Honor a Terminus, el dios de las fronteras

22.11.2021

Traducción: Carlos X. Blanco

Terminus: ese era el nombre de la deidad de los límites a la que los romanos rendían culto en un templo especial en la colina Capitolina. En su honor, se plantaron piedras para marcar los límites de las granjas. Ovidio lo celebra en verso en los Fastos (II, vv. 640-650): "Que el dios cuya presencia marca los límites de los campos sea debidamente celebrado. Oh, Término, ya sea una piedra o un poste plantado en el campo, tienes poder divino (numen) desde la antigüedad". No se equivoca Hegel cuando, en sus Conferencias sobre la Filosofía de la Religión, afirma que la religión de los romanos, a diferencia de la griega, basada en la belleza, es la "religión de la finalidad externa", en cuyo panteón los dioses se entienden como medios para la realización de fines enteramente humanos: tampoco Terminus escapa a esta lógica, pues encarna la propia necesidad material e incluso banal de subdividir la tierra.

Terminalia eran también las fiestas dedicadas al dios, introducidas por Numa Pompilio para el 23 de febrero: con motivo de la fiesta, los dos propietarios de las fronteras adyacentes coronaban la "estatua" del dios, una simple piedra clavada en el suelo, con guirnaldas y levantaban un tosco altar. La fiesta pública se celebró en el hito de la milla VI de la vía Laurentina, identificado con el límite original del territorio de la Urbs.

Se puede argumentar razonablemente que la esencia de la frontera, además de la figura de Terminus, también puede descifrarse a través de otro dios romano, Jano, la deidad cuyas dos caras aluden al pasaje. Del dios Jano derivaría el mismo lema ianua, que se refiere a la "puerta" como figura por excelencia de un pasaje regulado y que, por tanto, cumple de forma paradigmática la función de frontera entre el interior de la domus y su exterior. La propia ciudad de Génova debería, según algunos, deber su nombre a su peculiar posición como ianua reguladora del tránsito biunívoco entre las potencias talásicas y telúricas.

Desde este punto de vista, el "con-fino" señala una verdad tan simple como profunda: es decir, que separar y conectar son dos caras diferentes de un mismo acto, tal como lo representa ese umbral por excelencia que es la puerta, cuya ontología fundamental (en relación con la del puente) es, además, objeto de un importante estudio de Simmel. Una casa sin puertas y sin acceso ya no es una casa, sino una fortaleza, un espacio amurallado inaccesible y, para los que están encerrados, una prisión opresiva. A diferencia del muro, que se cierra herméticamente, la frontera separa uniendo y une separando: su esencia es relacional, ya que fomenta la relación en el mismo acto de asegurar que los relacionados permanezcan distintos.

El muro, por su propia esencia, es un finis materializado, sin el "con" del cum-finis: el otro está excluido y oculto, negado al tacto y a la vista, expulsado en su forma más radical. El otro queda excluido y oculto, se le niega el tacto y la vista, se le expulsa de la forma más radical. Un sombrío ejemplo de ello, entre otros muchos, es el muro levantado por Israel en Cisjordania, con su voluntad explícita de desvincularse, incluso visualmente, de los palestinos. Como umbral y límite osmótico, el con-fino, por el contrario, es un umbral relacional: reconoce la alteridad del otro y lo hace nuestro igual como sujeto, aceptando y constatando así esa variedad irreductible del ser y del mundo que tanto el muro como el traspaso querrían negar.

En su lógica subyacente, la frontera es, pues, la no negación del otro y, además, el fundamentum de toda relación posible con el otro, ya que siempre presupone -no hace falta decirlo- que el otro es. Se suele decir, con un tono ya proverbial, que hacen falta puentes y no muros. Esto es cierto, siempre y cuando se haga una doble y no ociosa aclaración: a) no todo puente es relacional, ya que sabemos, a partir de Los Persas de Esquilo, que el puente tiene también una posible función marcial y agresiva; b) el puente existe siempre que haya dos orillas diferentes que se conecten, lo que permite entender el propio puente como un caso específico de frontera y, por tanto, de relación entre identidades diferentes.

No hay que olvidar que la propia generación se produce en forma de relación bidireccional, y también en forma de elección de abrirse al otro y relacionarse con él sin perder la propia diferencia: la frontera que marca la diferencia de género entre lo masculino y lo femenino y la diferencia ontológica entre el Yo y el Tú no niega la relación, sino que la garantiza. Al garantizar la diferencia, hace posible la relación y el reconocimiento de forma fructífera.

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