Heidegger, Schelling y la realidad del mal. Parte 14
La ocultación de la ocultación
Una experiencia auténtica de los seres es aquella que reconoce que cuando los seres se nos presentan en su significado, esta presencia siempre va acompañada de ausencia. Aprendamos lo que aprendamos sobre los seres, siempre hay algo más que se oculta. Nunca penetramos completamente en las cosas para conocerlas en su totalidad, por lo que siempre hay un elemento de misterio en los seres. Sin embargo, es precisamente este misterio lo que la voluntad y su metafísica de la presencia tratan de cancelar (véase la duodécima parte). Los pensadores comienzan a exigir implícitamente (algo que solo se hace explícito hasta la época moderna) que lo que es esté constantemente presente, en el sentido de plenamente disponible e inteligible. Esto significa que la ausencia u ocultación, como inherente a la naturaleza del ser, llega a ser negada, descartada u «olvidada».
Heidegger se refiere explícitamente a esto como un «misterio» (Geheimnis) [1]. El claro es una especie de «nada», una ausencia, un «espacio abierto» en el que nos encontramos con el ser de las cosas. Así, Heidegger entiende el claro como un «replegarse»: se ausenta para que los seres se nos presenten en él. En consecuencia, el claro está «intrínsecamente oculto» o «se oculta a sí mismo». Pero la mentalidad de la voluntad, que Heidegger ve como el hilo conductor de toda la historia de la metafísica, niega la ausencia y el misterio, por lo que no puede llegar a darse cuenta de que el claro siquiera existe.
Heidegger argumenta, de forma controvertida, que el pensamiento griego primitivo mostraba cierta conciencia del claro, pero que en la época de Platón (y el nacimiento de la tradición metafísica) el claro había sido olvidado o el hombre occidental había sido abandonado por él. Heidegger formula este argumento basándose en gran medida en lecturas tendenciosas de unos pocos fragmentos presocráticos. Un argumento más plausible, y quizá mucho más obvio, puede basarse en lo que sabemos de la religión y la mitología griegas.
Podríamos señalar, por ejemplo, a las Parcas – sobre las que ni siquiera los dioses tenían poder – como indicación de la conciencia de que el sentido y el destino que nos depara no están bajo nuestro control. También podríamos señalar los numerosos mitos relativos al castigo de la arrogancia, como afirmación del misterio y advertencia a quienes pretendan anularlo. Y podríamos discutir lo que sabemos de los cultos mistéricos griegos, que parecían proporcionar un correctivo a la vertiente racionalista y apolínea del pensamiento griego, que pretende eliminar la oscuridad y llevarlo todo a la luz. Pero este es un tema que no podemos explorar aquí.
Dado que el claro se oculta a sí mismo, el olvido del claro – o el olvido de su propia existencia – es siempre una posibilidad. En otras palabras, la propia naturaleza del ser/del claro se presta a ser «olvidada». Y esto significa que el olvido del ser sigue siendo una posibilidad permanente para la humanidad. Parece que nos enfrentamos a una elección. Podemos abrirnos al ser en su juego de presencia y ausencia, y abrirnos al claro abierto en el que se produce este juego, en el que nosotros mismos nos producimos y encontramos nuestro destino. O podemos cerrarnos al ser, negar la ausencia y exigir que todo lo que es sea totalmente penetrable y manipulable, atribuyéndonos el papel de creadores de sentido.
Hace dos milenios, parece que optamos por lo segundo, y desde entonces todo ha ido cuesta abajo. La diferencia entre la metafísica temprana de los griegos y la metafísica tardía de los alemanes (que llega a su conclusión con Nietzsche) es simplemente que en el primer caso la exigencia de que todos los seres sean totalmente penetrables y manipulables era implícita. En el segundo caso es explícita y la metafísica termina cuando esta «agenda» se hace explícita. La civilización tecnológica moderna es, para Heidegger, la promulgación de la metafísica de la voluntad de poder que, en efecto, encontramos en las páginas de Nietzsche y se despliega como el carácter determinante del mundo en el que ahora vivimos (pero sólo porque Nietzsche dio voz a este «mensaje del ser» que ya había sido preparado por el Ereignis).
Por todo lo anterior, la conclusión inexorable parece ser que el olvido del claro es la raíz del mal. Bret Davis afirma que «la rabia del mal es un exceso disonante (Unwesen) que se alimenta del ocultamiento del ocultamiento, del olvido del misterio [del claro]» [2]. Hemos visto que los personajes del diálogo de Heidegger «Conversación vespertina: En un campo de prisioneros de guerra en Rusia, entre un joven y un anciano» afirman que la voluntad es mala y sabemos que, según Heidegger, la voluntad niega u olvida el claro.
El resultado, de nuevo, se asemeja notablemente a la caracterización que hace Schelling del mal como un arremeter contra la otredad – contra todo lo que se resiste a ser conocido y manipulado y, por lo tanto, un arremeter contra la ausencia – que al mismo tiempo exalta el yo, convirtiéndolo en el «dios invertido». En efecto, según la historia de la metafísica de Heidegger, a medida que se profundiza en el olvido del ser, lo «humano» (es decir, la «subjetividad») se eleva a la categoría de dios. De nuevo, este proceso alcanza su clímax en la filosofía alemana del siglo XIX.
Hemos afirmado que el autoenmascaramiento del claro hace de su olvido (o, en palabras de Davis, de su «ocultamiento del ocultamiento») una amenaza siempre presente. Pero esto significa, por lo tanto, que el mal de la voluntad – y la consiguiente «devastación» del «baldío» – son siempre posibles. El bosque y el desierto son las dos posibilidades fundamentales para la humanidad. Los seres humanos han elegido cada una de ellas, en distintos momentos, y seguirán haciéndolo. Al igual que Schelling, Heidegger cree aparentemente que la libertad del hombre es la elección entre el bien y el mal.
Para Heidegger, la libertad sigue siendo fundamentalmente un misterio porque, aunque podamos hablar de la «elección» del hombre entre el bosque o el desierto, es imposible explicar por qué se hace esa elección. De hecho, ni siquiera está claro que se trate de una elección, al menos no de forma consciente. En el diálogo, los interlocutores llegan a la posición de que la malicia del mal puede ser inherente al ser mismo: «Anciano: Así pues, el proceso de devastación no se evitará, y mucho menos terminará, con la instauración de un orden mundial basado en la moral. [N.B.: porque la concepción progresista de un «orden mundial basado en la moral» no es más que uno de los disfraces asumidos por la malicia del mal, C.C.]
Joven: Porque aquí las «medidas» que toman los humanos – por masiva que sea su «extensión» – no son capaces de nada. Porque la malicia, como produce la devastación, puede muy bien seguir siendo un rasgo básico del ser mismo.
Anciano: Si de hecho la devastación descansa en el abandono de los seres por el ser y si este abandono surge del ser mismo. Pero, ¿no te parece también que este pensamiento – que el ser es en el fondo de su esencia malicioso – es una exigencia espantosa para el pensamiento humano?» [3].
De hecho, no tenemos la menor idea de por qué los griegos, hace más de dos milenios, se volcaron hacia la voluntad y la metafísica de la presencia. Puede que sólo nos estemos halagando a nosotros mismos al pensar que se trata de una «elección». A veces, el relato de la historia de Heidegger parece no dejar lugar a la libre elección.
En la cita anterior, el anciano habla en nombre de Heidegger cuando sugiere que el abandono del ser «surge del ser mismo». El abandono del ser es, pues, uno de los «mensajes del ser» o del Ereignis: un cambio de sentido que no se produce como resultado de un designio humano. Parece que no hemos «elegido» en absoluto oscurecer o negar el claro. Esta puede ser precisamente la razón por la que Heidegger habla también del «abandono del ser», como si fuera el ser el que ha elegido hacernos algo a nosotros, no nosotros a él [4].
Sin embargo, al mismo tiempo es tentador pensar que Heidegger sí cree en algún tipo de elección fundamental, pues ofrece una alternativa a la insurgencia de la voluntad y habla de ella como si fuera algo que los hombres pueden elegir. Esta alternativa la denomina Gelassenheit. Literalmente, podría traducirse como «dejar hacer» en el sentido de «dejar estar», pero los heideggerianos suelen traducirlo como «dejar ser». El origen del término suele atribuirse a Meister Eckhart, que ejerció una importante influencia sobre Heidegger [5]. El significado exacto de Gelassenheit es objeto de un intenso debate entre los estudiosos de Heidegger y aquí sólo podemos ahondar en la cuestión muy brevemente. El concepto se menciona en el diálogo de Heidegger entre los dos prisioneros de guerra, sin que se utilice el término en sí. Los dos hombres mantienen el siguiente intercambio: «Anciano: Así pues, cuando el ser humano pone las cosas hacia sí como objetos y sólo las deja estar como tales y subsistir en este sentido, no deja que las cosas estén en su reposo [Ruhe].
Joven: El humano persigue las cosas en un desasosiego que les es ajeno convirtiéndolas en meros recursos para sus necesidades y elementos de sus cálculos, y en meras oportunidades para avanzar y mantener sus manipulaciones.
Anciano: Al no dejar que las cosas estén en su reposo, sino que – encaprichado por su progreso – pasa por encima de ellas y se aleja de ellas, el ser humano se convierte en el impulsor de la devastación, que desde hace tiempo se ha convertido en la tumultuosa confusión del mundo».
«Dejar ser a las cosas en su reposo tranquilo» es esencialmente lo que Heidegger entiende por Gelassenheit y se presenta aquí como el opuesto diametral de la voluntad. La voluntad considera a los seres como «objetos» que se oponen, convirtiéndolos en «meros recursos para las necesidades [del hombre]», en objetos de cálculo y manipulación, y convirtiendo así al hombre en «el adelantado de la devastación» que él equipara estúpidamente con el «progreso». Pero, ¿qué significa exactamente «dejar que las cosas estén en su reposo»? La oscuridad de este tipo de formulaciones, que abundan en Heidegger, es responsable de generar gran parte del debate sobre el significado del Gelassenheit.
¿Una mística heideggeriana?
Aproximémonos a la comprensión del concepto de Gelassenheit considerado desde su oposición a la voluntad. La malicia de la voluntad (y de ahí su maldad) proviene del olvido del claro o el olvido del ser. Es, pues, razonable deducir que la Gelassenheit, como opuesta a la voluntad, debe implicar lo contrario de este olvido o, en cierto sentido, su superación. ¿Significa Gelassenheit el «recuerdo del claro»? Posiblemente. Pero cuando Heidegger habla de Gelassenheit no se refiere primordialmente a una realización intelectual o teórica. Gelassenheit no puede significar simplemente una mera comprensión teórica de que el claro existe. La voluntad, después de todo, no es una idea, es un estado del ser; una actitud hacia el mundo que anima todas las acciones de uno. Gelassenheit debe ser algo parecido.
Ian Alexander Moore, en su valioso estudio sobre Heidegger y Eckhart, señala lo mismo de la siguiente manera: «Para pensar el ser en su nivel más básico debo actuar en los términos en que el ser ha de ser pensado. Debo hacer algo antes de poder comprender. Sin embargo, este hacer no debe tratarse como algo totalmente separado del pensar, sino más bien como una valencia más práctica de la actividad esencial del pensar. ¿Qué debo hacer entonces? Para Eckhart, debo liberarme» [6]. (Moore traduce Gelassenheit como «liberación».) En el pensamiento de Eckhart, existe una identidad fundamental entre el alma humana y Dios (o la «Divinidad»). Dios, en su naturaleza más íntima, es concebido como aquello en virtud de lo cual las cosas tienen su ser. En consecuencia, Dios mismo no es ninguna cosa. Cuando nuestras almas están ocupadas con el ajetreo del mundo y todas sus cosas, no podemos llegar a realizar nuestra identidad con Dios. Pero si el alma se vacía (en efecto, una especie de «muerte del ego»), entonces también se convierte en no-cosa, y ya no hay ninguna diferencia entre el alma y Dios. Este vaciamiento del alma es Gelassenheit (o, como también lo llama Eckhart, Abgeschiedenheit, «desprendimiento»).
Una dinámica notablemente similar aparece en el tratamiento que Heidegger da a la Gelassenheit. Heidegger, en su mayor parte, evita el lenguaje teológico, y el claro (o el ser) ocupa, en efecto, el lugar de Dios. (Aunque definitivamente no deberíamos llegar aquí a la conclusión de que Heidegger está declarando que el claro es Dios). El claro es también una no-cosa. Es el «espacio» en el que los seres nos muestran su ser. De ello se deduce que él mismo no es un ser y que no puede presentarse ante nosotros, y no lo hace, a la manera de un ser. Como ya hemos dicho, el claro es un tipo especial de «ausencia»: el claro «se retira» para que los seres puedan ser.
Ahora bien, Gelassenheit, como actividad humana o estado del ser humano, es también justamente ese replegarse para que los seres puedan presentarse ante nosotros. Recordemos que Gelassenheit es traducido frecuentemente (por los heideggerianos) como «dejar ser a los seres». Pero, ¿qué es lo que «retiramos» para que los seres puedan presentarse a nosotros en su ser? Es precisamente el voluntarismo egoico: la voluntad de distorsionar a todos los seres para que se nos presenten como nada más que recursos para satisfacer nuestras necesidades o deseos. Este voluntarismo es «malicioso» (y por tanto «maligno») porque es una aniquilación del ser que tienen los seres, una insistencia en imponerles una distorsión de lo que realmente son. El voluntarismo eleva efectivamente al hombre a la categoría de dios y declara que los seres no tienen ser hasta que les imponemos algún ser (algún significado). Son mera «materia prima».
Pero si el claro es una «liberación» que se retira para que los seres puedan ser, y el «acto» humano de Gelassenheit es también una liberación, una retirada para que los seres puedan ser, entonces existe un claro isomorfismo entre el claro y el Gelassenheit. De hecho, podríamos decir que ambos están «comprometidos» en el Gelassenheit. Por lo tanto, puede ser defendible utilizar un lenguaje más fuerte que el de «isomorfismo» y decir que en el acto del Gelassenheit el Dasein alcanza la identidad con el claro [7]. Ver la filosofía de Heidegger como «mística» se hace así casi inevitable (dependiendo de cómo se defina «mística» [8]). De hecho, creo que no sería una distorsión decir que el camino del «pensar» (das Denken) de Heidegger utiliza una «destrucción» de toda la tradición metafísica occidental como «escalera» hacia una unión mística con el «fundamento del ser» (el claro). Lo que se supera es la voluntad y la metafísica de la presencia, lo que se realiza a partir de esta superación es la necesidad de «dejar ser» a los seres.
Señalemos aquí que lo anterior implica que cometemos un grave error si tomamos el reputado «historicismo» de Heidegger en el sentido de que el ser (o el significado) de los seres es enteramente reducible a lo que nosotros tomamos que sean en algún contexto histórico o cultural. En primer lugar, tal historicismo sería intencionado, puesto que declara, en efecto, que los seres son simplemente lo que los humanos decimos que sean. Sí, como hemos argumentado, el significado histórico es un «mensaje del ser» y no nuestra creación consciente. Pero la afirmación de que los seres son lo que nuestras suposiciones históricamente situadas toman por ellos sería un antropocentrismo absoluto, ya que implicaría que los seres no tienen ser hasta que nosotros se lo conferimos. Pero éste es precisamente el carácter de das Gestell. Heidegger señala que no respalda un historicismo tan extremo cuando deja claro, una y otra vez, que repudia das Gestell. Nada podría ser más claro que el hecho de que considera este punto de vista como perverso y malo.
De ello debe deducirse que, para Heidegger, algunas comprensiones históricamente situadas del ser son erróneas. Y el punto de vista que nos recomienda como correctivo de la voluntad, «dejar que los seres sean», sólo parece inteligible si los seres ya tienen algún ser intrínseco que existe antes de que los interpretemos de una forma u otra. «Dejar que las cosas sean en su tranquilo reposo» significa retirar nuestra exigencia de que los seres se ajusten a algunos supuestos sobre su ser y permitir que su propio ser se muestre ante nosotros. Si no tuvieran ser antes de que se lo otorguemos mediante nuestro acto de interpretación, esto sería imposible y «dejar ser a los seres» sería ininteligible.
No podemos pasar por alto el hecho de que esta conclusión, que parece implícita en todo lo que Heidegger ha dicho sobre la voluntad y el Gelassenheit, plantea importantes problemas para interpretar sus ideas. Por ejemplo, si pretendemos equiparar el ser con el sentido (como sostiene Thomas Sheehan), entonces ¿cómo pueden los seres tener un «sentido» independiente de nuestras mentes, dado que el «sentido» parece ineludiblemente subjetivo (es decir, dependiente del sujeto)? Parecería que la única salida a este problema sería reconocer que algunos significados son «reales» y no existen meramente «para nosotros». Heidegger podría efectivamente dar este paso, dado que, como ya hemos establecido, sostiene que nuestra experiencia del significado no es que sea creada por nosotros, sino que tiene una fuente extrahumana. Además, dado que das Gestell no es una invención humana, sino un «envío» del ser/el claro (o Ereignis), entonces debemos lidiar con el hecho de que a veces esa fuente extrahumana nos miente. Como dice el joven, «la malicia... puede muy bien seguir siendo un rasgo básico del ser mismo».
¿Es el claro, entonces, maligno? ¿Es un demiurgo malévolo? No y no sólo porque pensar en él en estos términos sería un antropomorfismo inaceptable. Por el contrario, Heidegger deja claro que existe una dualidad ineludible en el ser. Dado que hemos visto que hay un isomorfismo entre el «acto» de dejar ser y el dejar ser del ser/el claro, podemos deducir que hay un isomorfismo entre la voluntad humana y el aspecto «negativo» del ser. En términos más generales (aunque con un espíritu muy heideggeriano), podemos hablar de Gelassenheit como una «apertura», que corresponde al «claro abierto». Y quizá también podamos hablar de la voluntad como un «cierre», un cierre al ser, que se corresponde con un «cierre» correspondiente en el ser mismo. Este último cierre es esencialmente lo que Heidegger entiende por «abandono del ser».
La dinámica de «apertura y cierre» es bastante similar a la dinámica de «expansión y contracción» empleada por Schelling en Las edades del mundo, que amplía las ideas del Freiheitsschrift. También podemos observar que existe un claro paralelismo entre la concepción de Heidegger de una dualidad en el ser (una dualidad esencialmente del bien y del mal) y la dualidad de Schelling de la voluntad del fundamento y la voluntad de la existencia/comprensión que puede muy bien haber sido una importante influencia para Heidegger.
El ser se abre «benévolamente» cuando nos muestra el ser de los seres en el claro abierto. Y nosotros nos ponemos de acuerdo con esta apertura, con igual «benevolencia», cuando nos abrimos al ser y alcanzamos el Gelassenheit. El ser se «cierra» a nosotros «malévolamente» cuando nos abandona. Pero, ¿en qué consiste exactamente este abandono? Sabemos que la voluntad moderna de das Gestell no es invención nuestra, ni siquiera una elección consciente. Es uno de los «mensajes» del ser. ¿Cómo nos comunica el ser el abandono? En efecto, el auto-ocultamiento/auto-retirada del ser/el claro, su «ocultamiento» de sí mismo, nos «tienta» a convertirnos en el «dios invertido»; nos «tienta» a considerarnos como aquello que confiere el ser a las cosas, tratándolas únicamente como medios al servicio de nuestros fines. Esta es, de hecho, precisamente la función de Satán en la teología cristiana, tentar a los hombres a convertirse en el «dios invertido».
El paralelismo satánico no es ajeno al lenguaje que el propio Heidegger utiliza en ocasiones. Por ejemplo, consideremos las siguientes líneas de Introducción a la Metafísica en las que Heidegger trata el advenimiento de la civilización tecnológica moderna: «Todas las cosas se hundieron hasta el mismo nivel, hasta una superficie parecida a un espejo ciego que ya no refleja, que no devuelve nada. La dimensión dominante pasó a ser la de la extensión y el número. Ser capaz ya no significa gastar y prodigar, gracias a la sobreabundancia elevada y al dominio de las energías, sino sólo practicar una rutina en la que cualquiera puede entrenarse, siempre combinada con una cierta cantidad de sudor y exhibición. En América y Rusia, entonces, todo esto se intensificó hasta que se convirtió en el ir y venir sin medida de lo siempre idéntico y lo indiferente, hasta que finalmente este temperamento cuantitativo se convirtió en una cualidad. Ahora, en esos países, el predominio de una sección transversal de la indiferencia ya no es algo intrascendente y meramente estéril, sino que es la embestida de aquello que destruye agresivamente todo rango y todo lo que es mundo-espiritual y los retrata como una mentira. Es el ataque de lo que llamamos lo demoníaco [en el sentido de lo destructivamente maligno]» [9].
Las palabras entre corchetes son una interpolación del propio Heidegger, añadida cuando se publicó el texto de su conferencia en 1953 (las conferencias en sí fueron pronunciadas en 1935). Cuanto más se exploran las ideas de Heidegger, más revelan una dimensión religiosa y mística. Y como todas las ideas místicas, están envueltas en la oscuridad. Uno tiene la sensación de que Heidegger ha dado en el clavo, que está descubriendo verdades profundas sobre el ser y sobre el ser humano, y de una forma totalmente original que rompe con la tradición metafísica. Por supuesto, a veces también da la sensación de que está redescubriendo verdades profundas que han sido oscurecidas o repudiadas por el hombre moderno en su arrogancia. Sin embargo, cuanto más exploramos estas ideas, más preguntas nos plantean. No se trata de una crítica.
Hemos visto que Heidegger entiende toda la tradición metafísica como infectada por la voluntad y su metafísica de la presencia. Y hemos visto que Heidegger se refiere a la voluntad como el mal. ¿Se deduce, entonces, que la tradición metafísica es mala? ¿Estuvieron los pensadores desde Platón hasta Nietzsche involucrados en una empresa maligna? (Uno no tendría que comprometerse con la opinión de que los propios filósofos eran hombres malvados para creer que estaban implicados en algo malvado). Sorprendentemente, a esto parece llevarnos el relato de Heidegger sobre la historia de la metafísica. Aquí y allá hace afirmaciones que equivalen a esto. En un ensayo, por ejemplo, escribe que «el colapso del pensar [des Denkens] en las ciencias [Wissenschaften] y en la fe [Glauben] es el destino maligno del ser [böse Geschick des Seins]» [10].
La historia de los dos últimos milenios es, para Heidegger, la historia del ascenso del mal, que ahora florece plenamente en la civilización tecnológica moderna. En nuestra próxima entrega, pondremos fin a esta serie argumentando que Heidegger respalda la tesis de la realidad del mal (o, como él lo llama, «lo demoníaco»). Y utilizaremos la teoría schellingiano-heideggeriana del mal para tratar de dar sentido al comportamiento, a menudo desconcertantemente perverso, de los hombres de hoy.
Notas:
[1] Veáse Thomas Sheehan, Making Sense of Heidegger: A Paradigm Shift (Lanham, MD: Rowman and Littlefield, 2015), 75-76, 226.
[2] Bret W. Davis, Heidegger and the Will: On the Way to Gelassenheit (Evanston: Northwestern University Press, 2007), 295.
[3] Heidegger, Country Path Conversations, trad. Bret W. Davis (Bloomington, IN: Indiana University Press, 2010), 139.
[4] En Schelling existe un paralelismo con la idea de que la malicia puede ser un rasgo del propio ser. Recordemos que Schelling sí cree en una especie de «mal general» en la naturaleza, que emerge de la base del ser, que «aunque nunca llega a ser real, sin embargo, se esfuerza continuamente hacia ese fin [es decir, se esfuerza por ser real]», y que sólo después de llegar a comprender este mal general «es posible comprender el bien y el mal en el hombre». La propensión natural del hombre a hacer el mal es, dice, «explicable sobre esa base porque el desorden de fuerzas comprometido por el despertar de la voluntad propia en las criaturas ya se les comunica al nacer.» Estas citas aparecen anteriormente en la serie.
[5] Sin embargo, Eckhart sólo utilizó Gelassenheit en uno de sus textos, donde se emplea como sinónimo de Abgeschiedenheit (desprendimiento). Robert Bernasconi ha argumentado que el término pertenece más a Boehme que a Eckhart, quien lo utiliza ampliamente en su Camino a Cristo. Como señalamos mucho antes, Boehme ejerció una gran influencia en el Freiheitsschrift de Schelling. Véase Robert Bernasconi, “Being is Evil: Boehme’s Strife and Schelling’s Rage in Heidegger’s “Letter on ‘Humanism,’” Gatherings: The Heidegger Circle Annual 7 (2017): 164–181; 173. Se han publicado varios estudios valiosos sobre Heidegger y Eckhart. Para un estudio reciente en inglés, véase Ian Alexander Moore, Eckhart, Heidegger and the Imperative of Releasement (Albany: SUNY Press, 2019).
[6] Moore, 37.
[7] Tal vez sea necesario ir aún más lejos y rechazar la afirmación de que es en el «acto» de Gelassenheit donde el Dasein «alcanza» la identidad en el claro. La razón es que esto parece implicar que el claro y la Gelassenheit son dos cosas separadas. De hecho, es extremadamente difícil distinguirlas. Implícitamente, distinguir entre el claro y la Gelassenheit depende de tratar al primero como «objetivo» y al segundo como «subjetivo». Sin embargo, cuando decimos que el claro es una «liberación» que se retira para que los seres puedan ser, esto siempre significa «para que los seres puedan ser para nosotros», pues siempre tiene que haber un dativo de manifestación, aquello a lo que se manifiesta el ser de los seres. Pero, ¿cuál es entonces la diferencia entre el claro y Gelassenheit? Pues Gelassenheit es también una liberación, una retirada para que los seres puedan ser para nosotros.
[8] Veáse John D. Caputo, The Mystical Element in Heidegger’s Thought (New York: Fordham University Press, 1986).
[9] Heidegger, Introduction to Metaphysics, trad. Gregory Fried and Richard Polt (New Haven, CT: Yale University Press, 2000), 48-49.
[10] Martin Heidegger, Off the Beaten Track, trad. Julian Young and Kenneth Haynes (Cambridge: Cambridge University Press, 2002), 266. La tradición metafísica, con su olvido del ser, da lugar a las ciencias especializadas. La principal limitación de estas ciencias no es que se centren en los seres y no en el ser. Si insistiéramos en que el ser es el único tema válido de investigación, entonces ninguna ciencia distinta de la ontología sería legítima. Se trata más bien de que «proyectan» de antemano una determinada concepción del ser sobre los seres. Para Heidegger la física es el ejemplo paradigmático. El punto de vista de las ciencias es, pues, fundamentalmente subjetivo y antropocéntrico. (La cuestión es compleja; para más información, véase mi ensayo «Heidegger’s History of Metaphysics, Part Three: The Emergence of Modernity»). La alternativa a las ciencias positivas, para la época metafísica, no es un encuentro con el ser, sino la «fe». La «fe» concede esencialmente a las ciencias el monopolio de la «razón» y abraza el irracionalismo, es decir, la creencia en ausencia de pruebas. Y su creencia es una creencia en un ser supremo (una cosa suprema que tiene ser). A través de la fe, el ser vuelve a ser «olvidado», como resultado tanto de su punto de vista ontoteológico como de su afirmación tácita en la supremacía de las ciencias.
Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera