Bosnia, 20 años después

Wikipedia dice que la guerra de Bosnia-Herzegovina finalizó un día como mañana de hace 20 años con la firma de los Acuerdos de Dayton en París. Aquel 14 de diciembre de 1995 el bosnio-musulmán Alija Izetbegovic, el serbio Slobodan Milosevic y el croata Franjo Tudjman aceptaron un protocolo que ponía fin a tres años y media de guerra que provocó 100.000 muertos, casi dos millones de desplazados y refugiados, un 40% de la población bosnia, decenas de miles de mujeres violadas, el cerco salvaje de ciudades, incluida la capital Sarajevo.

¿Pero acabó la guerra hace 20 años? A primera vista sí. Las armas se silenciaron, los sitiados pudieron salir de sus escondrijos, los niños acudieron a los colegios sin el temor de ser alcanzados por los francotiradores o las esquirlas de los proyectiles. A las pocas semanas los mercados ya ofrecían todo tipo de productos a precios lógicos. Aunque la inmensa mayoría no tenía dinero para comprar.

Los depósitos de cadáveres empezaron a recibir otro tipo de víctimas: ajustes de cuentas entre mafiosos que se habían enriquecido durante la guerra, muertos de accidentes de tráfico o de explosiones de minas antipersonas.

La biblioteca de Sarajevo, destruida por bombas incendiarias durante agosto de 1992, sufrió varias restauraciones. La última concluyó en junio de 2014, a tiempo para conmemorar el primer centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial. Desde el edificio, que entonces realizaba la función de ayuntamiento, salió el 28 de junio de 1914 Francisco Fernando, el príncipe heredero del imperio austro-húngaro, unos minutos antes de morir en un atentado que propició el inicio de las hostilidades.

En realidad, la guerra de Bosnia todavía no ha acabado. Las fronteras establecidas entre los antiguos enemigos siguen ejerciendo de fría demarcación entre los que quieren una república independiente, los bosnios musulmanes, y los que desean pertenecer a Serbia o a Croacia, las potencias limítrofes.

Una guerra no acaba por imposición diplomática. Si fuera así, el mundo en que vivimos estaría más cerca de la paz eterna que de la guerra diaria. Desde hace 20 años se buscan a los desaparecidos, se exhuman los restos, se guardan durante años en bodegas  y se entregan a los familiares después de la identificación.

En Bosnia se empezó a enterrar a las víctimas en 2003, hace ya 12 años. En el cementerio de Potoçari, muy cerca de Srebrenica, ya hay 6.377 restos enterrados. El conteo de las víctimas sigue año tras año. Quizá la guerra acabe el día que no haya más restos que enterrar, dentro de diez o quince años. Quizá.

Hace un cuarto de siglo, Yugoslavia era un país subdesarrollado con un pie muy cerca de la Europa comunitaria. Su capital humano y sus estructuras económicas estaban preparadas para hacer un cómodo tránsito de una economía autogestionaria a una de mercado. Tenía una ventaja añadida: estaba más cerca de Alemania, la locomotora económica, que la había reconvertido en su patio trasero.  Centenares de miles de yugoslavos vivían en Alemania y mandaban remesas económicas a sus familias. La mano de obra barata yugoslava también era utilizada en su propio territorio.

Hoy Yugoslavia no existe y, en su lugar, han fructificado siete países después de cinco guerras afectados por problemas estructurales muy profundos. Las guerras acabaron pero las inversiones nunca llegaron. Cuando se transita por la amplia extensión de Bosnia pero también de Serbia, Macedonia, Montenegro o Kosovo es como si el tiempo se hubiera paralizado hace tres décadas. Eslovenia y Croacia se han beneficiado de grandes inversiones europeas y han conseguido recomponer una imagen apoyándose en el turismo.

La guerra de Bosnia espoleó la imagen del Sarajevo épico durante los horrendos años del cerco salvaje gracias a la valentía de sus resistentes, los civiles que no aceptaron abandonarla durante los 44 meses que duró. Más de 10.000 resistentes murieron , otros 50.000 fueron heridos. Uno de cada seis muertos fue un niño. Pero los centenares de miles de bombas que fueron lanzadas sobre sus habitantes  no consiguieron su objetivo: la claudicación.

Muchos habitantes se enfrentaron a las bombas con sus mejores vestidos. “Si me matan que me pille con las ropas del domingo”, se decía a menudo. Las dificultades para conseguir agua para lavarse eran mastodónticas. Pero, al mismo tiempo, algunas personas, incluidos los más pequeñines, pasaban horas haciendo cola para llenar una botella o una cazuela en fuentes bombardeadas con regularidad. En los meses que pasé viviendo en casas particulares nunca me faltó el agua para lavarme. Aunque protestaba nunca me hacían caso y, al llegar a casa, siempre tenía un balde de agua caliente.

Hubo personas que no salieron de su casa durante el cerco. Pasaron tres años y medio entre las cuatro paredes de la habitación más segura, quemando los muebles para calentarse, releyendo los periódicos amarillos y fumando como carreteros. Otros muchos salieron lo justo a la calle. A recoger la ayuda humanitaria o conseguir  leña para calentar la casa.

La muerte de la madre de la traductora Alma ocurrió en diciembre de 1992. Aquella mañana no llegó a su cita con los periodistas en el hotel Holiday Inn.  Los reporteros acudieron a su casa y ella gritó mientras corría hacia la calle: “mi madre ha muerto. Tengo que conseguir un ataúd”. Su madre pasó gran parte de la mañana tirada en el suelo de la habitación. Por suerte tapada por un sábana. Pero ella consiguió la madera necesaria para enterrarla. Fue su grito de dignidad, el antídoto contra la desesperación.