Lo que se precisa para una nueva Covadonga

31.08.2020

Cuando se habla del fin de una civilización, tiende a pensarse en grandes catástrofes, templos incendiados, bárbaros que irrumpen y arrasan, montones de ruinas, hambre, muerte y desolación. Los fenómenos externos del fin de la civilización llenan de imágenes nuestra mente, y toda una tradición iconográfica de siglos, centrada especialmente en la caída del Imperio Romano de Occidente, nos sirve en bandeja material en abundancia. 

En España, además del recuerdo colectivo de la pérdida de Roma, contamos al menos con otros dos traumas, otras dos fuentes inmensas de dolor comunitario. Se trata de hechos históricos simbólicos que nos hieren, para siempre, en el imaginario colectivo: la “pérdida de España” en 711, con la derrota de los hispanogodos de don Rodrigo, en la Batalla de Guadalete, y la pérdida de los últimos restos del Imperio en 1898 con la capitulación española ante los yanquis. 

Esas “pérdidas” trascienden lo nacional, lo patriótico, y en la historiografía tradicional implican una pérdida civilizacional, esto es, el fin de un ciclo histórico en el que transcurre todo un género de vida. 

Que la caída de Roma no fue, simplemente, el fin de un Estado, o el episodio de una invasión extranjera, nadie lo pondrá en duda. Fue el fin de ciclo de una civilización clásica que ya, en buena medida, se había dejado penetrar de la religión cristiana y de elementos “bárbaros” del más diverso origen. Bárbaros, pero no ya sólo invasores germánicos armados, prestos a ser los nuevos señores, sino masas de gentes orientales y norteafricanas que, en calidad de esclavos y luego siervos, habían inundado la sangre romana hasta hacerla diluida y desconocida. 

Toda la enorme aventura monacal y el empeño de la Iglesia medieval durante mil años fue recomponer aquella cultura clásica elevándola como sólo el Cristianismo podía elevarla, esto es, abriendo las rígidas formas grecorromanas, ya sin vida (las pseudomorfosis de Spengler) a la trascendencia. La persona, gracias al humanismo monacal y a la Escolástica, ya no era un simple cuerpo, un átomo o combinación de átomos, ni una estatua, más o menos bella y carnal, como en Grecia y Roma, sino que era, además y sobre todo, un compuesto de cuerpo y alma, un ente racional queridísimo por Dios, llamado a la inmortalidad. 

El ideal de una Cristiandad entendido como Roma restaurada y volcada hacia Dios fue el Medievo, por más que el racionalismo y las “luces” modernas nos hayan querido pintar de ese periodo apenas como sombríos cuadros de superstición y oscuridad. Pero la Cristiandad medieval, con sus sombras y tragedias, claro está, significó una nueva Civilización y no el mero rescate y espiritualización de la ya muerta, pero nunca del todo muerta, civilización clásica. Spengler situó ese nacimiento en torno al año 1.000, para el tiempo de las grandes órdenes monásticas que re-civilizaron Europa y llenaron de oasis de fe y saber una selva europea aún no exenta de barbarie. En mi modesta opinión, el inicio de la cultura fáustica, Cristiana Occidental, se sitúa algo antes, justamente en el 722, en las montañas asturianas, en Covadonga. La cristiandad sometida al moro quedará, tras la Batalla ganada por Pelayo, del lado “tardo-antiguo” y “arábiga”, y con el paso del tiempo morirá. La cristiandad guerrera y rebelde, en cambio, representa un alma nueva, que nace y se proyectará, en tiempos secularizados, como “Europa”.

En España, la secuencia de ruptura entre el mundo antiguo de las pseudomorfosis y la nueva civilización cristiana, radiante y juvenil, fue si cabe, más llamativo e iluminador. 

El reino godo, rico en cultura, que seguía en desarrollo espiritual muy de cerca al mismo Bizancio, era el legítimo heredero de Roma en esta parte del Occidente, y era el menos bárbaro de los bárbaros. La cultura Isidoriana y de los padres conciliares toledanos brillaba en un entorno occidental más bien pobre y decaído: la Hispania era la luz del mundo tardoantiguo, salvando Bizancio. Pero era –aún así- una luz que se apagaba. El Reino Godo era ya el reino de las pseudomorfosis, de las estructuras avejentadas, de la cultura que se apaga y se deja enredar por contradicciones sociales insolubles. Los parecidos entre la actual España decadente y aquel viejo reino no hacen más que saltarnos a la vista. Ellos, los hispanogodos, ya éramos los españoles de hoy en grado sumo y sorprendente. Cualquier lance, cualquier cuadrilla de aventureros iba a ser capaz de apoderarse del mismo, hacerse con sus tesoros, sus mujeres, sus tierras y apagar su fe. Y así ocurrió en 711. Los moros, una cuadrilla de aventureros en un principio, pudieron hacerse amos del solar y proceder a una sustitución cultural radical, sustitución brutal. La aculturación de los mozárabes, aquellos hispanogodos que se dejaron someter, es una lección histórica que nunca se debe olvidar, una enseñanza que nos indica qué destino le aguarda a los vencidos. 

Ay de los vencidos. Perderán su lengua y su fe, poco a poco, perderán la libertad y el orgullo. Los que no perecen asesinados deben huir a las Asturias o al reino de los francos o ,si no, integrarse en la cultura y religión de los nuevos amos y alcanzar así un modus vivendi. El poder moro sobre España, a excepción de Asturias y de los núcleos pirenaicos próximos a los francos, contó desde un principio con varios caballos de Troya (hebreos, witizianos, ricachos colaboracionistas). Hay derrota cuando no hay unidad. 

Volvamos a la España de hoy. Nación rota por querellas nunca cerradas. Nación sin soberanía ni dignidad, solar invadido por toda clase de gentes y de intereses que vienen de fuera, y de poderes que han venido para enseñorearse. ¿A qué todo esto? Pues todo esto, digámoslo ya, viene de la división. Un pueblo que ha pasado los últimos tramos de su historia en guerras civiles, “especializándose” en dar muerte a su hermano, en odiar a su vecino antes que al invasor, es un pueblo condenado a irse al basurero de la Historia. Como en 711, hoy nos afligen pestes, nos vienen calamidades, y ocupan nuestra casa y sagrado solar los extraños con descaro y escarnio. Pero nos atamos sumisos las manos y nos enredamos indignos en querellas pasadas, para que la sustancia del odio recrezca. Somos como esclavos enjaulados y cargados de cadenas, desnudos y famélicos, que nos damos de cabezazos unos a otros cuando nos abalanzamos por un mendrugo de pan, mendrugo que el guardián sádico lanza al aire contra su mercancía humana, para solaz de los amos. Así como esos esclavos se comportan los españoles hoy ante la pandemia, ante el vecino hostil e invasor, ante la burla de sus fronteras, ante el robo de su soberanía. La diferencia es que todavía no se vislumbra una nueva Covadonga, un reducto que pueda ser el inicio de algo… de algo nuevo y catártico.

Dicen que en esa otra gran pérdida, la de 1898, Madrid tenía los cafés, salones, paseos y teatros hasta los topes. Sólo algunos literatos lloraban en letra impresa. “Me duele España” significó, para mucha gente, arreglarse y perfumarse para hacerse ver en la sociedad y pasárselo bien. No hay otra lección en 1898: sólo merecen poseer Imperio aquellos pueblos capaces de defenderlo, y de hacerlo no con la sangre de soldados pobres sino con toda la inteligencia, medios materiales y técnica de mando que un Imperio requiere. Ese resto de Imperio que es esta monarquía restaurada por Franco carece de capacidad incluso para regir una aldea, cuanto más hacerlo con 17 taifas.

España es parte de occidente, a qué dudarlo, y la caída próxima de Occidente es la caída de una civilización. El Cristianismo fue puesto en un rincón, en el desván de esa gran “Democracia para Todos” que quiso llamarse Europa. Hoy se ve que una civilización no se construye con “Democracia”, es decir con individualismo y demagogia, ni menos aún se revivifica. La Democracia en realidad es una forma general de ejercer la autoridad pública, dentro de la cual caben muchas variantes y contenidos, y nada más. Bien que lo dijo Ortega. Pero la Democracia, incluso la verdadera, no es una civilización, sólo una regla de autoridad. Hacer de Europa, de una civilización tan descristianizada, la “cuna de la Democracia” sería tan absurdo como decir que el BOE es la Palabra de Dios. Occidente, Europa, vive en medio de una gran idolatría, vale decir, superstición. Para una nueva Covadonga hace falta fe, no superstición.