¿La justicia como beneficio del más fuerte? El dilema de Trasímaco
Traducción: Carlos X. Blanco
Si se lee de un modo diferente a las interpretaciones más establecidas, el primer libro de La República de Platón podría entenderse también como una crítica ante litteram del movimiento falsamente universalizador y encubridor de las ideologías, en su sentido de falsa conciencia necesaria.
Prefigurando el argumento que sería explicado dos mil años después por Marx en las páginas de la Ideología Alemana, Platón deconstruye el movimiento de pensamiento propio de la Ideología. El grupo dominante -recuerda la Deutsche Ideologie- se ve obligado "a representar su interés como el interés común de todos los miembros de la sociedad, es decir, a plantearlo de forma idealista, a dar a sus ideas la forma de universalidad, a representarlas como las únicas racionales y universalmente válidas". El sofista Trasímaco asiste a la discusión que tiene lugar en el Pireo entre Polemarco y Sócrates sobre el tema de la justicia. No habla y no participa en el diálogo, aunque no oculta su impaciencia. La discusión entre Polemarco y Sócrates no le satisface. Y así, en cuanto los dos dialogantes interrumpen la discusión, Trasímaco les ataca de una forma que el propio Platón compara con la de una fiera: "no pudo seguir callado, sino que, acobardado como una bestia, se abalanzó sobre nosotros como si quisiera despedazarnos". (República, 336 b).
Del modus operandi de Sócrates, Trasímaco rechaza no sólo las conclusiones y el habitual intento de llegar a una visión universal, capaz de descifrar la "esencia" (οὐσία): desprecia el propio método dialógico socrático, condenando a Sócrates por la parte demasiado simple que se reserva, planteándose como un simple interrogador que nunca propone definiciones últimas. Con la estratagema de la ironía, Sócrates renuncia a tomar posición y se limita a aprender de los interlocutores.
A diferencia de los otros interlocutores, Trasímaco no tiene preguntas, ni está animado por una auténtica voluntad dialógica: la suya no es una razón dialógica, situándose en cambio como pura fuerza imponente de un discurso que no siente la necesidad de la confrontación.
Para descifrar la esencia de la justicia, es superfluo abrirse al diálogo e intentar llegar a una solución conjunta, mediata. Trasímaco ya tiene la respuesta y se limita a exponerla e imponerla a sus interlocutores, sin concederles ningún espacio dialógico de confrontación: la justicia no es otra cosa que "el beneficio del más fuerte" (República, 338 d). Así sigue Trasímaco:
"Cada gobierno hace leyes (τοὺς νόμους) en su propio beneficio; la democracia hace leyes democráticas, la tiranía hace leyes tiránicas, y lo mismo hacen otros gobiernos. Y una vez que han hecho las leyes, proclaman que lo que es correcto para los gobernados es lo que es correcto para su propio beneficio, y a quien se desvía de esto lo castigan como un infractor de la ley e injusto. Esto, mi buen amigo, es lo que digo que es justo, lo mismo en todas las ciudades, el beneficio del poder constituido (τὸτῆς καθεστηκυίας ἀρχῆς συμφέρον). Pero, si no me equivoco, este poder mantiene la fuerza. Así se deduce, para quien sabe razonar bien, que en todo caso lo justo es siempre idéntico al beneficio del más fuerte" (εἶναι τὸ αὐτὸ δίκαιον, τὸ το ῦκρείτονος συμφέρον)" (República, 338 e - 339 a).
En pretendida antítesis con la perspectiva socrática de la búsqueda de un justo "en sí y para sí" (καθ᾽αὑτὸ), universalmente válido -lo que constituirá el foco perspectivo de los restantes nueve libros de la República y su búsqueda de un "paradigma en el cielo" (592 b) para la ciudad justa-, Trasímaco niega la posibilidad de lo universal: lo que se contrapone como tal corresponde, en verdad, siempre y sólo al interés del dominante; un interés que, para legitimarse, debe al mismo tiempo ocultarse, disimulando ideológicamente su verdadera naturaleza particular y haciendo afirmaciones falsamente universales.
Desarrollando el argumento de Trasímaco más allá de éste, se podría argumentar razonablemente que toda ideología pretende justificar como verdadero y correcto siempre y sólo lo que defiende el interés de la parte dominante o, como afirma expresamente Platón, τὸ τῆς καθεστηκυίας ἀρχῆς συμφέρον, "el beneficio del poder constituido". Transforma en cuestiones de derecho lo que son cuestiones de hecho y, más precisamente, los diagramas muy reales de las relaciones de poder existentes, en su estructuración asimétrica real. Puesto que el poder constituido detenta el poder, puede por esta misma razón imponer -Trasímaco vuelve a sugerir- como justo y verdadero aquello que de vez en cuando promueve su interés y beneficio, condenando como injusto y falso todo lo que no es coherente con la relación de poder hegemónica.
Según el argumento de Trasímaco, la justicia y, con ella, la verdad se reducen invariablemente a un instrumento del poder constituido con vistas a su mantenimiento, su refuerzo y la disolución preventiva de todo lo que pueda amenazar su dominio. Lo justo y lo verdadero son, desde otro ángulo, la superestructura que, al universalizar lo particular, glorifica el bloque histórico y sus relaciones de dominación, induciendo incluso a quienes las sufren a percibirlas y experimentarlas como justas y verdaderas.
Con el sofista, la fuerza de la justicia se convierte en la justicia de la fuerza: el falso constructo universalista de la justicia oculta el corazón secreto de la violencia de los dominantes y su defensa de sus beneficios. Esto último -que Trasímaco no explicita y que, de hecho, se hace evidente sólo con el advenimiento del moderno bloque histórico capitalista- se basa por su esencia en lo que no es útil para los dominados, es decir, para quienes sufren asimétricamente la hegemonía del más fuerte.
La unilateralidad de la perspectiva del sofista radica, sin embargo, en su incapacidad -claramente prefigurada por Sócrates más adelante en el diálogo- de distinguir entre los usos ideológicos de la justicia y el concepto genuinamente universal de la misma. Desde una perspectiva diferente, Trasímaco desestima cualquier concepto de justicia como inherentemente ideológico: en su opinión, no hay justicia ni verdad salvo el beneficio del más fuerte (jus sive potentia).
De este modo, la justa condena del valor ideológico del concepto de justicia va acompañada, en Trasímaco, de una subrepticia liquidación de la propia justicia como intrínsecamente ideológica. La deconstrucción del particularismo de lo que se pretende universal pasa, entonces, a la neutralización injustificada de la idea misma de un universal posible, que no es lo que se presenta falsamente como tal (el beneficio del más fuerte).
Al igual que el escepticismo de Hegel, el relativismo sofístico de Trasímaco desempeña una función de primera importancia, si se toma como un momento del proceso dialéctico de aproximación a la verdad. De hecho, posibilita la deconstrucción de los presupuestos inerciales del razonamiento y de la siempre acechante identificación entre lo verdadero y lo justo, por un lado, y los intereses del poder dominante y establecido, por otro.
El relativismo con un fondo escéptico ayuda a poner en marcha el procedimiento dialéctico y a eliminar los falsos supuestos que, de aceptarse inercialmente, lo harían inviable. Sin embargo, no puede ser elevado al estatus de momento último y definitivo: después de activar el proceso dialéctico, debe ser superado con vistas a una nueva síntesis verídica que, superando la falsa verdad dominante -la ideología- afirme un punto de vista auténticamente universal.
El hecho de que los conceptos de justicia y de verdad que dominan el horizonte del bloque histórico actual correspondan en realidad al beneficio del más fuerte es una verdad que, sin embargo, no debe llevar a desechar las idea de justicia y de verdad por esa misma razón y, por lo tanto -éste es el corolario tácito de Trasímaco-, a aceptar la relación de fuerza, entendida subrepticiamente como pretendiendo ser universal del mismo modo que cualquier otra posible. Este es el error del deconstruccionismo, su faux pas: al pretender desenmascarar un proyecto de dominación en el universalismo, deja en suspenso cualquier pretensión de universalidad.
Por el contrario, según el modelo platónico, es necesario activar el proceso dialógico que, superando la posición ideológica inicial, parta en busca del universal real y, por tanto, de una idea de justicia y verdad que no se identifique con el mero interés del más poderoso en la relación de fuerza, sino que valga realmente como universal.
En este sentido, la perspectiva de Trasímaco es fundamental, siempre y cuando no se absolutice y se transforme en una tesis última: en este caso, en lugar de alimentar la búsqueda de lo verdadero y lo justo, que no existen en la sociedad fragmentada, acabaría actuando como apologista de ese orden. De hecho, negaría la posibilidad de órdenes alternativos, alejados de la contradicción que se denuncia. La contradicción sería así evidente y, al mismo tiempo, no superable.
Es necesario, pues, con Trasímaco, aventurarse más allá de éste en busca de lo justo y lo verdadero en sí mismos que, auténticamente universales, resistan la prueba de fuego de su identificación -realizada por el sofista- con el mero provecho del más fuerte.
Como sabemos, esto es lo que Sócrates trata de demostrar en los nueve libros restantes de La República, esbozando, con admirable ingeniería utópica, los perímetros ideales de un πόλις en el que lo correcto y lo verdadero son universalmente válidos para todos y no pueden entenderse como un simple imperialismo de lo particular.
Desde otra perspectiva, podríamos argumentar, siguiendo los pasos de Sócrates, que lo verdadero y lo justo corresponden a lo realmente universalizable, resistiendo la refutación de Trasímaco: y el único universal concreto que existe realmente es, a su vez, el que puede aplicarse a toda la humanidad pensada como un único sujeto indiviso (llámese Ego, con Fichte, o llámese Espíritu, con Hegel) y, por tanto, liberado de toda forma de asimetría que permita volver a entender lo correcto y lo verdadero como el interés del más fuerte.
El universal real, por tanto, es por su esencia negado por la globalización capitalista, que es la culminación del imperialismo de lo particular y su movimiento de falsa universalización.
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