La ley y la sanción, o el huevo y la gallina

03.12.2016

Extracto de la obra Sacrificios y hierogamias: La violencia y el goce en el escenario del poder (dos tomos, Amazon, 2016).

"Que es, a veces, el miedo provechoso:

centinela del alma, en ella mora

entronizado. Es útil la prudencia

que inspira la atrición.

Porque, ¿quién, individuo,

o bien, ciudad, bajo este sol que alumbra

si no abriga un temor dentro del pecho,

honrará a la Justicia?" [1].

Decía Nicolás Maquiavelo en El Príncipe que "no puede haber buenas leyes donde no hay buenas armas". [2] Walter Benjamin confirma el papel fundamental que la violencia desempeña en el dispositivo jurídico-penal. En Hacia la crítica de la violencia afirma que esta instaura el derecho. [3] Esta violencia "instauradora" del derecho es en última instancia la violencia sacrificial, que hace posible el orden bajo su sombra amenazante. En efecto, Benjamin dice que la violencia no solo "instaura" sino que también "mantiene el derecho" y que "la violencia en que el derecho se mantiene es amenazadora". [4] El derecho es efectivo porque sobre él pende la espada de Damocles de la violencia. De la misma manera que la violencia sacrificial "instaura" períodos de orden, en la medida en que la mnemónica de la violencia de las crisis es efectiva. Dicho con otras palabras, la violencia actúa en acto en el modo de crisis y en potencia en el de orden, en acto al instaurar o mantener el derecho y permanece en potencia encarnada en el derecho mismo. Benjamin abunda en este fundamento sacrificial del derecho:

"Porque si el origen del derecho está en la violencia, y en una coronada por el destino, no es muy difícil suponer que cuando la violencia suprema, la violencia ejercida sobre la vida y la muerte, se presenta en el centro del ordenamiento jurídico, sus orígenes llegan representativamente hasta lo existente, y se manifiestan ahí terriblemente." [5].

Como hemos visto uno de los cometidos fundamentales de la máquina hierogámico-sacrificial es definir las transgresiones y, en cierta medida, castigarlas. Decimos en cierta medida porque esta dimensión punitiva no es la fundamental. Es también una producción de la máquina, vinculada a la producción de culpabilidad de la que ya hemos hablado. Es decir, la máquina hierogámico-sacrificial es por encima de todo una máquina energética que se alimenta y transfiere las energías libidinoso-agresivas excesivas. La culpabilidad y el castigo no son más que formas en las que se expresan estas energías libidinoso-agresivas excesivas. Son sublimaciones de energías en un principio más físicas, más inmanentes, menos sublimadas. También hemos visto que en otras ocasiones de lo que se trata es de lo contrario, de sacrificar precisamente la pureza, la inocencia, la perfección, la belleza. Y que esto se explica también en términos energéticos, solo que de sentido contrario. La máquina jurídico-penal pone el acento en el primero de estos polos, el del castigo a la transgresión, pero este también es uno de los polos de la máquina hierogámico-sacrificial. Todo esto explica por qué el sistema judicial no puede prescindir de este exceso de violencia que le es constitutivo, que no puede ser reducido por completo a normas, a razón, a fórmulas, a prácticas objetivas. Violencia que rezuma por todos sus poros, aunque sea en forma de amenaza. Y este origen sacrificial de la justicia explica también por qué esta es constitutivamente injusta. Porque no puede dejar de estar tensada también por el otro polo de la máquina hierogámico-sacrificial, por el sacrificio de inocentes.

Se habla de maquinaria judicial, pero si lo es es solo de la misma manera que hablamos de máquina hierogámico-sacrificial. Como un organismo vivo, como una zoé en última instancia sacrificadora o sacrificante, por más que haya sido superficialmente profanizada. También porque, como hemos visto, responde en última instancia a su propio principio de placer. Placer sádico de la máquina judicial, que es inseparable de la máquina punitiva. En otras palabras, el sistema jurídico-penal remite también a la confrontación de fuerzas entre distintas formas y órdenes de vida, entre bíos y zoé. Este es el exceso al que no puede renunciar la máquina judicial-punitiva, porque de hecho es su fundamento, lo que la constituye. Esto es lo que nos contó, mejor que nadie, Kafka.

De ahí que el derecho no tenga sentido sin la sanción. Por mucho que se quiera hablar de racionalidad, de impersonalidad, de universalidad del derecho, todo esto es secundario con respecto a la clave de bóveda que lo sostiene: la sanción, la ejecución de la pena, su escenificación. Y en última instancia, su injusticia. Esta pena, a fin de cuentas, por mucho que diga la teoría del derecho, no puede ser proporcional, debe ser por definición excesiva. Porque debe adelantarse a la crisis natural, catalizarla por medios artificiales. Por eso también es constitutivamente sádica. Esta es la gran división del trabajo en la cultura: los sádicos y los masoquistas, con todas las situaciones intermedias. Todo el edificio de la justicia reposa sobre la figura del chivo expiatorio, aunque sea de forma no declarada. Y donde mejor se observa esto es en los eventos de bandera falsa, en los que por definición hace falta un falso culpable, un patsie, un chivo expiatorio. Solo hay que analizar el papel protagonista que tienen las banderas falsas para comprender hasta que punto la justicia es una farsa: Maine, Lusitania, Reichtag, Pearl Harbor, Tonkín, 11S, 11M, 7J...

De manera que hay que poner en cuestión que la sanción sea un castigo proporcional, racional, justo, merecido, a la transgresión. La sanción es y tiene que ser, en última instancia, un ritual excesivo que da efectividad a la prohibición. No decimos que toda la justicia sea injusta. Como parte de su operación de propaganda, de su enmascaramiento, puede tender a ser justa, en determinados contextos, en los asuntos menos trascendentes. Pero cuanto más nos acerquemos al verdadero poder, cuanto más estemos en su ámbito vivo, en el que es el motor de las transformaciones del statu quo, más injusta será. Como es el caso de las banderas falsas, que por definición necesitan contar con la complicidad de un aparato de justicia corrupto para encubrir a los verdaderos culpables, esto es, al verdadero poder en la sombra.

Como han visto con lucidez Gilles Deleuze y Félix Guattari "el veredicto no precede a la sanción y el enunciado de la ley no preexiste al veredicto. … la sanción escribe el veredicto y la regla". [6] Siempre es la misma mecánica: el sistema tiene que producir una determinada cuota de mal si quiere justificar una cuota correspondiente de bien. En definitiva, nos encontramos con el viejo dilema de si fue antes el huevo o la gallina, el derecho o la sanción. Y la respuesta solo puede ser que ambos se encadenan en una serie ininterrumpida de derechos y sanciones, que remiten a nuestra estructura complementaria de orden y de crisis, que nos llevan una vez más al mecanismo hierogámico-sacrificial.

Sabemos que las Bufonias áticas, en las que jugaban un papel central la hierogamia y el sacrificio, se continuaban en el Pritaneo, donde se realizaba un juicio público en el que el sacrificador era declarado culpable. [7] La misma derivación del juicio a partir del sacrificio se observa en La Orestía de Esquilo, en la que una larga de serie de sacrificios y venganzas solo puede zanjarse con un juicio, que de hecho supone la fundación ritual de la institución judicial por la diosa Atenea, en el Areópago. [8]

Este trasfondo sacrificial de la institución jurídico-penal no solo se puede observar en el plano histórico. En el fondo no es más que una forma de sustitución sacrificial. En efecto, como hemos visto, en un principio la ley se inscribe en el cuerpo de las víctimas. Después, poco a poco, esta escritura sacrificial de la ley va pasando de los cuerpos a otros pseudo-objetos que los sustituyen: monumentos, betilos, piedras miliares, tablas de la ley, etc. [9] Se produce entonces la subjetivización de estos pseudo-objetos, que implica la objetivización recíproca de los pseudo-sujetos. Subjetivización que no puede darse más que en la medida en que el espíritu de la ley, que deriva en última instancia del alma-espíritu del bíos sagrado, se encarna en dichos pseudo-objetos, y en la medida en que se produce una suerte de revivificación, de resurrección de estos objetos, a través de un ritual jurídico-penal. En efecto, la ley es la emanación espiritual de un gigantesco sacrificio cultural del que hemos perdido conciencia, que debe ser actualizado regularmente para que no pierda eficacia. [10] Este fenómeno se hace especialmente patente durante las crisis, precisamente cuando más necesidad tiene el sistema de legitimarse. En este sentido hay que entender también la cada vez más habitual vinculación de atentados de bandera falsa y elecciones o referéndums. La legitimidad del Estado de derecho y de la democracia está tan cuestionada, la farsa es tan insostenible, que el orden dominante necesita recurrir a la violencia sintética para proporcionar fuelle a la máquina.

En definitiva, lo que está implícito aquí es lo que ya hemos dicho: que la prohibición se define negativamente a partir de la ejecución, de la puesta en escena, de la transgresión. De los dos momentos que componen el dispositivo jurídico-penal, el momento positivo, activo, motor, es el castigo y el momento negativo, pasivo, inerte, la ley. De la misma manera que la víctima inmanente está en la base de la divinidad trascendente. Lo permitido es en última instancia una abstracción que no se puede definir más que recurriendo a la realidad del castigo de su transgresión. Y que además implica una estructura triádica mimética según la cual el trasgresor es envidiado por haber osado transgredir la ley, por haberse atrevido a ser libre, a ser más sujeto que el resto de los pseudo-sujetos, y por eso mismo castigado por estos pseudo-sujetos envidiosos, celosos, cobardes, que se unen para vengar esta transgresión como zoé cultural sádica. Así, el castigo tiene siempre algo de venganza, de contragolpe, de perversión, de "inversión ceremonial del crimen". [11] Pero también es una suerte de adelanto, un castigo por adelantado, una retención a cuenta. Esta es la dimensión excesiva, sádica, de la cultura, de la que venimos hablando desde un principio.

Esta es otra de las razones por las que el dispositivo jurídico-penal es, como la máquina hierogámico-sacrificial que lo constituye, enmascarador. No solo tiene que esconder su injusticia, el exceso violento que lo constituye, sino también esta dimensión sádica y cobarde de la zoé cultural. Tiene que enmascarar que la sanción no solo sigue a la ley, sino que, antes que nada, la funda. Aquí está la clave. En el encadenamiento de leyes, transgresiones y sanciones, las transformaciones del statu quo tienden a hacerse produciendo un incremento artificial de las transgresiones que justifiquen leyes y sanciones más severas. En este sentido decimos que la justicia es constitutivamente injusta. Es la injusticia, en última instancia, el motor que la mueve. En definitiva, el sistema jurídico-penal es antes un ritual, un teatro, una farsa, que un proceso justo, equitativo, proporcional. Lo que importa no es tanto que la pena sea justa como que lo parezca, y que detrás de esta apariencia se oculte la amenaza que en todo caso sostiene el orden de la ley.

En suma, derecho y sanción son dos componentes de un mismo dispositivo, y en rigor no se puede afirmar que la ley preceda a la pena sino que ambas están inscritas en un ciclo sin fin. Es verdad que, en la medida en que predomina el orden, y bajo ciertas circunstancias de estabilidad, de prosperidad, de transferencia controlada de la violencia del sistema a otras instancias, puede llegar a establecerse un sistema jurídico-penal relativamente racional, equitativo, universal, proporcional, etc. Pero esta situación excepcional no será sostenible apenas las condiciones vuelvan a ser críticas, apenas el orden social se vea amenazado por elementos perturbadores. Entonces la justicia se verá obligada a recurrir de nuevo al exceso que le es constitutivo, a fabricar transgresiones sintéticas, no tendrá más remedio que ser injusta para seguir operando aparentemente como justicia.

Hablaremos de esto en un próximo capítulo. Pero conviene ahora adelantar que este exceso violento constitutivo del sistema jurídico-penal explica por qué el Estado de derecho puede deslizarse con tanta facilidad hacia el estado de excepción. Por qué la ley, aunque pueda parecer paradójico, debe incluir su suspensión, por qué se puede decir, como hace Walter Benjamin, que "el «estado de excepción»... es sin duda la regla" [12] y el Estado de derecho la excepción.

En suma, la amenaza, el temor a la violencia, es en última instancia lo que sostiene el poder. E insistimos, trufadas con las dimensiones deseante y gozosa. Pero esto también explica la tendencia a su concentración. Paradójicamente el mayor poder puede interpretarse como el preferible, pues cuanto mayor es la violencia que pude ejercer, menos necesario es que esta se ejerza, más eficazmente actúa como amenaza. El gran poder aplaca la violencia del pequeño poder, a menudo simplemente ejerciendo su amenaza. Y así, aunque esta transformación del statu quo esté regida por la amenaza y todo lo que esto conlleva, es frecuente que las sociedades apoyen esta deriva, precisamente porque su violencia pasa más desapercibida, en la medida en que se manifiesta solo como amenaza. También porque la violencia es en última instancia sacrificial, lo que quiere decir que tiende a desencadenarse sobre una minoría, al tiempo que a la mayoría esta violencia solo le afecta como amenaza, y que disfruta de ella sádicamente, aunque sea de manera inconsciente. Canibalismo sublimado de almuerzo y telediario. Esta lógica permite entender por qué el poder tiende con el tiempo a concentrarse, a ampliar su alcance.

 

Pedro Bustamante es investigador independiente, arquitecto y artista. Es autor también de El imperio de la ficción: Capitalismo y sacrificios hollywoodenses (Ediciones Libertarias, 2015). Colabora habitualmente en diversos medios alternativos como El Robot Pescador, El Espía Digital, Katehon, La Caja de Pandora y Csijuan. deliriousheterotopias.blogspot.com

1 Coro de las Euménides, Las Euménides (La Orestía), en Esquilo, Tragedias completas, Madrid, Cátedra, 1983, p. 410.

2 El Príncipe. La Mandrágora, Madrid, Cátedra, 1985, p. 115.

3 En Obras, lib. II, vol. 1, 183-206, Madrid, Abada, 2007, pp. 189 y ss; cf. Tiqqun/Comité Invisible, A nuestros amigos, Logroño, Pepitas de calabaza, 2015, p. 78.

4 Op. cit. p. 191; cf. Sigmund Freud, "El porvenir de una ilusión", en Psicología de las masas, Madrid, Alianza, 1969, p. 170; El malestar en la cultura, Madrid, Alianza, 1997, p. 29.

5 Op. cit. p. 191; cf. "el sistema judicial y el sacrificio tienen, a fin de cuentas, la misma función." René Girard, La violencia y lo sagrado, Barcelona, Anagrama, 2005, pp. 30-31, cf. p. 310; cf. Jacques Derrida, "Autoinmunidad: Suicidios simbólicos y reales", La filosofía en una época de terror. Diálogos con Jürgen Habermas y Jacques Derrida, Buenos Aires, Taurus, 2004.

6 Gilles Deleuze y Félix Guattari, El Anti Edipo: Capitalismo y esquizofrenia, Barcelona, Paidós, 1985, p. 219.

7 Walter Burkert, Homo Necans: Interpretaciones de ritos sacrificiales y mitos de la antigua Grecia, Barcelona, Acantilado, 2013, pp. 223, 233; cf. pp. 258-260.

8 Las Euménides, en Esquilo, op. cit., p. 409.

9 Cf. Deleuze y Guattari, op. cit., p. 209.

10 Cf. Carl Schmitt, Teología política, Madrid, Trotta, 2009, p. 25.

11 Michel Foucault, Los anormales. Curso en el Collège de France (1974-1975), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000, p. 84.

12 "Sobre el concepto de historia", en Obras, lib. I, vol. 2, Madrid, Abada, 2008, p. 309; cf. Giorgio Agamben, Estado de excepción. Homo sacer II, 1, Valencia, Pre-Textos, 2004.

Foto: Fotomontaje del autor a partir del Arcano VIII, "La Justice", del Tarot de Marsella.