Contra el Islam en defensa de nuestra “identidad”: sí, pero ¿cuál?
Entre las ideas fuerza que Matteo Salvini presenta como esenciales para el nuevo curso de la Liga Norte continúa estando el “no a las mezquitas”, o el rechazo a la construcción de lugares de culto islámicos en nuestras ciudades. Decimos “continúa” porque si en otras áreas Salvini parece haber dado un giro importante e innovador a la política de su partido (véase, por ejemplo, a nivel interno, la atención a la dimensión nacional o, a nivel internacional, el apoyo a la Rusia de Putin), sobre tal punto no hubo novedades sustanciales respecto a las tradicionales posiciones anti islámicas propias del movimiento liguista, en el que el “tema de la inmigración” y la “cuestión islámica” siempre se han visto como las dos caras de la misma moneda. Y a partir de esta identificación parece surgir una serie de problemas cuyo enfoque creemos será útil para aclarar los límites y las contradicciones en las que incluso la nueva Liga de Salvini continúa moviéndose, y con ella los diferentes partidos y movimientos europeos considerados “identitarios” -etiquetados como “populistas” o de “extrema derecha” – con los cuales la Liga está hoy más estrechamente aliada, límites y contradicciones que van a invertir la naturaleza, los valores de referencia y la misma visión del mundo que son la base de toda esa área política.
Como se sabe, el “no a las mezquitas” es parte de una batalla política general encaminada a obstruir y detener la propagación en Italia de las prácticas, usos y costumbres islámicas, consideradas incompatibles, si no hostiles, a las de nuestro propio país y a las de Occidente en general. El “no a las mezquitas” va de la mano con el no al velo para las mujeres, el no al kebab, el no a la comida islámica en los comedores escolares y así sucesivamente. La cuestión decisiva es por consiguiente la de la llamada “amenaza islámica”, y por lo tanto ligada a la de la “invasión extracomunitaria” que pondría en riesgo, más allá de los costos materiales y sociales que implica inevitablemente la inmigración sin reglas, la identidad y, por lo tanto, la propia supervivencia de nuestra civilización. Si no fuera por esto, sería difícil de entender cómo se podría justificar la negativa a reconocer el derecho fundamental de los fieles musulmanes a rezar en los lugares adecuados (¿o los quieren dejar quizá en sótanos y garajes?), derecho que no nos parece que los liguistas, como los partidos afines a ella antes mencionados, quieran negar a los representantes de otros cultos no cristianos. No nos consta, de hecho, que estos se movilicen cada vez que temen la construcción de un templo judío, budista o de la nueva era, sin tener en cuenta el hecho de que entre los musulmanes también se cuentan en la actualidad decenas de miles de ciudadanos italianos convertidos (por lo tanto, no ciertamente “extracomunitarios”): en este caso encontrar alguna razón que pueda justificar la denegación del derecho de culto reconocido a los italianos cristianos, judíos o budistas sería aún más difícil y un tanto paradójico. Así que, más que una cuestión de elementales cuanto descontados derechos subjetivos, el problema parece ser aquello mucho más importante de la defensa de nuestra “civilización”, dado que ésta, al decir de estas fuerzas políticas, se pondría en riesgo principalmente por el Islam, no constituyendo en este sentido otras religiones ningún peligro, tanto por el número limitado de sus miembros, como porque principalmente estos, más allá del Dios particular en el que creen o del culto específico que le reservan, aparecen para el resto perfectamente integrados en la sociedad occidental, reconociéndose plenamente en sus costumbres y en sus valores subyacentes.
Uno se pregunta, entonces, cuál sería esta “civilización” occidental, cuáles sus costumbres y valores, en nombre de los cuales la Liga y otras fuerzas identitarias europeas llevan a cabo su lucha anti islámica. Que se sepa, la única “civilización” que caracteriza a Occidente hoy es la llamada civilización “moderna”, o civilización laica materialista y consumista, que nació precisamente en Occidente hace unos dos siglos, se ha ido gradualmente ampliando gracias al predominio de éste al resto del mundo, mundo casi por completo “occidentalizado”: como tal civilización fue construida aquí, con nosotros haciendo tabla rasa de todas las civilizaciones y culturas “otras”, civilizaciones y culturas de tipo esencialmente “tradicional” que caracterizaron en origen al Occidente mismo, y del mismo modo se va imponiendo a nivel global, barriendo la civilizaciones locales tradicionales, algunas de las cuales no han sido totalmente erradicadas, en algunas zonas todavía están tratando de resistir en nombre de la defensa de su propia identidad. El Islam, aunque también profundamente distorsionado por la modernidad, es una de ellas, más allá de las diferentes articulaciones y corrientes, a menudo en una amarga lucha entre ellas, lo que inevitablemente caracteriza cualquier gran tradición (si hay una cosa que une a los sunitas del Isis o de la Hermandad Musulmana, y los chiítas de Irán o de la libanesa Hezbolá es la ‘hostilidad hacia las costumbres y estilo de vida occidentales). Cuando la Liga y los partidos “identitarios” dicen que luchan por la “identidad” occidental contra la amenaza islámica, entonces es de esta identidad de la que esencialmente están hablando, dado que en Occidente, desde hace varias décadas, no se ve otra. Hablar incluso de defensa de la “identidad cristiana”, como estos movimientos hacen, como si el Occidente todavía se identificara con esta su última, en un sentido temporal, tradición, parece más un mero pleonasmo, visto que los cristianos de Occidente y sus respectivas iglesias están desde hace mucho tiempo completamente homologados a la cultura “moderna” que, en contra de su propia “tradición”, fue construida. Ni en este sentido puede hacer escuela la exigua y por lo tanto completamente irrelevante minoría de “tradicionalistas” que aún permanece dentro de las Iglesias cristianas: si los partidos identitarios fueran la expresión de tales instancias minoritarias, sin duda no serían esos partidos de masas que son hoy o que, al menos, aspiran a ser.
El Islam, en cambio, incluso en nuestras sociedades, a menudo trae elementos y valores realmente incompatibles con la modernidad y, por lo tanto, difícilmente “integrables”. Y es eso lo que las fuerzas identitarias le reprochan, viendo a sus miembros como sujetos extraños y alógenos respecto a nuestro mundo, a diferencia, como se ha dicho, de los seguidores de otras religiones que, al igual que los cristianos, más allá de las formas externas que aún permanezcan en las prácticas del culto, por lo demás están totalmente homologados a las costumbres y al estilo de vida materialista y consumista propio de nuestra civilización. Así, una mujer musulmana que viste su ropa tradicional, como por ejemplo el velo, genera protestas y casi un sentimiento de repulsión que está en conformidad con nuestra “tradición”, los atuendos con los cuales se engalanan nuestras chicas respetando la última moda lanzada por la etiqueta del momento. Del mismo modo, la apertura de un kebab o de una carnicería musulmana irían a desfigurar, para los lugareños “identitarios”, la decoración urbana de nuestras calles, mientras que un McDonalds o un local de moda y tendencias no. Los ejemplos podrían multiplicarse: hace años, en Suiza, los partidos identitarios organizaron un referéndum contra la construcción de minaretes porque éstos implicarían la ruptura de la arquitectura típica de las ciudades suizas: no consta que tales partidos, en Suiza como en otros lugares, se hayan levantado alguna vez, al menos con el mismo ardor, en contra de la excéntrica arquitectura moderna que desfigura habitualmente nuestros centros históricos, como en general nuestros barrios, por no hablar de los eco-monstruos de nuestros suburbios, donde ahora todo el sentido de la proporción, la armonía, y por lo tanto de lo “bello” está completamente perdido, y no ciertamente por culpa de los minaretes o de quién sabe qué otro exótico edificio.
El hecho es que ahora también los representantes de los movimientos y partidos que intentan, a menudo de buena fe, denunciar la crisis y la decadencia de nuestra civilización, y presentarse como los defensores del “localismo” y del “pluralismo” en contra de la homologación y la globalización provocada por la modernidad, son hasta tal punto adictos y están tan comprometidos con su estilo de vida y sus valores, que terminan por sentir como una amenaza y un peligro cada realidad que se presenta como efectivamente “otra” y diferente. Si cavamos a fondo, detrás del “no a las mezquitas” se esconde justamente la desconfianza, si no la verdadera y propia “fobia” del hombre moderno hacia una civilización, como el Islam, todavía atada, como toda civilización digna de ese nombre, a los fundamentos religiosos, “sagrados”, por lo que la presencia de personas que acuden a un lugar de culto genera malestar a la mera visión y estaría perturbando la vida del barrio, mientras que no se tendría nada que decir si esas mismas multitudes fueran a invadir, en día de fiesta, un centro comercial o un centro deportivo. Hace años en Milán se montó un escándalo, justo por parte de la Liga y otros partidos de la derecha, debido a que un grupo de musulmanes, durante una manifestación, se detuvo a orar en la plaza de la catedral: se habló hasta de una “profanación” del principal lugar sagrado de los milaneses. No nos consta que aquellos mismos partidos hayan montado nunca un escándalo frente a la profanación permanente a la que aquel lugar es sometido a causa de las más variadas y extravagantes iniciativas mundanas y consumistas que tienen lugar allí, a menudo promovidas y financiadas por aquellos que, como ellos, han administrado la ciudad de Milán. ¿Pero qué debería ofender principalmente a un espíritu religioso: gente, a pesar de ser de otra fe, orando, o la campaña publicitaria para lanzar el último producto de consumo, tal y como se hace cada día en la Plaza del Duomo? Volviendo a los ejemplos del velo o de los locales musulmanes, el problema es que en Occidente no se puede dar razón de personas tan tenazmente vinculadas a los dictados religiosos incluso en la ropa y en la alimentación (cosa que es perfectamente normal en todas las civilizaciones tradicionales, donde todos los aspectos de la vida son una expresión de lo “sagrado”), mientras que ser determinado por la lógica consumista incluso en los ámbitos más intelectuales y espirituales, como ocurre en Occidente, se considera “normal” y por lo tanto es tolerado. E incluso las campañas que los partidos identitarios emprenden a menudo a favor de los símbolos y costumbres propios de nuestra tradición religiosa (véase la defensa del crucifijo o del presepe [Nacimiento, Belén. N.t.] en lugares públicos) cuando estos son prohibidos por celosos representantes institucionales en respeto a la “laicidad” del Estado, son hechas sobre todo en el nombre de una tradición entendida como mero folklore (folklore que del consumismo es sólo una variante) y por políticos que en general han perdido completamente el verdadero espíritu religioso y tradicional, y que no siguen ya ciertas costumbres siquiera al nivel de una sola adhesión formal.
Queriendo negar a los musulmanes la oportunidad de seguir sus propias costumbres y valores, a los cuales deberían renunciar para aceptar los nuestros, los partidos identitarios se ponen así, sustancialmente y más allá de las diferencias aparentes, en el mismo plano que los partidos de izquierda que, en nombre de la “integración” y de la “sociedad multiétnica” que van pregonando como alternativas a aquellas del “rechazo” y de la “intolerancia” que reprochan a la derecha, persiguen en realidad el mismo fin de “asimilación” de los musulmanes, como de cualquier otra diversidad, al único modelo de civilización considerado legítimo, el occidental moderno. Y la equívoca mezcla entre la “cuestión de la inmigración” y la “cuestión islámica”, que lleva erróneamente a los partidos identitarios a acusar a la izquierda de “filoislamismo” como consecuencia de su “immigracionismo”, cuando en realidad la izquierda puede ser todo excepto “filoislámica”, ya que los valores y costumbres propios de la tradición islámica, como los de cualquier “tradición”, son incompatibles con los valores y las costumbres de la modernidad, de la que la izquierda es la representante por excelencia. ¿O los liguistas creen que las mujeres progresistas italianas desean la adopción en nuestro país de la sharia en lo que respecta a, por ejemplo, las relaciones hombre-mujer? En realidad, ellas quieren lo que básicamente quieren también ellos: que los musulmanes renuncien a tales “bárbaras” y “atrasadas” tradiciones y se conviertan a la magníficas y progresivas suertes de la modernidad, al ritmo del tan cacareado multiculturalismo que para la izquierda no se reduce más que, también desde su punto de vista, a la preservación de las aspectos “folklóricos” de las otras tradiciones dentro del único modelo de civilización tolerado y reconocido.
La Liga y los partidos identitarios europeos se encuentran así frente a una encrucijada: o bien definen claramente cuál sería la ‘identidad’, o el modelo de civilización al cual se adhieren y que quieren salvaguardar contra la presunta “amenaza islámica”, o se arriesgan a servir ellos también, en última instancia, de simples “perros guardianes” del sistema, alternativos sólo en apariencia, en los detalles de los métodos y de las estrategias políticas, a las fuerzas del centro o de la izquierda que tal sistema gobiernan y en el que se reconocen plenamente. Además, algunos de estos partidos -especialmente aquellos del área protestante o nórdica – no ocultan en erigirse en los paladines más intransigentes y rígidos justo del modelo de desarrollo occidental, contra un Islam no asimilable en él: el LPF holandés por ejemplo, del difunto Pim Fortuyn, siempre ha rechazado claramente la etiqueta de partido “reaccionario”, de “extrema derecha”, declarando varias veces querer defender contra el tradicionalismo musulmán los valores laicos y seculares propios del Occidente moderno, como la igualdad entre hombres y mujeres y los derechos gays (Fortuyn fue efectivamente homosexual declarado), y posiciones similares adoptaron partidos “populistas” de países como Dinamarca, Suecia o Noruega, que ven en su propio modelo de desarrollo “escandinavo” la punta de lanza de la modernidad, en su opinión cuestionada por la cada vez mayor presencia de inmigrantes musulmanes. En la práctica la ideología en la que tales partidos se basan es aquella que, con un término en boga hoy en día, se llama “fallacismo”, la violenta polémica anti-islámica de la conocida periodista italiana, debido precisamente a su plena participación de los valores occidentales modernos que el Islam se obstina en no reconocer; “fallacismo” que, como es bien conocido, continúa asomando la cabeza también en la Liga salviniana. La persistencia de parecidos horizontes ideológicos encuentra su confirmación también en ciertas posiciones de política exterior que tales partidos expresan, y que van a chirriar con las al tiempo interesantes innovaciones – tales como la proximidad a la Rusia de Putin en clave antiatlantista y antieuropeísta -, antes mencionadas: véase, por ejemplo, el filosionismo, el estado de Israel visto como el “baluarte de Occidente” en el mar islámico de Medio Oriente, o el apoyo a los regímenes y movimientos árabes considerados “laicos” o “moderados”, terminando con hacer propias las categorías interpretativas occidentalistas totalmente fantasiosas y espurias, tendentes únicamente a reiterar que el único Islam que Occidente tolera es un Islam hecho a su imagen y semejanza, un Islam que ya no es tal y que acepta ser “asimilado” en todo y para todo al estilo de vida occidental (por cierto, el filosionismo parece realmente paradójico en fuerzas declaradamente antinmigracionistas, ya que el propio Israel es un estado fundado sobre la inmigración “ilegal” y la expulsión y guetización de los nativos).
Si en lugar de un modelo de sociedad diferente, de un modelo diferente de civilización, la Liga y los partidos de la destra identitaria desean hacerse portavoces contra la decadencia y la anonimia del mundo moderno y globalizado al que incluso dicen oponerse, entonces su invectiva y sus flechas deberían ser dirigidas a otro lugar, contra un “enemigo” que no es, como el Islam, externo y exótico, sino interno y endógeno, en cuanto que lo que ha destruido e impide el florecimiento de una civilización “otra”, y que realmente pueda considerarse tal, se encuentra en la historia y en las decisiones tomadas por Occidente a lo largo de su historia reciente, y en la actualidad tiene sus bastiones en las instituciones y en los centros de poder de nuestros propios países. Así, en lugar de despotricar contra la presunta cuanto misteriosa “invasión islámica”, es contra la invasión “americana”, sea por sus bases militares como especialmente por sus costumbres de vida – el estilo de vida americano -, contra lo que cualquiera que se presente como defensor de la identidad y de la civilización europea debería despotricar; en vez de protestar contra la construcción de mezquitas o por el uso del velo islámico, es contra la construcción de hipermercados, de sedes de multinacionales, de todos los centros y los símbolos de la industria del consumo contra lo que deberíamos revolvernos, porque son éstos los que perturban, humillan y degradan cotidianamente y a sabiendas nuestras ciudades y nuestras propias vidas. La historia enseña que ninguna gran civilización, si se ha mantenido firme y fuerte en sus tradiciones, ha sido borrada por el contacto y la colisión con una civilización extranjera, la decadencia y la crisis siempre han sido principalmente debido a factores internos. Del mismo modo sería completamente ilusorio pensar en salvaguardar nuestras tradiciones obligando a los demás a abandonar las propias; de hecho, la obstinación con la que los musulmanes siguen teniendo fe en sus costumbres frente a un mundo que va hacia otro lugar, debería ser para nosotros una fuente de admiración y de ejemplo. Siempre que se sepa salir de la equivocación de intercambiar nuestra tradición por aquello que en su lugar la ha destruido, y se comprenda de una vez por todas cuál es ahora la verdadera batalla, el verdadero reto para todos aquellos que realmente tienen en el corazón el destino de cada identidad y de cada civilización: como escribió Guénon, “desde diferentes partes se habla mucho hoy de “defensa de Occidente”; pero por desgracia, no parece entenderse que es, sobre todo, contra sí mismo que Occidente necesita ser defendido”.