El enmarañado conflicto ruso-europeo

Aunque la aparición del Estado Islámico como enemigo común de Europa y Rusia ha suavizado algo las tensas relaciones existentes entre ambas, la crisis ruso-europea, agudizada por la guerra civil en Ucrania y la anexión rusa de Crimea, es un fenómeno sociohistórico mal analizado. Esto puede deberse a las pasiones que suscita, estrechamente vinculadas con los prejuicios injertados en el pensamiento de los respectivos pueblos durante los largos años de la Guerra Fría.

No es solo eso. Bastantes políticos y analistas internacionales advirtieron ya hace años, cuando se desintegraba la Unión Soviética, sobre el peligro de futuros conflictos o incluso de guerras, a causa de la expansión hacia el Este de las organizaciones e instituciones occidentales, en especial, la Alianza Atlántica, que fueron englobando Estados que habían sido parte del Pacto de Varsovia. Para muchos sectores rusos de opinión, esto violaba un acuerdo tácito (nunca escrito ni firmado) entre las potencias occidentales y Moscú, que facilitó la reunificación de las dos Alemanias, que hubiera sido mucho más dificultosa con la oposición de Rusia.

Así pues, la crisis ruso-europea no tiene sus raíces en los recientes conflictos de Ucrania o Crimea sino en las consecuencias de la Guerra Fría, cuyas perturbaciones políticas, económicas y sociales siguen pasando factura. A finales de los años 90 del siglo pasado, tanto Europa (en especial la OTAN) como EE.UU. se autoproclamaron victoriosos triunfadores de un largo enfrentamiento que había mostrado definitivamente al mundo cuál era la ideología dominante para el futuro. La nueva Rusia, que entonces se esforzaba por reconstruirse sobre las ruinas de la desaparecida URSS, hizo patente su protesta por el expansionismo europeo desde una posición política y diplomáticamente muy débil.

En marzo de 1999, Hungría, Polonia y la República Checa se acogieron al paraguas militar otánico; en 2004 lo hicieron Bulgaria, Eslovaquia, Eslovenia, Rumanía y las tres republicas bálticas; y en 2009 la OTAN extendió su responsabilidad territorial a Croacia y Albania. En la práctica, esto significaba que el vacío creado por la disolución del Pacto de Varsovia era llenado con rapidez por la expansión de la OTAN. Esto contribuyó a reforzar el ancestral temor que siempre ha aquejado a los gobernantes rusos de todas las épocas a ser asfixiados territorialmente y les ha impulsado a buscar salidas hacia los mares templados.

Son diversas las causas de la conflictividad ruso-europea. Quizá la más decisiva sea la dificultad que ambas partes han encontrado para elaborar proyectos comunes. En octubre de 2011, el presidente ruso propuso una Unión Euroasiática, rememorando al general De Gaulle cuando planteaba una “Europa desde Lisboa hasta Vladivostok” e incluso citando a Mitterand, quien había sugerido una Confederación Europea que incluyera a Rusia. Para señalar dónde podía estar el mayor obstáculo a este proyecto añadió: “… nosotros [Rusia] no tenemos casi ninguna fuerza militar en el exterior; pero en todo el mundo hay bases militares de EE.UU. Tienen tropas a miles de kilómetros de sus fronteras, en cualquier lugar del mundo”. La propuesta de Putin no prosperó ante la oposición de EE.UU. y la OTAN.

Otra causa es la disparidad de los objetivos que Europa y Rusia se propusieron tras la Guerra Fría. La CE ha ido avanzando, aunque con trabajo y serios altibajos, hacia una supranacionalidad que socava en parte las bases de la soberanía nacional de cada Estado miembro. Por el contrario, Rusia ha tendido a reforzar el poder estatal y la soberanía, tan maltrechos en el tránsito desde que desapareció la URSS. Síntomas de esto son el renacer de la Iglesia ortodoxa como instrumento del poder político y la revalorización de los símbolos nacionalistas y patrióticos, lo que la mayoría de los pueblos europeos considera valores reaccionarios y caducos.

Además, en un segundo plano, existe un enfrentamiento entre Europa y Rusia por los espacios que antes dominaba la URSS, de lo que la guerra por Osetia del Sur fue un ejemplo claro, como ahora sucede en Ucrania. Por otro lado, algunos de los países europeos que fueron repúblicas soviéticas y estuvieron sometidos a Moscú no ocultan cierto deseo de vengar las humillaciones y persecuciones del pasado y se muestran intransigentes con todo lo que pueda suponer diálogo o entendimiento con Rusia.

No será fácil superar esta situación de enfrentamiento si en ambos bandos no se emprende una tarea, abordada con sinceridad y sin prejuicios, para reconocer los propios errores y para revalorizar los intereses comunes de Rusia y Europa. Ni Rusia será pronto una democracia de la forma exacta que Occidente le exige, ni Europa abandonará el doble rasero con el que trata a otros Estados, no en función de su pureza democrática sino de los propios intereses económicos.

Es necesario buscar vías de entendimiento entre Rusia y Europa para evitar que, en el previsible reajuste mundial del poder que se empieza a vislumbrar, Lisboa sea otro satélite de EE.UU. y Vladivostok se convierta en el puerto preferido de China, cuando Rusia y Europa sean absorbidas respectivamente por las dos superpotencias que configuren el futuro de la humanidad.