco, de un cinismo colosal que gobernantes así obliguen a hablar en inglés a los barrenderos españoles de zonas turísticas, cuando esos que hacen las leyes a duras penas se defienden en su lengua nativa.
Pero, en el ámbito de la enseñanza que es lo que traigo aquí, la inglenseñanza es uno de los problemas de mayor calado al que nos enfrentamos a día de hoy. Piénsese que excelentes profesores de sus propias asignaturas tienen que invertir un tiempo precioso en homologar su competencia en inglés, mientras se ven obligados a desatender su actualización en sus respectivas materias. Y esto tampoco beneficia a los excelentes profesores españoles de inglés, dado que si todo se hace en inglés es cuestión de tiempo que se hagan totalmente prescindibles.
Los padres tampoco son conscientes de la devastación que esto supone para la formación académica de sus hijos, pues no está dicho en ninguna parte que la preparación anglohablante de un buen profesor de Historia o Física pudiera ofrecer (en una lengua que no es ni la del docente ni la del alumnado) los conocimientos exigidos por la displicina académica en cuestión.
Los alumnos lo sufren en primera persona. Si de suyo era difícil aprender álgebra con explicaciones en español, imagínese el lector lo que eso puede ser "aprendiéndola" (es un decir) en el precario inglés que habla el maestro y en el precario inglés que puedan entender los alumnos. Quien pueda insinuar que nos pongamos todos a estudiar inglés para elevarnos a ese grado que marcan nuestros mandamases es como si, en medio de un incendio, nos dijeran que resolviéramos una ecuación en vez de ponernos a salvo.
Esto se está yendo de las manos. Pero todavía -pienso- es reversible, siempre y cuando hagamos la labor pedagógica de concienciar a alumnos, padres y profesorado, haciéndoles comprender que la inglenseñanza es una mercancía averiada que, si no paramos a tiempo, ocasionará estragos en la ya de por sí maltrecha enseñanza española. Tomen nota los sindicatos de enseñanza, pues esto exige una campaña que sensibilice a la sociedad y la movilice para evitar los nefastos resultados a los que aboca esta moda por decreto. Otra forma más en que se patentiza el lacayismo de nuestros indígenas liberales.