Narcoterrorismo: Instrumento para la desestabilización de Nuestra América
El crimen, reivindicado por la banda criminal Los Choneros, brazo del Cártel de Sinaloa, fue el primer acontecimiento de una sucesión de actos de violencia que no sólo no han cesado, sino que se están intensificando. Se habla también de un intento de asesinato de la candidata Luisa González, así como de atentados con coche bomba en Quito.
Esta misma semana, la ABIN publicó un informe en el que se habla de un pivote del Cártel de Sinaloa hacia Brasil, a partir de acuerdos con el Primer Comando de la Capital, la principal organización criminal de Brasil. El Cártel de Sinaloa estaría interesado en Brasil no sólo como un importante mercado de consumo, debido al tamaño de su población, sino también como una ruta hacia Europa.
Aquí, por supuesto, creo que no es necesario comentar el papel desproporcionado del narcotráfico en Colombia y México, países que a menudo son etiquetados como Narco-Estados, ya que son casos públicos y notorios.
De hecho, a pesar de décadas de una supuesta «guerra contra las drogas», lo que hemos visto en la práctica es la consolidación de cárteles y organizaciones criminales que, mediante la absorción o eliminación de organizaciones rivales y el fortalecimiento de vínculos institucionales en los sectores bancario, empresarial y judicial, se están convirtiendo en verdaderos poderes económicos oligopólicos, algunos de los cuales ya tienen influencia internacional.
En cuanto a la cuestión de la «guerra contra las drogas», se trata de un tema extremadamente controvertido y difícil de abordar sin caer en exageraciones o ideas preconcebidas. Lo que me parece relevante, sin embargo, es enfatizar la percepción de que se trata (al menos como se libra en la mayor parte de América) de una gran farsa, un «conflicto permanente de baja intensidad», que nunca concluye y que esporádicamente sale de los guetos para sembrar el pánico y el caos social.
La impresión intuitiva es la de un «caos gestionado», que inevitablemente trae a la memoria la «estrategia de la tensión» de los Años de Plomo en Italia, en los que una «guerra contra el extremismo de izquierdas y de derechas» permitió a la coalición atlantista de centro-izquierda/centro-derecha acumular poder, además de eliminar las posibilidades de que surgieran proyectos políticos alternativos (tanto por los efectos negativos de la asociación involuntaria con el «extremismo» como, a menudo, por los asesinatos, normalmente atribuibles a algún oscuro grupo terrorista).
También me viene a la mente otro concepto, el de «gestión del salvajismo «, título de una controvertida obra escrita por Abu Bakr Naji, estratega y jefe de propaganda de Al Qaeda, en la que preconiza una estrategia de confrontación permanente para fomentar el caos y la desestabilización, la infiltración en las instituciones y un esfuerzo por » gestionar » a las masas cansadas y desesperadas en las condiciones de un tejido social fragmentado por la «yihad».
No hago estas analogías por casualidad.
Pero volviendo un poco específicamente al tema de las drogas, antes de ir más lejos, hace unos meses saltó la noticia de que la producción y exportación de heroína en Afganistán tras el regreso de los talibanes había caído a cero. Hubo incluso críticas de think tanks occidentales que afirmaban que el fin del tráfico de heroína era malo para el mundo (por increíble que parezca). En cambio, durante la ocupación militar yanqui y el gobierno prooccidental de Afganistán, el cultivo de adormidera y la exportación de heroína florecieron como nunca.
Afganistán nos remite a Nicaragua, donde tras la Revolución Sandinista de 1979 surgieron varias organizaciones paramilitares denominadas «Contras», cuyo objetivo era derrocar al gobierno recién constituido o, en su defecto, impedir la estabilización y normalización del país. No sorprendió que los Contras contaran con el apoyo de la CIA, ya que esa era la pauta.
Lo que sí sorprendió fue que se hubiera montado una trama internacional de narcotráfico, dirigida por los Contras en connivencia con traficantes internacionales, para enviar y distribuir cocaína en Estados Unidos con el fin de recaudar fondos para los grupos paramilitares. Todo ello bajo la tutela y protección de la CIA.
De hecho, existen esquemas aún más amplios, como la experimentación con drogas dentro del complejo militar-industrial estadounidense, desde el infame MK Ultra y sus experimentos con LSD hasta diversos programas vinculados al complejo militar-industrial y los servicios de inteligencia, con el objetivo de crear «supersoldados», es decir, convertir prácticamente a los propios operativos especiales en «zombis» obedientes y resistentes al dolor. Muchos de estos experimentos, a su vez, son «herederos» de la Clínica Tavistock británica, también con una larga historia cuyas raíces se remontan a miembros de la élite británica relacionados con las Guerras del Opio.
El caso de la Guerra del Opio, parte central de los acontecimientos que inauguraron el Siglo de Humillación de China, es un interesante ejemplo del uso de las drogas como método de guerra híbrida y de operar en la zona gris, ya que los británicos actuaron con un barniz de legalidad.
Pero el punto al que queremos dirigir estas reflexiones, tras demostrar irrefutablemente la implicación de las élites occidentales en el narcotráfico internacional desde hace al menos dos siglos, es la posibilidad de que lo que entendemos por «narcoterrorismo» ocupe en la geopolítica atlántica el mismo «lugar» que el «neonazismo» y el «takfirismo» en contextos diferentes.
Tomemos como ejemplo el caso ucraniano, emblemático por el contexto geopolítico mundial y la importancia del enfrentamiento entre Rusia y Occidente en ese país. El papel desempeñado por el neonazismo en este conflicto, en el lado ucraniano, es público y notorio a pesar de los desmentidos occidentales. El Regimiento Azov, repleto de neonazis, forma parte de las estructuras formales del Ministerio del Interior, no es sólo un grupo paramilitar ad hoc.
Sin embargo, al igual que la noción de que el Estado ucraniano es neonazi en sí mismo es una pieza de propaganda que no convence a nadie precisamente por su exageración, podemos criticar las piezas de propaganda que intentan explicar el apoyo occidental al neonazismo en Ucrania por algún supuesto carácter intrínsecamente nazi de la OTAN o de Estados Unidos, a pesar de lo que sabemos sobre la Operación Paperclip.
Para hacer las cosas más fáciles de entender: el apoyo estadounidense a los talibanes en el contexto de la guerra afgana de los años ochenta también es público y notorio, con visitas de talibanes a Washington y reuniones de alto nivel. Esto no quiere decir que la élite estadounidense sea musulmana (aunque la derecha republicana ha intentado hacer precisamente esta acusación contra Barack Obama).
La clave de la «contradicción» del apoyo a los neonazis en Ucrania y a los takfiris en el mundo islámico quizá pueda encontrarse en el concepto de «caorden», desarrollado por el ex director general de VISA Dee Hock para describir ciertos sistemas flexibles, y que Alexander Dugin utiliza en su libro Teoría del Mundo Multipolar para explicar el modus operandi de EEUU en su fase posmoderna.
Según Dugin, la mejor manera de describir las relaciones internacionales contemporáneas de EEUU no es a través de la lógica metrópoli/colonia, porque incluso la lógica colonial implica la construcción y preservación de una cierta forma de orden en las regiones dominadas, de estatus inferior y en beneficio de la metrópolis, pero no obstante «ordenada».
Desde al menos la Primavera Árabe (pero quizás remontándose en parte a las intervenciones en Afganistán e Irak), Estados Unidos ha comenzado a liquidar antiguos protectorados neocoloniales y aliados, no con el objetivo de sustituir un orden por otro, sino como un fin en sí mismo, devastando la posibilidad misma de un Estado estable en los países afectados.
En este sentido, para la mentalidad neocon tardía, el sentido de la acción geopolítica estadounidense debe ser tratar de preservar el núcleo del «Imperio» como una isla de orden (lo cual es imposible, pues el propio sistema estadounidense, al estar fundado en el individualismo radical, ya está desintegrando el tejido social interno), mientras se arroja al resto del mundo a un estado geopolítico de licuefacción permanente, donde la estabilidad es un imposible, debido a la acelerada sucesión de golpes de Estado, revoluciones, separatismos, atentados terroristas, etc.
La acción internacional yanqui se basa, por tanto, menos en un intento de «ganar» que en un empeño por generar inseguridad e inestabilidad permanentes en los territorios enemigos.
Para ello, en cada región del mundo, se seleccionan precisamente las fuerzas más disolventes, sectarias y caóticas, independientemente de su ideología. De ahí la promoción del neonazismo en Ucrania, del takfirismo en el mundo islámico; incluso podríamos hablar del anarcocomunismo en algunos países occidentales.
Ante este panorama, considerando los ejemplos históricos y ante la compleja situación de Ecuador, si el Occidente atlantista decidiera aplicar esta estrategia a Nuestra América, ¿cuál sería el instrumento? Difícilmente podríamos apostar por neonazis o takfiris.
¿No sería la opción obvia el narcoterrorismo? ¿Y no es eso lo que ya está ocurriendo en Ecuador?
Aquí no hay forma de señalar soluciones al problema, pero entender el fenómeno es siempre el primer paso.
Fuente: https://noticiaspia.com