Occidente contra occidente (2ª parte)

21.02.2017

Es lamentable e inconmensurable el daño de la Reforma de Lutero, que a su vez dio origen a lo que llamamos las tres grandes revoluciones. Todas ellas, hijas de este primer cisma de la fe. Este tema se encuentra muy bien desarrollado por un gran teólogo que posteriormente se terminaría apartando de la recta doctrina en un imprescindible libro “Los Tres Grandes Reformadores”, y nos referimos, claro está, a Jacques Maritain. Allí exponía que dichos reformadores fueron Lutero, Descartes y Rousseau, y en la página número 3 de su libro, ya desnudaba su eje central sosteniendo que: “Tres personas por razones muy diversas dominan el mundo moderno y están a la cabeza de todo lo que lo atormentan, Un reformador religioso, uno filosófico y un reformador moral”. Volviendo a la definición de Genta, creemos entonces, que en esta época no podemos hablar de Cristiandad, como elemento que aún perdura, porque existió una Reforma que quebró dicha unidad y a su vez disparó dos revoluciones que son consecuencia de ella y echó por tierra su cosmovisión.

Por lo expresado nosotros preferimos hablar de catolicismo y no de cristiandad. Decía el autor argentino Boixaidós en su libro la IV Revolución Mundial: “En este momento estaríamos en la IV Revolución  Mundial, la primera, la protestante en 1517, fue anunciada, precedida y preparada por el humanismo renacentista, entierra la sociedad teocéntrica medieval, dando paso al giro antropocéntrico donde se pone como centro de la cosmovisión  al hombre como tal, todo esto se exacerba en la segunda revolución, la Revolución francesa de 1789, donde claramente Rousseau tiene influencia. En ella toma rasgos anti deísta y teísta y se pone como Dios supremo a  “la diosa razón”.

Lamentablemente los idearios de dicha revolución siguen vigentes hasta hoy. Por supuesto, no nos referimos a los ideales de los “derechos del hombre”, que dicho sea de paso no tenían nada de novedoso porque ellos estaban contemplados en el Derecho Natural, sino por el conocido frontispicio de “igualdad, libertad y fraternidad”. Al respecto decía el filósofo existencialista católico Gabriel Marcel: “Hay que renunciar de una vez por todas a la especie de inmotivada, irracional conjunción entre igualdad y fraternidad, vigente desde hace un siglo y medio por obra de espíritus desprovistos de toda potencia reflexiva. Estamos tan acostumbrados a ver acopladas las palabras igualdad y fraternidad que ni siquiera nos preguntamos si hay compatibilidad entre las ideas que esas palabras designan. Pero la reflexión permite justamente reconocer que esas ideas corresponden, para hablar como Rilke, a direcciones del corazón completamente opuestas. La igualdad traduce una suerte de afirmación espontánea que es la de la pretensión y el resentimiento: soy tu igual, no valgo menos que tú. En otros términos, la igualdad está centrada sobre la conciencia reivindicadora del yo. La fraternidad, al contrario, tiene su eje en el otro; tú eres mi hermano. Aquí todo sucede como si la conciencia se proyectara hacia el otro, hacia el prójimo. Esta palabra admirable, el prójimo, es una de esas que la conciencia filosófica desestimó demasiado, dejándola en cierta forma desdeñosamente a los predicadores. Pero cuando pienso con fuerza “mi hermano” o “mi prójimo” no me inquieta saber si soy o no soy su igual, precisamente porque mi intención no se constriñe a lo que soy o a lo que puedo valer”.

Sobre estas cándidas palabras el liberalismo político en su conjunto y en particular los elementos ligados a la masonería apuntan claramente a la destrucción de nuestras patrias, de la familia y sobre todo de la religión católica y de todo aquello que nosotros como hombres de tradición consideramos como valorable. Con claridad meridiana sentenciaba el mártir poeta; ese caballero de la Hispanidad que fue José Antonio Primo de Rivera: “El Estado Liberal –el Estado sin fe, encogido de hombros– escribió en el frontispicio de su templo tres bellas palabras: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Pero bajo su signo no florece ninguna de las tres. La libertad no puede vivir sin el amparo de un principio fuerte, permanente. Cuando los principios cambian con los vaivenes de la opinión, sólo hay libertad para los acordes con la mayoría. Las minorías están llamadas a sufrir y callar. Todavía bajo los tiranos medievales quedaba a las víctimas el consuelo de saberse tiranizadas. El tirano podría oprimir, pero los materialmente oprimidos no dejaban por eso de tener razón contra el tirano. Sobre las cabezas de tiranos y súbditos estaban escritas palabras eternas, que daban a cada cual su razón. Bajo el Estado democrático, no: la Ley –no el Estado, sino la Ley, voluntad presunta de los más– tiene siempre razón. Así, el oprimido, sobre serlo, puede ser tachado de díscolo peligroso si moteja de injusta la Ley. Ni esa libertad le queda. Por eso ha tachado Duguit de error nefasto la creencia de que un pueblo ha conquistado su libertad el día mismo en que proclama el dogma de la soberanía nacional y acepta la universalidad del sufragio. ¡Cuidado –dice– con sustituir el despotismo de los reyes por el absolutismo democrático! Hay que tomar contra el despotismo de las asambleas populares precauciones más enérgicas quizá que las establecidas contra el despotismo de los reyes. "Una cosa injusta sigue siéndolo aunque sea ordenada por el pueblo y sus representantes, igual que si hubiera sido ordenada por un príncipe. Con el dogma de la soberanía popular hay demasiada inclinación a olvidarlo. Así concluye la Libertad bajo el imperio de las mayorías y la Igualdad. Por de pronto, no hay igualdad entre el partido dominante, que legisla a su gusto, y el resto de los ciudadanos que lo soportan. Más todavía: produce el Estado liberal una desigualdad más profunda: la económica. Puestos, teóricamente, el obrero y el capitalista en la misma situación de libertad para contratar el trabajo, el obrero acaba por ser esclavizado al capitalista. Claro que éste no obliga a aquél a aceptar por la fuerza unas condiciones de trabajo, pero le sitia por hambre, le brinda unas ofertas que en teoría el obrero es libre de rechazar, pero si las rechaza no come, y al cabo tiene que aceptarlas. Así trajo el liberalismo la acumulación de capitales y la proletarización de masas enormes. Para defensa de los oprimidos por la tiranía económica de los poderosos hubo de ponerse en movimiento algo tan antiliberal como es el socialismo. Y, por último, se rompe en pedazos la Fraternidad. Como el sistema democrático funciona sobre el régimen de las mayorías, es preciso, si se quiere triunfar dentro de él, ganar la mayoría a toda costa. Cualesquiera armas son lícitas para el propósito; si con ello se logra arrancar unos votos al  adversario, bien está difamar de mala fe sus palabras. Para que haya minoría y mayoría tiene que haber por necesidad división. Para disgregar el partido contrario tiene que haber por necesidad odio. División y odio son incompatibles con la Fraternidad. Y así los miembros de un mismo pueblo dejan de sentirse de un todo superior, de una alta unidad histórica que a todos los abraza. El patrio solar se convierte en mero campo de lucha, donde procuran desplazarse dos –o muchos– bandos contendientes, cada uno de los cuales recibe la consigna de una voz sectaria, mientras la voz entrañable de la tierra común, que debiera llamarlos a todos, parece haber enmudecido”.

Todo esto es parte de un proceso generado por la revolución francesa pero que tuvo su inicio en la reforma protestante. Pero como si fuera poco faltaba el tercer golpe, siguiendo a Boixadós, la tercer revolución, claro está; la revolución bolchevique de 1917. Aquella revolución que terminó con la rusia zarista y que como bien dice el Padre Sáenz  en su libro “De Vladimir a la Rusia Soviética”, aparto a Rusia de su deber histórico para sumergirla en las garras del materialismo ateo y apátrida.

A esta altura de la digresión ya podemos preguntarnos si efectivamente occidente está compuesto por las tres vertientes que mencionamos precedentemente. Para René Guenon: “Se dice que el Occidente moderno es cristiano, pero eso es un error: el espíritu moderno es anticristiano, porque es esencialmente antireligioso; y es antireligioso porque, más generalmente todavía, es antitradicional; eso es lo que constituye su carácter propio, lo que le hace ser lo que es. Ciertamente, algo del Cristianismo ha pasado hasta la civilización anticristiana de nuestra época, cuyos representantes más «avanzados», como dicen en su lenguaje especial, no pueden evitar haber sufrido y sufrir todavía, involuntaria y quizás inconscientemente, una cierta influencia cristiana, al menos indirecta; y ello es así porque una ruptura con el pasado, por radical que sea, no puede ser nunca absolutamente completa y tal que suprima toda continuidad. Iremos más lejos incluso, y diremos que todo lo que puede haber de válido en el mundo moderno le ha venido del Cristianismo, o al menos a través del Cristianismo, que ha aportado con él toda la herencia de las tradiciones anteriores, que la ha conservado viva tanto como lo ha permitido el estado de Occidente, y que siempre lleva en sí mismo sus posibilidades latentes; ¿pero quién tiene hoy día, incluso entre aquellos que se afirman cristianos, la consciencia efectiva de esas posibilidades? (…) Por otra parte, como lo indicábamos también más atrás, es muy cierto que es en el Catolicismo únicamente donde se ha mantenido lo que subsiste todavía, a pesar de todo, de espíritu tradicional en Occidente”.

Y entonces, para precisar más el concepto deberíamos (en la actualidad) ya no hablar  de cristiandad, sino de catolicismo. Por ende nuestra definición de occidente será: “La ecúmene que tiene como religión y cosmovisión al catolicismo, que se apoya en la filosofía clásica griega interpretada por los padres de la Iglesia, y basa sus normas de conducta en el Derecho romano”.

Concordantemente con nuestra tesis, citamos nuevamente a Guenon: “Es únicamente en el Cristianismo, decimos más precisamente aún; en el Catolicismo, donde se encuentran, en Occidente, los restos del espíritu tradicional que sobreviven todavía. Toda tentativa «tradicionalista» que no tenga en cuenta este hecho está inevitablemente abocada al fracaso”.

Pero si nos ceñimos a esta idea cabe preguntarse entonces qué pasa con países como Inglaterra, como Australia o el mismo EEUU, porque no es novedoso que desde hace varios siglos ya, no ha predominado en ellos la filosofía clásica ni la cosmovisión cristiana ni el culto católico.   Y para remarcar más aún la diferente concepción que tienen los anglosajones del mundo occidental vamos a citar a dos pensadores liberales. Uno de ellos, exiliado cubano pero anglófilo hasta los tuétanos - nos referimos a  Armando Ribas - definía Occidente de una manera bastante particular. Luego de afirmar que “decía mi amigo Jorge García Venturini que Occidente era la simbiosis del verbo (judeo-cristiano) y el logos (griego)”; arremete con una categorización que a nuestro juicio está impregnada de Romanticismo secular y que resulta absolutamente imprecisa.

Decía Ribas: “Es innegable que el aporte anglosajón al proyecto universalista que representa la democracia liberal no puede ser sobrevalorado. Podría decir, entonces, que la libertad individual se asienta precisamente en la aceptación socrática y cristiana, pero de una manera diferente. El reconocimiento de los límites de la razón (“Sólo sé que no sé nada”) y de la falibilidad  del hombre (“El justo peca siete veces”: “El que esté libre de pecado que arroje la primera piedra”) son, a mi juicio, los principios en que se fundamenta Occidente y en el cual el aporte de este lado del Atlántico ha sido decisivo” (…) “No obstante yo me atrevería a coincidir, en este aspecto, una vez más con Popper y decir, en la misma línea de David Hume, que Occidente ha sido el proceso de la sociedad abierta, donde los derechos individuales pusieron límite al absolutismo del Estado cualquiera fuese el carácter de éste. Libertad y bienestar individual han sido el carácter del Occidente liberal y democrático que permitió la sociedad plural étnica, religiosa e, inclusive, ideológica”.

En la misma línea, y en las antípodas de lo que venimos intentando demostrar, un  “think tank” de las usinas del Nuevo Orden Mundial, fallecido en el 2010, nos referimos  a Samuel Huntington, en su promocionado libro “El choque de las civilizaciones” tenía conceptos esclarecedores sobre lo que es el pensamiento único de estos hombres que pretenden el nuevo orden mundial; que no es orden porque altera el orden natural, que de nuevo no tiene nada, y que de mundial sólo tiene la pretensión de los cenáculos de poder de quedarse con la hegemonía y monopolio del mismo. O dicho a la manera del filólogo Carlos Disandro; estos grupos que pertenecen a la sinarquía internacional. Retomando la exposición; Huntington definía a Occidente en la pág. 35 como: “La polarización cultural de oriente y occidente, es en parte una consecuencia más de la práctica universal -aunque desafortunada-  de llamar a las civilizaciones europeas civilización occidental. En lugar de hablar de oriente y occidente es más apropiado hablar de occidente y el resto del mundo, lo que al menos implica la existencia de muchos no occidentes”.

Parece un trabalenguas pero no lo es.  Si es lógico hablar de varios orientes (porque él habla  de varios orientes), siguiendo el hilo del razonamiento introducido por nosotros al principio de nuestra tesis, también sería viable (otorgando lo que nos negamos a otorgar) que haya varios occidentes (al decir de Huntington). Si cabe pensar que en Estados Unidos reina la cosmovisión católica, aun sabiendo de su “Ética Protestante”, de su liberalismo filosófico (presente desde la Constitución y Acta de Independencia de “los padres fundadores” –tan ligados a la masonería por cierto-) y su consumismo, hijo putativo de todo lo anterior; entraríamos en una manifiesta contradicción con todo el desarrollo de la teoría que venimos sosteniendo. Más aún, ¿es posible creer que Inglaterra pertenezca a occidente, según nuestra definición?, ¿es posible pensar que Australia, forme parte de nuestra ecúmene? Según estos pensadores, (Huntington, Fukuyama, Brzezinnki, Ribas, etc) claramente sí, pero la paradoja es que España; más aún hispanoamérica, no es parte de occidente para “estos intelectuales”.

En el citado libro de Huntington en la pág 52, el autor se da el lujo de hablar de un occidente (introduciendo en él a todos aquellos países que hemos demostrado su incompatibilidad de valores a los que dicen pertenecer) y varios orientes y dice lo siguiente: “Latinoamérica se podría considerar una o sub-civilización dentro de occidente, o una civilización aparte íntimamente emparentada con occidente y dividida en cuanto a su pertenencia. Para un análisis centrado de las consecuencias políticas internacionales de las civilizaciones, incluidas la relaciones de Latinoamérica por una parte, Norteamérica y Europa por otra, la segunda opción es la más adecuada. Occidente pues incluye Europa y Norteamérica, los otros países de colonos europeos como Australia y Nueva Zelanda, pero no Latinoamérica”.

Hoy en día el término occidente recalca el pensador norteamericano, se usa universalmente para referirse a lo que se solía denominar cristiandad  - y por fin llegamos al talón de Aquiles de la teoría de Samuel Huntington-  cuando después de varias falacias argumentales e ideológicas termina cayendo en el lugar común de que occidente es la cristiandad. Y así nos da la razón a lo que nosotros sostenemos. Occidente es el catolicismo y para precisar más aún; hoy en día Occidente sobrevive en la  Hispanidad.

¿Cómo es posible que España, y ésta va a ser su gloria por los siglos de los siglos -aunque haya movimientos indigenistas que pretendan diluir esta gloria-, haya descubierto para Occidente, y el mundo un nuevo continente ganado para la cristiandad, y aún se ponga en duda su pertenencia (fundacional por cierto) a ése mismo mundo? Por lo tanto Hispanoamérica y no Latinoamérica que va a ser un concepto introducido por Napoleón III, de neto corte francés e imperialista, para justificar la expansión del imperio en América, que es el legado que España le da a la humanidad, es claramente parte de occidente  y por lo tanto de la hispanidad. 

En forma categórica y análoga a la nuestra se expresaba Alberto Buela: En cuanto a nuestra distinción de la América del Norte, consideramos que la más lograda es la realizada por un desengañado sajón americano cuando demarcando las diferencias de las dos conciencias que viven en el continente dice: “Vosotros  (por los Hispanoamericanos) habéis sido menos zapados por la fea Edad Moderna, menos corrompidos por el falso humanismo y racionalismo. Estás más cerca del sentido de la vida humana, como drama trágico y divino, pues estáis más cerca de la Edad Media Cristiana, en la que todos los valores de Judea, Grecia y Roma, formaron parte de un organismo cósmico. Tenéis valores, mientras que nosotros (los yanquis) sólo tenemos entusiasmo (voluntad tecnológica y empresarial)” (…) “Así, pues consideramos la América Hispánica como una unidad geográfica, cultural, lingüística y religiosa indivisible. Esta “nación colosal”, este espacio geográfico único en el mundo entero, tiene desde el punto de vista político, también una identidad común. Pero esta identidad común esta forjada, no tanto por los objetivos comunes a realizar como por la naturaleza del enemigo común que siempre la unifica.

Se confirma nuevamente la idea del pensador alemán Carl Schmitt, cuando en las primeras líneas de su obra “El concepto de la política” afirma que “la distinción política fundamental es la distinción entre el amigo y el enemigo” (entendido éste como hostis y no como inimicus). Para Hispanoamérica, el enemigo no es otro que el imperialismo anglosajón (…) Nosotros forjamos nuestra identidad asumiendo la fuerza vital y los valores de la Europa anterior a la Revolución Mundial los que han sido transformados por la formidable matriz americana. Es por ello que nosotros nos hemos reconocido en la noción de Occidente y que no era otra cosa, para nosotros americanos, que lo que Europa tenía de mejor. De tal manera que la cuestión queda planteada de la siguiente manera: Si nosotros entendemos por Occidente  esta base común que hemos explicitado en el curso de esta intervención, Hispanoamérica no es solamente el más occidental de los continentes, sino que conserva en su seno la única esperanza de fundar un nuevo arraigo. Porque esa conciencia europea que llegó a la América Hispánica no pasó por los diferentes estadios de la denominada Revolución Mundial; es decir, Reforma, Revolución Francesa, Revolución Bolchevique y Revolución Tecnotrónica sino que, incluso hasta la última ola inmigratoria, posee como “núcleo aglutinado de su conciencia” una cosmovisión que es anterior, en el tiempo, al comienzo de la Revolución Mundial”.

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