Covid-19, liberalismo y tecnología: consecuencias psicosociales

07.07.2020

Si bien es cierto, antes de la pandemia el mundo estaba pasando por una situación de tensión semejante a una burbuja a punto de estallar, la crisis mundial del Covid-19 llegó para romperla con una recesión de la economía, incremento de la pobreza y el desempleo; así como, la profundización de contradicciones sociopolíticas a lo interno de los países. Sumado a ello, las restricciones necesarias para la contención del virus lograron llevar al límite la capacidad de la tolerancia humana, haciendo del aislamiento prolongado el caldo de cultivo perfecto para la negatividad, frustración y la pérdida de la esperanza sobre una nueva normalidad más justa e igualitaria.

Podemos destacar algunos aspectos positivos de la situación; tales como, el respiro que el planeta ha tenido producto del paro radical de la producción global y la aceleración hacia la era digital que ha sido clave para mantener al mundo en cierto movimiento y totalmente comunicado. Pero ¿hasta qué punto esto es bueno? Uno de los problemas que investigadores sociales han venido estudiando a lo largo de los últimos años, ha sido el impacto de la tecnología y la nueva era digital en la vida de las personas, con especial énfasis en sociedades cada vez más individuales como resultado de un modelo económico y político imbuido en una ideología de carácter global y deshumanizante que no se ve, percibe, ni se entiende como tal.

El liberalismo, una de las tres grandes y obsoletas ideologías políticas de la modernidad, enseña a ver y entender la realidad desde lo fragmentario, no como una totalidad de la cual el ser humano es parte, sino que el individuo pasa a ser el centro y fin en sí mismo, todo se convierte en un medio para un fin individual en nombre de la libertad, una, dicho sea de paso, reducida al concepto de libertad de mercado; a la compra y venta de mercancías. Al buscar “liberar” al individuo de toda “obstrucción” a su “libertad”, tiene como objetivo final liberarlo paradójicamente del último gran colectivo: la humanidad, que se convierta en individuo absoluto y no en parte de la humanidad misma, lo que convierte dicha filosofía en un modelo autodestructivo.

Estos son parte de los argumentos desarrollados por filósofos contemporáneos como Alexander Dugin, quien explica que, desde esa filosofía el ser humano es convertido en individuo (indivisible, unidad mínima), “libre”, que debe liberarse de todos los vínculos e identidades colectivas que posea y marcan su ligamen como parte de algo más grande que crea y alberga conciencia. Al convertir todos estos vínculos colectivos en  “opcionales” para el individuo (espiritualidad, género, familia, profesión, política, etc), aquello que une y crea a la sociedad se ve destruido y diezmado al convertirse en algo “inútil” si no genera algún beneficio individual que contribuya a su auto-realización. Este tipo de sujeto nuevo “completamente libre” considerado dueño de sí ha sido denominado por el surcoreano Byung Chul Han como el sujeto del rendimiento, uno que se explota así mismo, pero esto no lo percibe de dicha manera.

El contacto humano es reemplazado por la tecnología y nuevas corrientes como el transhumanismo, cuya búsqueda es la sustitución de lo humano en la mayoría de actividades y el auge de la inteligencia artificial, donde en muy poco tiempos tendremos que actualizar hasta nuestros sistemas jurídicos porque se establecerán protocolos de cómo relacionarse con este tipo de máquinas en la sociedad.

Todo este gran desarrollo tecnológico que no debe satanizarse, pero si analizarse de forma crítica en el contexto político e ideológico en que se desenvuelve, nos introduce en burbujas y nos aisla, como plantea el cineasta y escritor español David Trueba. Eso nos protege por un lado, pero nos separa del resto por otro, convirtiendo a los otros en enemigos, Trueba explica con el ejemplo del vehículo y el celular, éste último es un espacio de comodidad donde el individuo puede hacer, decir y opinar de forma blindada porque no tiene a alguien que piense diferente frente suyo explicando o rechazando sus posturas y opiniones. Así es como los ya frágiles vínculos humanos, que son reducidos a intercambios comerciales, son llevados casi a piezas de museo y a relaciones cada vez más conflictivas ante la violencia estructural del sistema, reflejada en la intolerancia de la convivencia social cotidiana; así como en movimientos políticos violentos de corte autoritarios.

Entonces, en un mundo pos-pandemia, donde ya no se priorice el contacto humano, sino que se vea casi como una especie de “amenaza” para mi vida, sumado a un individualismo salvaje y autodestructivo producto del modelo de sociedad en que vivimos, tenemos la receta perfecta para un colapso emocional y psicológico a escala planetaria. Este proceso de individuación extrema viene desde hace mucho tiempo, por ello la ruptura de los vínculos se hace sencillo, solo basta observar las noticias sobre eventos atroces que nos hacen pensar "ojalá les pase lo mismo", "se merecen lo que les pasa" o incluso (que últimamente se escucha mucho) "no me importa, no podemos hacer nada".

Este distanciamiento e independencia emocional y física hacia los demás, sumado al gran bombardeo de noticias negativas en medios televisivos, redes sociales e internet en general, alimentan el miedo a tal punto de rechazar cualquier conducta que atente contra nuestra seguridad y la de las personas más cercanas. El temor a la muerte, a lo que no se ve y no se sabe es una herramienta política utilizada con intenciones poco democráticas o simplemente económicas que buscan incrementar ganancias y manipular las masas, volviéndonos seres más vulnerables.

Ante el temor o la incertidumbre, el humano tiene dos tendencias de reacción anteponiendo siempre su principio de supervivencia; la primera opción sería la negación defensiva, con la negación de la realidad no existe el problema por lo tanto no me afecta, de esta forma logro preservar mi existencia. Por otra parte, se encuentra la ofensiva, la cual coloca como máxima prioridad la destrucción de todo lo que amenaza nuestra forma de vida; como, por ejemplo, el incremento de la xenofobia que se está percibiendo en diferentes países de todo el mundo.

Son muchos los expertos en el campo de la salud mental que hablan de la otra crisis que traerá el Covid-19, y es la de problemas mentales en la población. En este contexto, podemos decir que la guerra ya no es contra un enemigo tangible como una persona o un estado, sino contra la ira, la frustración, el miedo e incluso contra la depresión. Por eso es indispensable comprender otro tipo de razones contribuyentes a darle paso a dichas circunstancias, con el objetivo no solo de conocerlas sino para buscar alternativas políticas, económicas y sociales que permitan dar pie a un nuevo orden o normalidad más humana, solidaria, respetuosa del ambiente e inclusiva.

Mauricio Ramírez Núñez académico, Sharon Figueroa Mata, estudiante de Relaciones Internacionales.