La nuestra es la sociedad más fácil de criticar y más difícil de transformar
Trad: Carlos X. Blanco
Como intentamos destacar en Il futuro è nostro, [El futuro es nuestro], la ideología dominante hoy encuentra su fundamento en el fatalismo y la resignación depresiva, así como en esa formación simbólica de la imperfección inexcusable que predica el mundo imperfecto pero no transformable, no justo pero tampoco rectificable, naturalizando lo histórico y fatalizando lo social. En el cosmos plenamente pecaminoso de la sociedad totalmente administrada, la evidencia del mal vuelve a la ventaja de su apología, ya que se eleva ideológicamente a un destino insuperable y a una condición natural eterna.
Para que el fatalismo del destino se convierta en el único horizonte de sentido y en la única imagen admisible del mundo, el orden del discurso ha ido deconstruyendo implacablemente el sentido histórico (fin de la historia) desde 1989. Junto con la temporalidad histórica, aspira a aniquilar el sentido de la posibilidad, es decir, la idea misma de futuros potencialmente alternativos.
La eliminación organizada de la historicidad como locus de posibilidad se revela entonces al mismo tiempo como una disolución programática de la crítica como impugnación de un orden juzgado injusto porque es diferente de lo que podría ser ontológicamente y de lo que debería ser moralmente.
En su unidad dialéctica, la crítica y la historia permiten, de hecho, desnaturalizar y desfatalizar lo social, mostrando su génesis y desarrollo. Permiten volver a pensar en el presente como historia y posibilidad, y en el nexo de fuerza capitalista como una relación conflictiva históricamente determinada y no como una realidad dada, una mera positividad natural sin historia.
Como recuerda Hegel en los Lineamentos de Filosofía del Derecho (§ 343), "la historia del espíritu es su hecho, porque sólo es lo que hace": en una recuperación del principio de Vico del verum ipsum factum en el corazón de la Scienza nuova, Hegel nos recuerda que, para conocerse a sí mismo, el espíritu debe objetivarse y, por tanto, exteriorizarse en el tiempo y el espacio: La historia, como la naturaleza, es la negación que el espíritu hace de sí mismo para conocerse y recuperarse, para tenerse a sí mismo negando su propia negación, desplegando en otro lo que es en sí mismo y encontrándose en el otro, según la identidad sujeto-objeto.
La realidad -dice Hegel- no es una positividad muerta (Realität), que hay que constatar y aceptar pasivamente, sino un proceso en acción (Wirklichkeit): en cuya urdimbre toda configuración, lejos de ser natural y eterna, se presenta, al modo hegeliano, como verschwindendes Moment, como un "momento de fuga" en el ritmo del devenir.
Un proyecto dirigido a su derrocamiento debe injertarse en la analítica de la explotación, que a su vez se basa en la ontología de la posibilidad histórica. Sólo sobre esta base el pesimismo de la inteligencia que surge de la observación realista del sombrío paisaje post-1989 puede pasar al optimismo de la voluntad de resonancia gramsciana, sin desvanecerse en ese pesimismo de la voluntad que culmina en el corolario resignado de que no hay nada más que hacer: en los versos de Fortini, "todo es / terrible pero aún no irremediable". El invierno de nuestro descontento está, pues, llamado a pasar a la primavera de nuestra redención.
Al igual que la forma de la mercancía, la cosificación y la alienación se insinúan de manera cada vez más capilar, saturando la conciencia de los oprimidos, transformados en devotos ignorantes de sus propias cadenas. Y si ya no somos capaces de tomar nota de la alienación y la cosificación, es principalmente porque ahora están en todas partes: han saturado la conciencia, haciéndose tan invisibles como el aire que respiramos. Las masas precarias y sin conciencia de hoy no aspiran a derrocar el mundo en el que están oprimidas y fijadas en el tiempo. En cambio, aspiran a integrarse en ella, manteniendo sus estructuras y variando únicamente la condición individual del esclavo que aspira a convertirse en esclavista, o del trabajador precario que aspira a su propia estabilización contractual personal. En esta fragmentación de la autoconciencia y de la naturaleza real del mundo de la falsificación social total, lo que triunfa es ese individualismo cínico y obtuso que relega a la clase servidora a una condición similar a la de los antiguos esclavos. Estos últimos, aunque soñaban con su propia liberación, la concebían como una salida individual de sus cadenas y nunca como un derrocamiento del mundo que contemplaba la esclavitud.
En última instancia, la paradoja del bloque histórico capitalista que ha alcanzado su fase absoluta y flexible reside en que, como señalan Boltanski y Chiapello en Nuovo spirito del capitalismo [El nuevo espíritu del capitalismo], es extremadamente fácil de criticar teóricamente y, al mismo tiempo, extremadamente difícil de revolucionar operativamente. Así, la más objetable de las sociedades acaba siendo, al mismo tiempo, la menos fácil de transformar.