Ontología fundamental marxiana frente al enfoque geopolítico de la pluralidad de imperios
Se puede distinguir entre una “ontología fundamental” del ser social del hombre, que de manera trans-histórica se vincula con la naturaleza, y conquista su relativa libertad con ella y contra ella, y una “ontología históricamente mediada”, que incorpora categorías temporalmente contingentes, dotadas de fecha de caducidad, esto es formas cuya esencialidad no es absoluta. Prior escribe:
“Podemos formular la distinción entre “mediación de primer orden”, caracterizada por el trabajo, como forma de relación entre el hombre y la naturaleza, una “mediación de segundo orden”, surgida sobre la anterior, pero históricamente específica, caracterizada por la división del trabajo, la propiedad privada y el intercambio. El gran mérito de Marx estribaría en afirmar la validez absoluta de la “mediación de primer orden” (por ello mismo la libertad real no puede darse al margen de la relación objetiva entre hombre y naturaleza, mediada por el trabajo o actividad humana, mientras que negaría su alienación en las “mediaciones de segundo orden”, cuya necesidad es, en este caso, de carácter histórico” [A. Prior, La libertad en el Pensamiento de Marx, Universidad de Valencia, p. 112].
La “ontología fundamental” del marxismo no es a-histórica, pero es sustantiva: es la ontología de la sustancia humana que implica necesariamente mediación con la naturaleza, sea cual sea la forma históricamente dada de presentarse ésta. Esta ontología de la sustancia humana incluye ya al hombre como un ser social, comunitario, que ha evolucionado a partir de la naturaleza, que co-evoluciona con ella pero que llega a enfrentarse a ella una vez que su poder técnico se acrecienta.
Pero la ontología fundamental del hombre (mediación primaria) es la base de una ontología históricamente mediada (mediación secundaria), que incluye categorías contingentes y específicas (esclavismo, feudalismo, capitalismo…). El llamado “materialismo histórico”, especialmente en su versión esquemática soviética, pero también en otras versiones cientifistas de Occidente, ha cometido el error de elevar a “ontología fundamental” (transhistórica) lo que era meramente un esquema de sucesión cronológica de “modos de producción” que no siempre se dieron así, en tal orden y con tal nitidez, ni en todas las regiones del mundo. Las críticas de Costanzo Preve al “materialismo histórico” podrían cifrarse en que ésta forma de hacer historia confunde las mediaciones secundarias con las primarias, eleva las positividades y categorías de la sucesión de formas históricas, a una ontología fundamental.
De la misma manera, aquellos que han pretendido descalificar expeditivamente al marxismo, sin adentrarse en sus hallazgos y filones de oro, se han dedicado, las más de las veces, en aprovechar esta mezcla de dos mediaciones. Este es el caso de Eugenio del Río, en cuyo libro, La Sombra de Marx. Estudio Crítico sobre la fundación del marxismo (1877-1900), [Editorial Talasa, Madrid, 1993], se propone criticar “la debilidad del método materialista-histórico de Marx”, al que llama “racionalismo analógico transhistórico” (p. 200). Realmente, razonar por analogía es imprescindible en la filosofía de la historia, de lo contrario, nos confrontamos con la pura facticidad histórica, materia bruta de “hechos aquí y ahora” o de “hechos allí y entonces” con los cuales no se construye nada.
La crítica que aquí lanza Eugenio del Río es inoperante a no ser que se le niegue a Marx el derecho a hacer, como de hecho hizo, una filosofía de la historia. En realidad, la de Marx es, junto con la de Spengler, una de las filosofías de la historia más potentes, que incluye una base ontológica fundamental, la ontología del hombre como ser social, así como una teoría de las mediaciones secundarias (contingentes, categorialmente circunscritas).
Así pues, por ejemplo, si hablamos de “revolución” como una categoría trans-histórica, corremos el enorme riesgo de sustantivarla, amalgamando las revoluciones de esclavos romanos, las revueltas de siervos en el Imperio Bajo y en el Medievo, los estallidos en el Antiguo Régimen, las revoluciones proletarias… etc. De hecho, siempre con motivaciones ideológicas, esto es lo que de hecho se hace muy a menudo al poner en un mismo plano la revolución rusa de 1917 con el mayo francés del 68, o las “revueltas de color” de los tiempos actuales. Sólo la ideología manipuladora puede encuadrar a tan diversos episodios bajo el epígrafe de “revolución”. El hombre como ser social que “metaboliza” con la naturaleza a través de la actividad es la sustancia misma del ser social; en cambio, experimentar una revolución en el seno de una formación social concreta constituye un “hecho” que dadas unas coordenadas espacio-temporales concretas hay que analizar, no siendo nunca igual - sólo analógico- el trasvase de juicios acerca de una revolución a otra.
Los críticos de Marx creen que su tarea es sencilla, como el coser y cantar, cuando lo que hacen, en verdad, no es sino una crítica a los “marxistas” y no a Marx mismo. Del Río hace una crítica a un “método” que nunca puede suplir lo que constituye la sustancia misma de una ontología fundamental del ser social. En la crítica al “método”, se mezclan críticas psicologistas, que tratan de explicar por qué la gente se identifica con Marx:
“La identificación con Marx ayudó a millones de personas a colmar ese vacío de identidad, a responder a la pregunta, rara vez formulada, pero muy activa: ¿quién soy? Con frecuencia este problema halla respuesta no mediante una construcción de la personalidad consciente y autónoma, sino a través de la identificación con un personaje superior, dios, líder o sabio, al que se supone depositario de una inteligencia, de una fuerza y de otros dones a los que el común de los mortales no puede acceder por sí mismo” (op. cit. p. 304).
La actitud de no querer ver en el marxismo una ontología fundamental, lleva a este tipo de críticas desviadas, en rigor, pseudocríticas. De una parte, un mecanismo de “identificación” con el líder, como acabamos de ver, o una suerte de “resentimiento”, tal y como fue frecuente en la derecha (así es la crítica, muy de lamentar, con la que Spengler aparta de su mirada todo el marxismo y la izquierda de su momento). Las críticas basadas en el “resentimiento”, que pecan del defecto de psicologismo, no refutan un corpus de doctrina. Simplemente introducen nuevas hipótesis que habrá que confirmar a su vez, complicando la cuestión. En este aspecto, también debo lamentar muy profundamente las afirmaciones de todo un “materialista”, como don Gustavo Bueno, cuando explica los nacionalismos “fraccionarios” que se dan en España a partir de la Constitución de 1978 hasta hoy, en términos, una crítica basada igualmente, de resentimiento. El gran fustigador de los psicologismos, el señor Bueno, cuya “mirada de fuego”, propia de un basilisco, no admitía tales expedientes ni en la gota más mínima, así despachaba periodísticamente el problema:
“Lo que llamamos «nacionalismos» son nacionalismos fraccionarios. Catalanes y vascos nunca constituyeron una nación política. Aparecen en el siglo XIX como partidarios de una nación de carácter místico y segregatorio, sin aportar conceptos nuevos. Son un camelo. Se fundan en la mentira histórica. Brotan de unas élites económicas, de los hidalgos locales o de la burguesía, que se mueven por resentimiento ante la lucha de clases que determina la inmigración de trabajadores procedentes de España. De ese origen va surgiendo un totum revolutum nacionalista que llega a nuestros días facilitado, creo yo, por terceras potencias.[http://www.fgbueno.es/gbm/gb1990pe.htm].
Ni qué decir tiene, la emigración interior que se dio en la España contemporánea, incluyendo la muy intensa emigración interior durante el franquismo, no “determinó” ninguna lucha de clases. Provocó desarraigos, pequeños choques culturales, anomia, y varios fenómenos sociológicos, pero no determinó ninguna lucha de clases. La lucha de clases en la España franquista ya estaba desatada, y ahogada, por cierto, dado el cariz autoritario del régimen. Siendo muy probable la ayuda exterior al proyecto separatista vasco y catalán, y compartiendo muchos de los juicios buenistas en contra el separatismo, sin embargo todo un materialista como Bueno no debería hablar de resentimiento como causa, y sí en todo caso, como efecto o como epifenómeno de otros determinantes sociales.
Pero la incomprensión del marxismo como ontología fundamental del ser social llega a extremos insostenibles cuando se quiere “fijar” en un supuesto factum histórico inapelable la importancia misma de la doctrina de Marx, en una especie de supra-historicismo que al propio Hegel le dejaría temblando. Bueno, tras sus episodios psicologistas, no duda en circunscribir la relevancia del marxismo al “dato” de Octubre de 1917 (y a sus consecuencias, a saber, la URSS). Aquel materialismo tan psicologista se vuelve ahora un hegelianismo estricto:
“Siempre he defendido la tesis de que la importancia histórica del marxismo está ligada a la Revolución de Octubre –a la manera como la importancia histórica del cristianismo no es independiente de su reconocimiento como religión oficial por el Imperio Romano. Según la tesis, si el marxismo no hubiera estado asociado al Estado Soviético en la forma como lo estuvo durante más de 75 años, no significaría hoy algo más de lo que podría significar una abstrusa “teoría epigonal” emanada de la izquierda hegeliana decimonónica” [“La teoría marxista a la luz de la perestroika”, http://www.fgbueno.es/gbm/gb1990pe.htm].
Realmente, esto es tirar por la borda toda la Filosofía, que es la búsqueda de la Verdad. De la Verdad, y no de la Felicidad, de la Salvación o de cualquiera otra cosa, como yo mismo he aprendido del maestro astur-riojano. Una Filosofía, en este caso, una ontología fundamental del ser social, se mide por su “implantación” en términos de poder y no por su verdad intrínseca. El Platón fracasado en Sicilia y vendido como esclavo, el Aristóteles perseguido en Atenas y obligado a huir, y cuantos filósofos exiliados y perseguidos en el mundo hubo (y habrá) ya saben de su “escasa relevancia” al no contarse, al menos en vida, entre los triunfadores. En lo que hace al marxismo, su fundador arruinado, sin puesto docente ni oficio ni beneficio, debería haber visto, desde el Otro Mundo, el “éxito” de sus ideas gracias a la URSS (o China) y el fracaso o la caída subsiguiente, al menos en lo que concierne a Europa y su destino con derribo del Muro de Berlín. De tener un Imperio con capital en Moscú (o Pelín), el marxismo ha devenido una leyenda oscura e incomprendida en manos de tarados y okupas que pululan en Podemos.
Esta conexión entre sistemas de ideas, entre filosofías potentes y resplandecientes, por un lado (y el marxismo lo es, pese a tantos errores conceptuales como contiene), e Imperios “realmente existentes”, es una verdadera tontería ultra-hegeliana, tontería que no hay quien se la crea, y desmerece a un tiempo al propio y verdadero Marx, como al propio y auténtico Bueno.
La ontología fundamental de Marx, y su vertiente, una filosofía de la historia, no contempla el pluralismo de imperios, por más que Gustavo Bueno quiera hacer tal lectura. El pluralismo de los imperios es un dato geopolítico que se ha dado desde los orígenes de la civilización en el hombre. Y tal dato –es un dato de experiencia- es independiente de la edificación marxiana de una ontología fundamental hecha en Europa y para Europa (y para una América que en el siglo XIX era una prolongación de nuestro mundo europeo). Marx, en líneas generales, no acierta a ver el pluralismo geopolítico que Gustavo Bueno –con razón, y a la altura de la segunda mitad del siglo XX, no del colonialista siglo XIX- sí puede vislumbrar, adoptando enfoques enigmáticamente similares (más allá de la jerga técnica) a los de la Nueva Derecha o a los de Alexandr Dugin. No dudo de que el cruzamiento de una ontología marxiana, “universalista” y por tanto eurocéntrica, con el enfoque del pluralismo de los imperios es algo que podría haber dado resultados muy interesantes, analíticamente potentes. Pero no se ha podido hacer, quizá debido a las incomprensiones y errores de partida del propio Bueno y su “escuela”. Pues ese cruzamiento se hizo frecuentemente, y por desgracia, sólo desde el ángulo de una “dialéctica de clases” (supuestamente la parte más marxista) versus una “dialéctica de estados” (en una línea más schmittiana o geopolítica). Y esa confrontación es muy parcial. Un Estado no puede presentarse como representante de una clase dominante, ya sea la obrera (en el caso de un Estado socialista) o la burguesa (en el caso de un Estado capitalista). Un Estado es siempre una “unión de clases” y hasta una “fábrica de nuevas clases sociales” lograda por métodos muy variados, que históricamente hay que especificar.
Decir que el marxismo sería poca cosa, de no haber existido la URSS (o la China de la República Popular) es otra más de las exageraciones y ultra-hegelianismos de Bueno, que empañan la posibilidad de entender la realidad, reduciendo la realidad al baremo de un “éxito de los imperios”. No está de más recordar que con tal lógica –la lógica de los “vencedores” que aplastan las florecillas del camino bajo el peso de las botas de ejércitos triunfantes- el Imperio Español, tan reivindicado por Bueno frente a las leyendas negras, debería tomarse como “refutado” por cuanto fue vencido finalmente. Y esta es sólo una de las muchas incongruencias de ese llamado “materialismo filosófico”.