¿Puede la Bioetica ser pluralista?

18.04.2016

Antes de entrar a responder a la pregunta que plantea el título, debemos definir qué es lo que entendemos por bioética. Para Gilbert Hottois la bioética es una ética para la tecnociencia, es decir, el conjunto de reglas y de buenos comportamientos que deben regular la actividad técnica y científica.

Para la concepción tradicional y positivista de la ciencia y la tecnología no existe tal problema, pues la ciencia se considera un saber “puro” y desinteresado, y la tecnología una simple aplicación de este conocimiento, que puede servir a buenos o malos propósitos, pero que en su esencia es éticamente neutral. Pero en realidad no es así. Desde los comienzos de la ciencia moderna, desde el siglo XV al XVII, se produce una mutación profunda, de la que nuestra actual tecnociencia es la consecuencia lejana. La ciencia antigua (logoteórica) deja paso a una nueva ciencia. Sus características fundamentales son la matematización (Descartes) y el empirismo (Bacon). La característica fundamental de la nueva ciencia es la operatividad: no se trata de conocer el mundo, sino de conocerlo para controlarlo y dominarlo. La nueva ciencia es, por esencia, tecnológica.

La misma noción de verdad experimenta una mutación substancial. Ya no es la revelación de la esencia profunda de lo real, sino eficiencia tecnofísica. La técnica se convierte en la materialización del poder, inscrito en el saber a título de criterio de verdad objetiva. Las técnicas son la manifestación natural de la verdad de las ciencias sobre las que se fundamentan.

De todo ellos se derivan dos conclusiones: que la separación entre ciencia y tecnología es cada vez menos evidente, lo que nos lleva al término tecnociencia para designar este continuo, y que al ser la tecnociencia un “poder hacer” o simplemente un “poder” y no un mero “saber” el debate ético es inaplazable. Un mero “saber” puede ser éticamente neutro, pero el “hacer” nunca lo es. El debate sobre lo de “debo hacer” está evidentemente condicionado por los que “puede hacer”.

Otra cuestión es porque añadimos el prefijo bio- a una ética para la tecnociencia. Durante años la física fue la reina de las ciencias. La revolución científica del siglo XVII fue, de hecho, la revolución de la física con la emergencia del paradigma newtoniano. Esta física newtoniana fue uno de los elementos fundamentales de la revolución industrial y, en general, de la emergencia de la modernidad, junto con el liberalismo político, el capitalismo y la consolidación de los estados-nación.

En la actualidad la biología ha suplantado a la física. Las grandes fronteras de la tecnología actual son la informática y las nuevas biotecnologías. Las biotecnologías aplicadas al ser humano (ingeniería genética, medicina genética, manipulaciones reproductivas, células madre) plantean nuevos problemas que ya no afectan solamente a las relaciones hombre-naturaleza, sino que pueden llegar a afectar a la propia esencia de lo humano y remover certidumbres ancestrales.

La mayor parte de las cuestiones éticas de la tecnociencia en la actualidad tienen que ver con las ciencias de la vida y, en particular, con la vida humana (problemas ecológicos, ética médica, alargamiento de la vida humana hasta una potencial inmortalidad, clonación humana, eugenesia, técnicas de reproducción “in vitro”, aborto, cambio de sexo, patentes de genes humanos, etc.). De aquí la expresión bio-ética.

Dicho esto ya podemos pasar a la cuestión que planteábamos. Para ello debemos, previamente, aclarar algo más sobre que entendemos por bioética. El término puede designar un campo de estudio determinado, de naturaleza interdisciplinar. Si entiendo por bioética el estudio de los problemas éticos que plantea la tecnociencia y de las distintas soluciones propuestas a estos problemas, entonces el pluralismo será evidente, tanto en el enfoque de estos problemas como en las soluciones.

Ahora bien, si entiendo por bioética una propuesta concreta con respecto a estas cuestiones, entonces no puede existir tal pluralismo. Esta afirmación va en contra de la tesis, defendida por autores tan prestigiosos como el propio Hottois, de que es posible un “paradigma bioético” al que se puede llegar a través del “diálogo” y el “consenso”.

La bioética “plural” lleva a los comités de “expertos” a una cháchara inacabable que suele acabar en un supuesto “consenso” que no es más que una colección de tópicos y lugares comunes. Una autentica bioética debe partir de dos cuestiones básicas: una profunda fundamentación filosófica y un análisis de la realidad que no confunda el “es” con el “debe ser”.

Frente a la bioética del consenso reivindicamos la bioética del disenso.

Vamos a poner un ejemplo concreto: la polémica en torno al aborto. Partimos de una afirmación básica aceptada por todos: en principio es ilícito matar a un ser humano. Solo puede ser admisible en circunstancias muy especiales (legítima defensa). Incluso los partidarios de la pena de muerte estarían de acuerdo con el principio general, y que precisamente la pena de muerte es para castigar a quienes lo han transgredido y a para disuadir a los potenciales transgresores.

La polémica en torno del aborto gira en torno de una pregunta fundamental ¿Es el embrión humano un ser humano? Como suele ocurrir, en la base de un problema bioético hay una pregunta relativa a la antropología filosófica.

Los partidarios del aborto arguyen que el embrión humano no es un ser humano. Añaden otro argumento, el derecho de la mujer a “disponer de su cuerpo”. Este segundo argumento no merece discusión: es obvio que el cuerpo de la mujer y el embrión no son el mismo cuerpo: el embrión tiene dotación genética distinta, y, en ciertos casos (incompatibilidad del factor Rh) puede ocurrir que el cuerpo de la mujer produzca anticuerpos contra el embrión.

Pero el primer argumento si tiene interés. Si el embrión humano no es un ser humano, entonces ¿Qué es? Una ministra española (no recuerdo si de Sanidad o de “Igualdad”) contestó a esta pregunta: “El embrión es un ser vivo, pero en ningún caso un ser humano”. Hay un pequeño problema: no existe un ser vivo en abstracto, sino que todo ser vivo pertenece a una especie determinada por su dotación genética.

El embrión humano posee ya la dotación genética que le define como miembro de la especies Homo sapiens ¿Qué le falta a este embrión para ser considerado miembro de la especie Homo sapiens y, por tanto, humano? Las diferentes respuestas tienen hondas implicaciones antropológicas.

En el pensamiento occidental hay una larga tradición de dualismo, que tomo diversas manifestaciones. En esencia el dualismo significa creer que en el ser humano hay dos esencias o realidades superpuestas: el cuerpo, de naturaleza material, y el alma, de naturaleza espiritual. El alma viene “de fuera” y en un momento dado se une al cuerpo. Al morir, cuerpo y alma vuelven a separarse. El dualismo no implica forzosamente una creencia en la inmortalidad del alma.

El dualismo lo encontramos ya en la filosofía aristotélica, recogido posteriormente en la tradición aristotélico-tomista. También lo encontramos en la filosofía cartesiana y su distinción entre res cogitans y res extensa. Curiosamente la Iglesia Católica se opone al aborto partiendo de la doctrina de que hay vida humana desde el momento de la concepción, pero esta afirmación se contradice con la teología y la antropología más tradicionales. Así lo expresa Lain Entralgo cuando escribe:

La probable respuesta de los pensadores cristianos fieles a la teología y a la antropología más tradicionales dice así: por obra de la infusión de un alma espiritual la materia embrionaria cobra la necesidad y suficiente virtualidad para configurarse y actuar humanamente.

Es decir, solamente la adscripción a una antropología dualista puede justificar la afirmación de que el embrión humano es un ser vivo, pero aun no es un ser humano. Es doctrina común en la mayoría de las leyes de plazos sobre el aborto situar el límite para las prácticas abortivas en los dos y tres meses, que coincide con el momento en que el “alma” es insuflada desde fuera al embrión y, por tanto, la confiere naturaleza humana (así ocurre en la tradición aristotélica). Gustavo Bueno ha puesto en manifiesta esta curiosa contradicción.

Si abordamos la cuestión desde una óptica “materialista”, o, al menos monista la respuesta es muy distinta. Entendemos por antropología monista la que supone una única realidad o esencia en el ser humano, en lugar de la yuxtaposición de dos realidades. Volvemos otra vez a Lain Entralgo.

No “mi cuerpo y yo”, sino “mi cuerpo: yo”. No la autoafirmación de un “yo” para el cual algo unidísimo a él, pero distinto a él, el cuerpo, fuese dócil o rebelde servidos (esto lleva dentro de sí la expresión “mi cuerpo”), sino la autoafirmación de un cuerpo que tiene la posibilidad de decir de si mismo “yo”.

Esta concepción monista del ser humano no tiene por qué ser reduccionista, sino que es perfectamente compatible con el holismo o emergentismo. Existen diversos niveles de realidad (físico- química, biológica, psicológica), y una estructura compleja o “sistema” puede adquirir propiedades que sean algo más que la suma de las propiedades de las partes que la componen (emergen y de aquí el término emergentista). Así un ser vivo adquiere propiedades que son algo más que la suma de las propiedades de las moléculas que lo forman, y a esto llamamos “vida”.

Si partimos de este principio hay que reconocer que ya no el embrión, sino en el zigoto humano se dan todos los elementos que lo caracterizan como miembro de la especie Homo sapiens. La dotación genética del zigoto, 46 cromosomas, es la propia de la especie humana. El desarrollo normal de este zigoto dará lugar al embrión, y el desarrollo normal de este embrión dará lugar a un niño, y este, a su vez, a un adulto. No hay ningún punto de discontinuidad, no hay nada insuflado de fuera. Afirmar que hasta los tres meses el embrión no es un ser humano es, desde este punto de vista, tan arbitrario como afirmar que el niño no es un ser humano porque todavía no es un adulto.

¿Qué ocurre cuando se intenta un “consenso” entre ambas posiciones? Pues que se genera una doctrina plagada de contradicciones y de absurdos lógicos. Autores que parten de principios monistas, como el propio Lain Entralgo o su discípulo Diego Gracia no se atreven a llegar a las últimas consecuencias (¿concesiones al “progresismo” o a la corrección política?) y matizan sus afirmaciones para que coincidan con las del dualismo.

Volvamos otra vez a Lain.

Sin necesidad de la operación de un “anima vegetativa” o, para decirlo más al día, sin la infusión de un alma espiritual que es esos primeros momentos de la embriogénesis actúa vegetativamente, la estructura del zigoto, la mórula y la blástula tienen una actividad meramente trófica, auctiva y estructurante, esto es, orientada hacia la formación de las estructuras embrionarias subsiguientes. Sin necesidad de la acción rectora de una “anima sensitiva” o de la correspondiente eficacia de un alma espiritual, la estructura del embrión va teniendo por si misma una incipiente actividad sensitiva tan pronto como en ella aparece la placa neural; actividad que se hace claramente perceptible cuando, procedente de la placa neural, un verdadero sistema nervioso se está formando en el feto.

¿Qué es lo que hace humano al embrión? ¿La placa neural? ¿El sistema nervioso? ¿Podemos determinar realmente cuando se forma la placa neural o el sistema nervioso? ¿Podemos determinar realmente cuando el embrión “se hace humano? ¿No sería igual de arbitrario afirmar que como el lenguaje articulado es una característica específica del ser humano, todo aquel que no hable no es humano? Según esto el recién nacido no adquiriría la “naturaleza humana” hasta que no fuera capaz de hablar.

Posiciones parecidas encontramos en Diego Gracia, aunque en este caso no son sobre el aborto (polémica que suponemos considera “superada”) sino sobre la experimentación con células madre.

El proceso morfogenético no tiene un carácter meramente “consecutivo” de los genes, sino formalmente “constitutivo” [...] el embrión no solo se “desarrolla, también se “constituye”[…] en la embriogénesis no intervienen solo los genes, sino también el medio espacial y temporal.

Obviamente. Lo que Gracia parece olvidar es que no es solamente en la embriogénesis, sino en toda la vida humana, y en toda la vida en general, hay una dialéctica constante entre los genes y el medio espacial y temporal. Es más, después del nacimiento la influencia del medio espacial y temporal se hace mucho más intensa, al estar el ser humano fuera de la protección que brinda el claustro materno.

No hay una esencia humana que quede fijada en el momento de nacer. Los procesos constitutivos, a los que alude Gracia, no se dan solamente en el desarrollo embrionario. La esencia del ser humano es su existencia y está siempre es cambiante. Lo único que podemos encontrar fijo atañe a la biología y a la genética: los 46 cromosomas de sus células, y esto ya está en el zigoto.

Gracia también alude al sistema nervioso como elemento de discontinuidad.

No es fácil decir cuando aparece la sustantividad humana, pero probablemente no antes de que el sistema neuro-endocrino inicie sus funciones de formalización.

Para Juliana Gonzalez la posición de Gracia …superaría la visión extremista entre quienes sostienen a ultranza el valor de la vida, apostados en la posición “pro-life”, y los que defienden ante todo la libre elección de los adultos (principalmente de la mujer) a decidir sobre el destino del embrión o del feto: "pro-choice”. Gracia considera inaceptables ambos extremos, basándose en la esencial distinción entre la etapa constituyente de la evolución embrionaria y la nueva etapa en que el embrión alcanza la suficiencia constitutiva, que para él se adquiere a las ocho semanas de gestación (¡¡) en que ya se forma el sistema neuroespinal.

Gracia, a pesar de compartir las ideas monistas de su maestro Lain, llega a las mismas conclusiones que los dualistas. Su posición coincide con la de algunos pensadores católicos de gran talla. Así nos lo recuerda Luis Villoro.

En la Edad Media, teólogos y filósofos se dividieron entre los partidarios de la “animación inmediata” y los de la “animación retardada”. La mayoría compartía esta última concepción; pensaba que el alma humana sólo informaba al cuerpo al cabo de dos meses de gestación (¡¡), porqué solo entonces encontraba la “ materia” adecuada para aquella “forma” específica; antes no había alma racional en el feto. De esta opinión fueron San Agustín, San Buenaventura y Santo Tomás entre otros muchos. Santo Tomás de Aquino pensaba que en el producto varón la animación acontecía a las ocho semanas, y en el producto hembra a las diez.

Cuando algunos partidarios del aborto acusan a los contrarios de “mediavales” hacen gala de una ignorancia supina. El pronunciamiento actual de la Iglesia Católica es a favor de los partidarios de la “animación inmediata”, pero en la Edad Media no se pronunció y ambas posiciones eran ortodoxas, aunque los pensadores católicos de más talla e influencia eran partidarios de la “animación retardada” y no habrían puesto ninguna pega a una ley de plazos del aborto que respetara el límite de los dos meses.

Hemos puesto el tema del aborto como ejemplo. En muchos autores que han escrito sobre estas cuestiones (ingeniería genética, patentes de genes, etc.) es un tema machacón la necesidad de un “consenso”, de un “pluralismo” o de una “tercera via”.

Lo que ocurre es que toda bioética fundamentada en la ideología progresista, en cualquiera de sus variantes, acaba en la insalvable contradicción entre los distintos aspectos divergentes de algo tan vacuo como es el “progreso”. Por un lado el progreso real, el tecnocientífico, regido por el imperativo tecnológico de que “hay que hacer todo lo que puede hacerse”. Por otro lado el supuesto idealista “progreso social”, de carácter utópico. Estas dos ideas del progreso por un tiempo fueron de la mano, pero hoy en día presentan características opuestas. Al tratar de conciliarlas se caen en posiciones ambiguas, del “si pero no”.

En muchos aspectos vivimos la consumación de las ideas de la Ilustración. En ellas el progreso tecnocientífico y el “progreso social” formaban un todo, unido en el reino de la Utopía. Hoy día, en plena posmodernidad, las cosas se ven muy distintas. Ya el proyecto Manhattan anunció como la ciencia y la tecnología podían servir a la destrucción y a la muerte. Incluso las tecnologías más pacíficas podían ser causantes de la destrucción del medio ambiente y crear más y más desigualdades sociales. Las técnicas psicológicas puestas al servició de la publicidad crean alienación y consumismo.

Las biotecnologías no escapan a esta contradicción. La manipulación de genes humanos es presentada como una terapia destinada a eliminar genes portadores de enfermedades. Pero ¿Dónde está la frontera? ¿podrán considerarse en el futuro “enfermedades” que deben ser reparadas la miopía, la calvicie o la vista cansada? ¿Cuándo algunos manipulen los genes de su hijos para producir individuos de alto coeficiente intelectual o de condiciones físicas excepcionales, que ocurrirá con los que no las tengan? ¿se hará realidad una utopía negativa, como la representada en la película Gattaca, con la humanidad dividida en dos clases: los “validos” y los “no validos”?

La supuesta necesidad de “pluralismo” y de “consenso” parte de esta contradicción, de la escisión entre el progreso tecnocientífico por un lado, que exige el imperativo tecnológico de que “todo lo que puede hacerse debe hacerse”, y el supuesto “progreso social”, según el cual la Humanidad caminaría, de forma ineludible, hacía un estado de justicia, igualdad de oportunidades y respeto a los “derechos humanos”.

El progreso tecnocientífico y el desarrollo económico, estrechamente ligados, se nos presentan como procesos monotónicos, es decir, procesos de crecimiento, acumulación, progreso y desarrollo constantes, acompañados por un incremento de un indicador específico y cuantificable (PIB, productividad, número de patentes, etc.). Cuando en la naturaleza se produce un proceso monotónico este acaba en la destrucción de una especie o de un ecosistema. Cuando se produce en un mecanismo, este se rompe. Cuando se produce en una sociedad humana, esta desaparece.

Ante este problema nos encontramos con unas respuestas parecidas a las del aborto. El “progresismo verde” es consciente por un lado de la inviabilidad del desarrollo tecnocientífico y económico, pero, por otra parte, su ideología “progresista” le impide criticarlo frontalmente. La solución “pluralista”, de consenso, es un nuevo concepto que ha tenido un éxito extraordinario: el desarrollo sostenible.

La idea del desarrollo sostenible nace de la Cumbre de Rio de 1992, organizada por la ONU, y se desarrolla en la Cumbre sobre el Desarrollo Sostenible de Johannesburgo, en el año 2002. El desarrollo sostenible pretende ser un conjunto de estrategias que guíen el crecimiento económico de manera que se ajuste a las necesidades de la sociedad y a los imperativos del medio ambiente. La primera definición del desarrollo sostenible data de 1987: la Comisión Brundtland, de la ONU lo describió como: es aquel que responde a las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para responder a sus necesidades.

En la realidad el concepto de desarrollo sostenible ha demostrados ser un gran fiasco, tanto a nivel teórico como práctico.

A nivel teórico el desarrollo sostenible no deja de ser un proceso monotónico. El ideal de crecimiento no se ha abandonado. Tiene en cuenta más factores, es más lento, cuantifica los impactos, pero no renuncia al mito progresista del desarrollo continuado. La auténtica alternativa al desarrollo monotónico no es el desarrollo sostenible, sino el crecimiento cero o incluso el decrecimiento, defendido por autores como Serge Latouche, Alain de Benoist, José de Olañeta o Agustin Lopez Tobajas. A diferencia del crecimiento sostenible, la idea del crecimiento cero o decrecimiento si que es capaz de realizar una crítica radical a la ideología del progreso y plantear una alternativa viable.

Es curioso que los partidarios del desarrollo sostenible se ocupen de determinados problemas ecológicos y en cambio olviden otros. La cuestión del calentamiento global o cambio climático es el tema estrella de este “progresismo verde”. Se acepta como dogma indiscutible que el calentamiento está producido exclusivamente por un incremento de los niveles de CO2 en la atmósfera, pero esto no está demostrado. Es indudable que el CO2 es un gas de efecto invernadero y por tanto debe influir en el calentamiento global. Pero en la historia de la Tierra ha habido periodos de calentamiento del clima y otros de enfriamiento cuando el ser humano aun no habitaba la Tierra, o cuando ya existía pero sus medios técnicos rudimentarios hacían impensable que su actividad influyera en el clima. Es probable que la reducción de emisiones de CO2 retardara el calentamiento global, pero no hay ninguna prueba fehaciente de que lo detuviera.

Curiosamente, este “progresismo verde” pasa de puntillas sobre una cuestión mucho más obvia: el agotamiento del petróleo, lo que podría ser mucho más desastroso que varios cambios climáticos juntos.

Además desde el punto de vista práctico el “progresismo verde”, obsesionado casi exclusivamente por el cambio climático y la reducción en la emisión de gases de efecto invernadero (sobretodo CO2) ha fracasado de forma estrepitosa. En 1997 se firmó el protocolo de Kyoto sobre el cambio climático, que debía entrar en vigor el año 2005. Los firmantes se comprometían a reducir sus emisiones de CO2, de tal manera que en 2012 estas hubieran descendido un 5% respecto a los niveles de 1990.

En el momento de la firma ya hubo un gran fracaso, cuando no se consiguió que países como Estados Unidos, Rusia o China lo firmaran. Siendo estos países, por su tamaño y su potencia industrial, los principales productores de CO2, el protocolo ya salía con un déficit de partida. Pero además, entre los países firmantes muy pocos lo han respetado. España, en lugar de disminuir, aumento se producción de CO2 de 133,0 unidades en 2001 a 149,5 en 2006. Grecia pasó de 121,1 a 124,4 en el mismo periodo, Italia de 108,0 a 109,9, Islandia de 109,1 a 124,2 y Polonia de 68,4 a 71,1. Otros países, como Alemania, Reino Unido o Francia si han cumplido el protocolo.

Cumbres posteriores, como la de Copenhague en 2009, no han podido llegar a acuerdos vinculantes por los enfrentamientos entre los países desarrollados y aquellos que están en vías de desarrollo. Se han limitado a hacer recomendaciones.

Es evidente que partiendo del paradigma desarrollista (aunque sea “sostenible”) entendido como proceso monotónico, es imposible enfrentar los problemas ecológicos y medioambientales, ni los problemas económicos o sociales que derivan de estos. Solamente la impugnación radical de la ideología del progreso puede crear un paradigma teórico y político donde estos problemas puedan tener solución.

Una propuesta bioética sobre cualquiera de los innumerables problemas que plantea la tecnociencia no puede ser plural ni basarse en un “consenso”.

Hay que añadir que esta bioética “domesticada” va siempre por detrás de los avances tecnocientíficos. No hay una delimitación previa ni una fijación de límites. No hay una separación de la “sagrado” y de lo profano, entre otras cosas porque lo sagrado ya no existe. Los debates bioéticos en torno a una nueva biotecnología se producen cuando esta ya existe. Los informes sobre el impacto ecológico de una infraestructura se emiten cuando esta ya está construida. La bioética, sí entendida, se convierte en la “buena conciencia” del Sistema.

¿Cómo debería plantearse una propuesta bioética que se alejará de esta actitud complaciente? Esto es lo que intentaremos plantear en este artículo.

En primer lugar una fundamentación filosófica, que defina una antropología. Nosotros creemos haberla encontrado en la filosofía de Heidegger y su concepto de Dasein o ser-ahí para el ser humano. También nos proporciona una visión de la técnica, desarrollada en La pregunta por la técnica. La idea del ser humano como Dasein (ser-ahí) como determinante del tiempo sin estar a su vez determinado por el mismo proporciona el fundamento imprescindible para impugnar la ideología del progreso y de la historia lineal. La concepción heideggeriana de la técnica, como algo de esencia no-tecnica, es decir, no un medio sino un modo de desocultar, completan este arsenal teórico.

Desde el punto de vista metapolítico, la Cuarta Teoría Política desarrollada por Alexander Dugin nos proporciona el instrumental conceptual para el análisis de la posmodernidad neoliberal, como teoría política que se niega a sí misma y que se presenta como “nueva razón del mundo”. En este marco se produce la mutación de la biología de ciencia básica a tecnología de los vivo (o de la genética a genómica).

Esta mutación marca de modo indeleble los fundamentos de la ciencia de la vivo, pues convertida en “tecnología teórica” cumple la función de legitimar las prácticas biotecnológicas. Se impone una interpretación reduccionista del ser vivo (mero conjunto de reacciones químicas) y la visión del organismo como un “mosaico de genes”. Las corrientes organicistas, sistémicas, holistas y teleológicas de la biología sufren una absoluta marginación. Las biotecnologías, lejos de ser una mera aplicación del conocimiento biológico, retro actúan sobre este, que se convierte en su legitimador teórico. A su vez, los éxitos biotecnológicos, son la demostración de la validez de este conocimiento teórico.

Con este instrumental teórico podemos abordar la crítica a las nuevas biotecnologías. Esta crítica no puede ser fruto de un consenso, pues no hay consenso posible entre la concepción lineal y progresiva de la historia y la idea de que el Dasein determina el tiempo; no hay consenso posible entre la critica la neoliberalismo como ideología oculta de la posmodernidad y la afirmación neoliberal de la crisis de las ideologías, no hay consenso posible entre la idea de que la técnica es “un medio para un fin” y la idea de la técnica como modo de desocultar y cuya esencia es no-técnica.

 

Una propuesta bioética no puede ser “plural” ni “consensuada”, ni puede reducirse a un lenguaje neutro común, entre otras cosas porque el lenguaje nunca es neutro.