La guerra justa y la guerra santa

22.03.2023

Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera

En las reflexiones modernas sobre la guerra y la paz los conceptos de “guerra justa” y “guerra injusta” son considerados como muy importante. Estos dos conceptos proceden de la escolástica católico romana que pretendía, a través de ellos, “minimizar” la gravedad de la guerra entendida como pecado, pero justificándola como algo necesario. Ambas ideas aparecieron por primera vez con San Agustín y se convirtieron en uno de lo conceptos claves del Renacimiento Carolingio y, posteriormente, de las Cruzadas. No obstante, fue solamente hasta el siglo XIII que adquirieron un estatuto intelectual definido en las obras escolásticas de San Lorenzo de España, San Juan el Teutón y San Raimundo de Pentifort, este último venerado por los católicos. En su libro Summa casibus, San Raimundo de Pentifort diferencia entre la guerra justa y la injusta enumerando los siguientes criterios: 1) la persona que declara la guerra debe ser un laico y de ningún modo una autoridad espiritual; 2) la guerra debe tener como propósito y objetivo último la protección del “patrimonio”; 3) la autoridad que declara la guerra debe tener con antelación consciencia de como “obtener la paz” una vez acabada las hostilidades; 4) la guerra no debe turbar el espíritu y no debe declararse en un estado de odio y venganza, sino de forma impasible; 5) la guerra solo puede declararse en nombre de la Iglesia o del Príncipe, es decir, el monarca. Estas ideas posteriormente se convirtieron en la base de las reflexiones sobre la guerra en el mundo protestante y fueron desarrolladas por Hugo Grocio, el creador del derecho internacional moderno. Por supuesto, la Modernidad se deshizo del clericalismo “muerto que todavía dominaba” tales tesis, quedando únicamente el “esqueleto” desnudo de las mismas. Estas tesis fueron heredadas tanto por el marxismo, que reemplazo la guerra en nombre de la Iglesia por la guerra de clases (la teoría soviética dividía las guerras en “justas” e “injustas”), como por el liberalismo, cuyas intervenciones militares se hacen en nombre de los derechos humanos y la “sociedad civil”. En este sentido, resulta muy interesante el último libro de Michael Waltzer Aguing about war (Yale, 2004), que analiza la hoy popular lucha de Occidente en contra del “terrorismo global” así como los ataques contra Yugoslavia y la invasión de Irak, siendo todas estas guerras justificadas según los mismos principios: protección de los derechos humanos, justicia internacional, defensa de los valores cristianos, etc… Muy pronto veremos como Occidente lanzará la siguiente “guerra justa” en contra Rusia (este artículo fue publicado en el 2007, n. d. t.)

Sin embargo, ¿qué es una “guerra justa”? El núcleo alrededor del cual gira este concepto es el siguiente: la guerra es un pecado porque viola uno de los Diez Mandamientos de Moisés y quien declara la guerra se asemeja a Caín, el primer fratricida. Pero como la guerra es inevitable en un mundo caído es necesario “tranquilizar la consciencia” de los hombres respecto al pecado, ya que la guerra hace parte del mundo. Por lo tanto, la doctrina de la guerra justa e injusta no es más que una especie de “psicoterapia” tanto para los católicos como para los “proletarios” y los defensores de los “derechos humanos”. Por supuesto, en los tres casos se trata de una justificación ideológica de intereses políticos o económicos inconfesables.

La crítica más radical en contra de esta concepción “judeocristiana” (como se llama así misma la civilización occidental) de la guerra fue la que ha hecho el nacional-socialismo alemán el siglo pasado. Los nacional-socialistas consideraban que esta “liberación de la consciencia” por medio de reflexiones racionales no era más que un síntoma de la degradación general de la especia humana. Claro, esta crítica nazi a la “idea de consciencia” terminó por disolverse en el puro panteísmo, siendo este el resultado de los últimos “restos psíquicos” del romanticismo alemán preocupado por volver al “mundo precristiano”. Los nazis buscaron a toda costa encontrar esta “continuidad” perdida en el Tíbet, los Himalayas y los Pirineos, pero fueron incapaces de resolver este enigma debido a la presión externa e interna del “euro-atlantismo”, es decir, del “judeo-cristianismo”, que los terminó lanzando en contra de las naciones de Oriente donde aún existía, y existe hasta el día de hoy, las verdades del “Santo Grial”, “la Siria original”, “Suria” o “Rusia”, como la llaman los Viejos Creyentes.

Ahora bien, haremos una anotación preliminar: usamos los términos “judeocristianismo” y “civilización judeocristiana” únicamente porque Occidente, tanto en su versión apologética como autocrítica (por ejemplo, Alain de Benoist), lo usa. Sin embargo, podemos encontrar fácilmente las raíces de la “idea euroatlántica” tanto en la Antigua Grecia (Demócrito, los Sofistas, Sócrates) como en la Antigua Roma (desde Polibio hasta los estoicos). Por supuesto, estas tendencias solo han llegado a ser dominantes con el advenimiento del cristianismo en Occidente.

Las raíces de este “psicologismo” en el cristianismo occidental se manifiestan particularmente en su doctrina sobre la guerra, teniendo su origen en la ausencia dentro de la misa católico-romana de la epíclesis, es decir, de la invocación del Espíritu Santo sobre los Santos Dones: el pan y el vino jamás se transforman en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sino que siguen siendo pan y vino. Es por esa razón que la transfiguración del hombre, la “deificación de la materia” (San Gregorio Palamas), es sustituida por una reflexión psicológica, moral o por un deseo de “minimizar el pecado”, que es reconocido como inevitable. Todo esto conduce a una “reacción ontológica” que termina por negar el pecado como lo hicieron los nazis y, de manera diferente, los “primeros” comunistas de la internacional marxista-leninista.

La tradición ortodoxa resuelve este problema de un modo fundamentalmente diferente. La guerra no es considerada como un pecado en sí, sino como una consecuencia del mismo, algo parecido a lo que sucede con el resto de las cosas en la tierra. Sin embargo, gracias a las energías increadas divinas, el hombre pecador se convierte en un “dios por medio de la gracia”. Se trata de un tercer camino que no tiene que ver ni con el moralismo propio del cristianismo occidental (“judeocristianismo”) ni con el inmoralismo panteísta del “neopaganismo” que dio origen al nazismo alemán.

De hecho, la actitud tradicional de la ortodoxia frente a la guerra es la misma que tiene hacia los géneros. En Occidente la sexualidad es concebida como parte del “pecado original”, mientras que la ortodoxia considera la sexualidad de una forma muy polifacética: la fornicación es únicamente consecuencia del “pecado ancestral” (esta diferencia en el uso de las palabras es importante): el sexo como tal no es solo natural, sino que tiene un carácter espiritual indeleble. El “sexo”, a pesar de la caída, es una forma de unión con el Amor Divino, el Eros Divino que existe en el hombre cuyo brillo y sentido sigue latiendo dentro de nosotros (San Dionisio Areopagita y San Máximo el Confesor escribieron mucho sobre esto). Lo mismo se aplica a la guerra, aunque la pasión que domina esta actividad no es la lujuria, como sucede con la fornicación, sino la ira (por usar la terminología de los Santos Padres). La guerra solo expone la naturaleza que subyace dentro de los hombres caídos.

El filósofo y geopolítico ruso contemporáneo Alexander Dugin escribió en su libro La filosofía de la guerra lo siguiente: “La guerra no es menos inmoral que otros muchos aspectos de la existencia terrenal, lo que pasa es que simplemente expone, amplifica y deja al descubierto las realidades ocultas, veladas y empolvadas dentro de nuestro ser. El hombre descubre su propia mortalidad de forma más directa en la guerra. Las sociedades civiles pacificas oscurecen y relegan a la periferia la muerte, considerándola como algo lejano o ajeno. En cambio, la guerra revela de forma íntima y desnuda la experiencia directa de la mortalidad, demostrando así la finitud del ser humano. De ahí que la experiencia de la guerra se convierta en un hecho filosófico: se puede morir en cualquier momento, pero, al mismo tiempo, uno mismo se puede convertir en la causa de muerte de los otros. La muerte, entendida como el momento más significativo y profundo del destino humano, adquiere una riqueza profunda pues se experimenta tanto de forma subjetiva como de forma objetiva. La muerte adquiere una personalidad que se manifiesta a las personas sometiéndolas a su propia lógica y alterando su estado de ánimo. Frente a la luz gélida de la muerte la realidad termina por transformarse y adquirir un contorno distinto. Por medio de ellas atravesamos el fango, la agonía, las montañas de cadáveres, los insondables muros del miedo y los violentos ataques de la ira que se suceden en medio de bóvedas apacibles y ‘góticas’ donde habita lo Otro. Existe una paz secreta en la guerra, un inquietante ‘sí’ a la vida en medio de ella”.

No olvidemos que la propia muerte – junto con la historia y el tiempo histórico en el que transcurren las guerras – no son más que consecuencias del pecado ancestral, razón por la cual la ortodoxia – a diferencia del catolicismo – jamás ha creado su propia “teología de la guerra” como tampoco a creado una “teología del sexo” (salo por los desafortunados intentos liberales llevados a cabo por Evdokimov y Yanarás). Sin embargo, la tradición ortodoxa, en todas sus manifestaciones anteriores al Raskol (1), sí tiene representaciones iconográficas y artísticas de la guerra. Este arte ruso antiguo lo podemos encontrar en las “razas de ballenas” y las “bestias serpentinas” que decoran las puertas y los relieves de la fortaleza del Kremlin construidas por Alexander y Vladimir, en las puertas de la Iglesia de la Intercesión de la Santísima Virgen en el río Nerl y Yúriyev-Polski, o en el Árbol de Jesé en el Kremlin de Moscú (resulta significativo que todo eso fuera destruido en los siglos XVII y XIX, justo en el momento en que se introdujo la teología semioccidental en los seminarios rusos). De todos modos, el arte sobre la guerra “floreció en todas sus formas” a diferencia del arte “amoroso” por razones bastante comprensibles: la guerra era una realidad cotidiana. Quizás la pieza más famosa a este respecto sea “La iglesia militante”, un icono del siglo XVI, que se encuentra en la catedral de nuestra Asunción del Kremlin de Moscú. Resulta interesante que en este icono quien está a la cabeza de la Iglesia no es un obispo, metropolita o patriarca, sino a un Rey ortodoxo a caballo (“el ecuestre”), que lucha y derrota a la “antigua serpiente”, mientras que sobre él se encuentra la Iglesia Militante Celestial a cuya cabeza va Cristo, el Rey de la Gloria.

La imagen del jinete que derrota a la serpiente se convirtió en el escudo del Reino de Moscú (“el jinete” o “el zar a caballo”) que coincide tipológicamente con las imágenes ortodoxas de los grandes santos guerreros, como Jorge el Victorioso, Demetrio de Salónica y muchos otros más. De hecho, el zar Iván el Terrible escribió un cantico a San Miguel Arcángel titulado el Terrible Ángel de Voivoda, vencedor del Príncipe de las Tinieblas y la “antigua serpiente”. Vale la pena aclarar que el nombre de Jorge (Grigory o Georgy en ruso, n.d.t.) el Victoriosa es equivalente, según la “etimología popular”, a Rurik (“Yurik”), es decir, el primer monarca ruso: tal etimología parece ser la razón de la inscripción que se ha encontrado en el (supuesto) túmulo donde fue enterrado (creemos firmemente en esta tesis). ¿No es acaso este el nombre de un Príncipe cristiano? Todo ello nos remite directamente al “Apocalipsis de Metodio de Olimpia”, que sostiene que el zar ortodoxo lleva el nombre de Miguel (no obstante, según los “Cuentos del Anticristo” del siglo XV el verdadero nombre del zar se encuentra oculto en lenguas). Lo anterior también está relacionado con la genealogía simbólica del nombre de los Romanov, que hace énfasis en el origen “ecuestre” de los mismos. Los antepasados de los Romanov provienen de Novgorod y llevaban comúnmente nombres como Kobyla (Yegua), Zherebets (Semental), Shevliaga (Caballo indomable), entre otros (estos nombres también se usan para designar a la nobleza en las lenguas occidentales, en español se usa el apelativo de caballero, en francés chevalier, en alemán “konung”, könig, es decir, rey, el cual esta relacionado con la palabra eslava para hablar de “príncipe”, “kъnyaz”, que nuevamente nos remite al “caballo”). Por otro lado, el tema de la serpiente resulta aún más complicado, ya que, al fin y al cabo, la serpiente es la imagen por excelencia del amor secreto que esta oculto a los ojos de los hombres y puede conducirnos a una caída aún más profunda en el abismo o al “renacimiento del zar”. Ambos significados son interdependientes el uno del otro. Jean Parvulesco solía citar la frase de Dominique de Roux de que “al acercarse a la esencia de los símbolos, el significado se duplica”. Es la historia de todos aquellos que pretenden adentrarse en el arcaísmo “pre-ontológico” con la vana intención de anular la ontología del pecado mismo: el ejemplo de los nazis es característico. El historiador ruso contemporáneo I.Y. Froyanov, siguiendo la estela de Vladimir Propp, escribe lo siguiente: “Es muy probable que exista un vínculo entre el príncipe y la serpiente el cual ha sido oscurecido por los relatos épicos posteriores y sus sucesivos desarrollos literarios. Esta conexión resulta muy tangible en la Bylina (2) que habla sobre las campañas en el Volga. Existe un vínculo de parentesco directo entre ambas imágenes en tales textos, ya que no se ha oscurecido o perdido el significado original de las mismas, algo que aconteció en otros relatos. Vladimir Propp observa que el origen de tales imágenes es el siguiente: ‘quien nace de una serpiente (es decir, quien pasa a través de ella) esta destinado a ser un héroe. En la siguiente etapa el héroe mata a la serpiente, pero la conexión sigue ahí: solo el que nace de la serpiente es capaz de matar a la serpiente” (Véase Froyanov I.Ya., Yudin Y.I. La historia mítica, SPb, 1997, p. 98, véase también. Propp, V.Ya. Las raíces históricas de los cuentos de hadas, L., 1946, 254-256).

Es precisamente en este contexto que la hazaña militar – real – sobre la serpiente indica el momento de separación entre el ser y el no ser (entiéndase este último no en un sentido negativo, es decir, como “nada”, оύκ оν, sino como “supra-ser”, μεoν), un acto de sacrificio premortal dentro de las entrañas de la misma Santísima Trinidad, cuya imagen – aunque distorsionada – existe en la simbología precristiana y posteriormente en la iconografía ortodoxa. Por lo tanto, sólo el monje, el asceta, el Rey o el guerrero son santos, porque ellos son los únicos que pueden comprender el verdadero significado del ardor guerrero y del ardor amoroso. Este ardor, por principio, resulta incomprensible para el “propietario”, la “clase media” o el burgués, porque estos últimos solo entienden la guerra como algo justo o injusto y el amor como procreación o libertinaje. Claro, bendicen parcialmente a los primeros, pero condenan y cercenan a los segundos. Lo mismo se repite respecto a su concepción de la vida eterna. Haremos una aclaración: ni el monje ni el Rey son de este mundo. De hecho, el origen de la disputa entre Iván el Terrible y el príncipe Andréi Kurbski tiene que ver con que el primero defiende lo sacrum – al zar rojo y la “guerra roja” – mientras que el segundo defiende la justicia – al zar blanco y la “guerra blanca” –. En esta disputa queda plasmada la posterior guerra civil que azotará Rusia en el siglo XX. En retrospectiva, queda claro que los “blancos” fueron en última instancia los guerreros que lucharon en favor de Occidente, en cambio, los “rojos” fueron los guerreros de Oriente, y eso a pesar de la ortodoxia formal de los primeros (pensamiento catafático) y el “ateísmo” formal de los segundos (pensamiento apofático) que representaban el uno y el otro. Todo ello se manifestó en la rectitud parcial (en términos de “justicia”) ambos y su traición general hacia los principios sagrados (el zar y su familia). No obstante, la cuestión fundamental se traslada a otro plano o, más bien, a otro espacio.

El sacrificio del zar revela en sí la profunda afinidad “pre-ontológica” de su figura con la serpiente. I.Y. Froyanov dice lo siguiente: “A diferencia del mito y el cuento de hadas, es muy probable que en la épica no exista una función propia para quien nace de la serpiente y quien mata a la serpiente, aunque a veces personajes como Dobrinia Nikitich y Aliosha Popóvich están relacionados de alguna forma vaga con la figura del príncipe, algo que los bardos parecen intuir. El rey-serpiente y el príncipe, sometidos a la voluntad de la serpiente, se contraponen al Bogatyr (3) que es incapaz de arrancarle a la serpiente algún beneficio por la fuerza. Tal significado parece deberse a alguna clase de condiciones o razones históricas. El Príncipe Serpiente se contrapone incluso de forma más explícita en la Bylina del campesino Mikula en el Volga, aunque esta contraposición no es absoluta y los héroes resuelven sus diferencias a partir de sus antecedentes comunes”.

Interpretada de este modo la revolución aparece como la manifestación de la ira del pueblo contra la serpiente encarnada en el Estado. Sin embargo, si analizamos esto desde una idea mucho más elevada y profunda de la “tarea conjunta” de la sociedad, entonces la ira del pueblo contra el Estado pueda tanto dar nacimiento a la “monarquía popular” como a la versión distorsionada por el poder soviético del “Estado-nación”, este último opuesto tácitamente a la “dictadura del proletariado” y de carácter “cripto-monárquico” (este último era el hijo que daría nacimiento al Reino, pero fue abortado por la “perestroika”). A nivel histórico, la única solución que existe para llevar a cabo esta “tarea conjunta” es declarar la guerra sagrada, la cual es sagrada independientemente de sí es justa o no.

Incluso podemos decir que la dicotomía de guerras justas e injustas es en realidad una desacralización del ser, camino que siguió Occidente (zakat, ocaso). La consciencia rusa, como cualquier consciencia tradicional, no piensa de esa manera: la guerra no es justa o injusta del mismo modo que la enfermedad o la muerte no son justas o injustas. Todo lo anterior no son más que manifestaciones de Dios. Este intento de racionalizar el mundo por medio de lo justo y lo injusto, junto con el correlativo deseo de establecer la justicia en el mundo, de una forma similar a como los jueces lo hicieron en el Antiguo Testamente y ahora los Estados Unidos y el mundo del Atlántico Norte en general quieren hacerlo, no alejará a la humanidad de la autodestrucción, sino que la precipitará al abismo. Occidente, manipulando los “misterios morales”, ha creado desde hace un siglo, o quizás desde hace un milenio, un campo de concentración gigantesco en la tierra cuya destrucción será producto de la guerra santa y la “tarea conjunta” que Rusia, es decir, los zares, y el pueblo ruso tendrán que llevar a cabo. De todo esto sacamos una conclusión muy importante: Rusia jamás en toda su historia ha librado guerras injustas, solamente guerras equivocadas. Hubo errores políticos que nos llevaron a librar guerras en contra de adversarios que nos eran afines y nos pusieron del lado de aliados que eran en realidad nuestros enemigos. Esto se aplica a la actitud anti-musulmana del patriarca Nikon y el zar Alexis Mijáilovich, siendo el primero el causante del cisma dentro de la Iglesia rusa y el segundo quien provocó que toda la dinastía Romanov fuera rehén de sus decisiones. Lo mismo se aplica a la actitud anti-alemana y pro-inglesa que asumió dos veces Rusia durante el siglo XX (por supuesto, la actitud antirrusa de Hitler no fue mucho mejor, solo más explícita). Lo cierto es que debimos haber evitado las guerras ruso-turcas (excepto la guerra de Crimea, que fue profundamente antioccidental) y las dos guerras mundiales o, más bien, debimos haber luchado todas estas guerras de una forma muy diferente: en el siglo XIX deberíamos habernos aliado con Turquía para luchar en contra de Europa; en la Primera Guerra Mundial debimos habernos aliado con Alemania en contra de Inglaterra y Francia, mientras que en la Segunda Guerra Mundial debimos aliarnos nuevamente con Alemania para luchar contra Inglaterra y Estados Unidos. Pero tales ideas se quedan en un “como habrían sido las cosas sí…”. ¿Puede una guerra ser equivocada? Sí, sí puede, pero desde el momento en que comienza esta se convierte instantáneamente, definitivamente e irrevocablemente en un acontecimiento sagrado: los “caballos” se convierten de este modo en enemigos de las serpientes. Podríamos en este caso hacer una analogía entre el matrimonio sagrado, ιερоς γαμоς, y el enemigo, pero solo si observamos esto a la inversa, pues lo anterior ya no importa, sino que simplemente es lo que existe. Ni Lenin en 1914, ni Vlasov en 1942, pueden alegar ninguna justificación. Por cierto, ambos traiciones apelaron a la “justicia” y la necesidad de luchar contra el “maldito zarismo” o el “tirano Stalin”: en ese sentido ambos son herederos, de una forma u otra, de la escolástica católica y el “Occidente judeocristiano” del mismo modo que los políticos liberales sodomitas rusos actuales (como muy acertadamente los ha llamado Vitali Averianov) hacen un llamado a la OTAN y la UE para que se pongan de su lado contra el Moscú “imperialista, centuronegrista y comunista”. Lo mismo se aplica a los pseudo-nacionalistas rusos que también atacan Moscú, pero lo hacen con el argumento de destruir el “imperialismo bolchevique y asiático”. En todos estos casos se puede aplicar la misma crítica en contra de las “guerras justas” y la ignorancia frente a la historia viva, pues al final se trata de la guerra santa que ha librado la Santa Rusia en contra del “campo de concentración universal” occidental (expresión usada por el chileno Miguel Serrano, seguidor del camino alemán”).

Hoy estamos desafiando al Occidente (ocaso) Atlántico que pretende librar una guerra justa contra Rusia: guerra que libra en nombre de los derechos humanos, la democracia, el mercado, la propiedad privada, la república universal y la sociedad civil. En cambio, nosotros debemos librar una guerra santa, es decir, una guerra sin razón, sin rostro u objetivo: una guerra librada porque debe ser librada, pero que solo seremos capaces de ganar si despertamos lo que incorrectamente llamamos el inconsciente colectivo, que en realidad es una especie de supra-consciencia, un supra-ser que es superior al ser o, como lo llamaba San Dionisio Aeropagita, un supra-dios. De hecho, “todo lo que no puede ser, porque nunca es”. Serán el Caballo y la Serpiente que se desprenden de los Rayos del icono de Nuestro Señor de los ojos enfurecidos.

Los Santos Padres (en particular el Venerable Juan el Escriba de la Escalera) enseñaron sobre la reorientación de la pasión y su transfiguración espiritual. Desde el punto de vista ortodoxo, la guerra es la transfiguración de la ira del mismo modo que el matrimonio es la transfiguración de la lujuria. A nivel monástico esto es considerado como anticristiano y únicamente posible por medio del Espíritu Santo, pero solo a nivel monástico. En el mundo más bien cantamos:

Que la noble ira se alce

Como una ola:

El pueblo marcha a la guerra,

A una guerra santa.

Estas líneas se pueden aplicar precisamente a la imagen del icono del siglo XV que representa a la Iglesia Militante, también llamado la “Bendita hueste del Rey Celestial”.

Notas:

1. Los viejos creyentes (en ruso: староверы) o raskólniki (de raskol o cisma, en ruso: раскол), en la historiografía de Rusia, eran los cristianos ortodoxos partidarios de la vieja liturgia y cánones eclesiásticos que no aceptaron la reforma de Nikon en 1654, fecha en la que se separaron de la Iglesia ortodoxa rusa y a partir de la cual fueron cruelmente perseguidos y diezmados. Su líder principal fue el protopapa y escritor Avvakum (1620-1682).

2. Bylina son poemas épicos y heroicos tradicionales de los eslavos orientales de la Rus de Kiev, aunque la tradición continúa en Rusia y Ucrania. La bylina proviene de la palabra rusa “byl’” (быль), que se traduce como “fue”, pasado del verbo ser/estar, denotando que se trata de eventos históricos reales, en contraposición con la ficción. Las bylinas son una especie de poesía de versos blancos sin rima, pero con un ritmo característico, una especie de versos libres. La mayoría de las bylinas se han conservado en el norte de Rusia, y su estilo ha sido imitado por numerosos poetas rusos famosos.

3. Un Bogatyr o Vítyaz era un héroe guerrero medieval ruso, comparable con el caballero andante de Europa occidental.

Fuente: Rebelión Contra el Mundo Moderno — La guerra justa y la guerra santa