La cultura rusa como pseudomorfosis y la cruzada contra Occidente

16.10.2024

Los historiadores y analistas occidentales siempre han fracasado a la hora de comprender a Rusia. Entre otras muchas razones, la naturaleza imperial de Rusia siempre ha desconcertado a los occidentales. Por razones obvias, se ha tendido a compararla con los imperios coloniales occidentales. Como señaló en una ocasión un destacado historiador de Rusia, Richard Pipes, a diferencia de los imperios coloniales occidentales, que primero se convirtieron en Estados-nación antes de embarcarse en la expansión imperial, Rusia fue un imperio desde sus inicios.

Esta falta de comprensión se debe a nuestra persistente adhesión a una visión lineal de la historia y a la suposición de que existe una humanidad homogénea que progresa por un único camino. Sin embargo, esta perspectiva es fundamentalmente errónea. Para comprender realmente los procesos históricos – especialmente a la hora de entender a Rusia – debemos adoptar una visión cíclica y modular de la historia, tal y como la articuló Oswald Spengler. Esta perspectiva reconoce que los distintos ámbitos culturales/civilizacionales funcionan según sus propios ritmos y lógicas internas. Si adoptamos esta perspectiva, podremos comprender mejor la trayectoria histórica de Rusia y, lo que es más importante, hacer predicciones más precisas sobre su futuro.

El actual desarrollo de los acontecimientos mundiales, en particular la invasión rusa de Ucrania y, más en general, su postura en el escenario mundial, representan un fascinante caso de estudio para cualquier análisis histórico y cultural. En este contexto, las teorías de Oswald Spengler, un profundo filósofo e historiador, ofrecen un marco de lectura a través del cual podemos ver y entender estas dinámicas. La obra magna de Spengler, La decadencia de Occidente, postula una teoría cíclica de las civilizaciones, argumentando que cada civilización tiene su propio funcionamiento interno y ciclo vital, similar a los organismos biológicos. Según esta teoría, cada civilización atraviesa etapas equivalentes en su ciclo vital, semejantes a las etapas vitales de un organismo: nacimiento, florecimiento, madurez, estancamiento y muerte. En otras palabras, cada civilización actúa como un módulo independiente. Por supuesto, interactúan entre sí, como los distintos organismos interactúan entre sí durante su vida, pero sus trayectorias vitales, como las de cada organismo individual, son autónomas.

Lo que nos lleva de nuevo al tema que había dejado perplejo a Richard Pipes y a otros historiadores occidentales de Rusia. La confusión de comparar la Rusia imperial con los imperios coloniales occidentales surge de suponer una progresión lineal de la historia para toda la humanidad.

Sin embargo, entender que Rusia se encuentra en una fase de su ciclo vital que no es equivalente a la fase de la civilización occidental con la que se compara resolvería semejante confusión.

Spengler se concentra principalmente en tres reinos culturales en su análisis comparativo de las civilizaciones: (i) el mundo clásico grecorromano, al que denomina apolíneo, (ii) el Medio Oriente, al que denomina mágico, y (iii) la civilización occidental, a la que denomina fáustica. Por otra parte, también se refiere a Rusia, que, en su opinión, es un reino cultural distinto de Occidente, con su propia alma interior que difiere de la civilización fáustica.

Oswald Spengler, en su análisis de los patrones históricos, equipara la era merovingia de la civilización occidental con el periodo que se extiende desde el reinado de Iván III hasta los Tiempos de los Problemas de Moscovia/Rusia. En su opinión, estas épocas son preculturales, es decir, precursoras del futuro desarrollo de sus respectivos ámbitos culturales, épocas en las que aún no se manifiestan los singulares sentimientos del mundo de las culturas. Así, el periodo posterior a la dinastía Romanov en Rusia equivale a la época carolingia en Europa. Por lo tanto, los siglos XX-XXI de la historia rusa, que abarcan desde la era soviética hasta la actual Rusia de Putin, representan la época postcarolingia de Europa, que fue sucedida por la época de los otónidas y, más tarde, por las Cruzadas. Los correspondientes siglos X-XII marcaron el nacimiento de la cultura fáustica en Europa, un periodo en el que comenzó a manifestarse el sentimiento fáustico del mundo, que sentaría las bases de toda la trayectoria de la civilización occidental posterior. Al mismo tiempo, fue el periodo en el que comenzaron a formarse las futuras naciones europeas, proceso iniciado con la división del reino carolingio en Francia Oriental (predecesora de Alemania) y Francia Occidental (predecesora de Francia).

A través de este marco de lectura, la naturaleza enigmática del carácter imperial de Rusia desde sus comienzos empieza a cobrar sentido. Es como si a uno le extrañara por qué la civilización europea (fáustica) surgió como un imperio, ejemplificado por el Imperio Carolingio. Sin embargo, esta analogía revela una verdad más profunda: lo «ruso» no es análogo a lo «alemán», «francés» o «inglés». Rusia no es una nación-Estado, sino todo un reino cultural y civilizacional, un reino que se encuentra en las primeras fases formativas de su ciclo vital, comparable a la Europa postcarolingia/otónida. Así pues, Rusia como entidad cultural se asemeja más a Europa en su conjunto que a una sola nación europea. Al igual que Europa acabó dando origen a naciones distintas como Alemania, Francia e Inglaterra, también el reino ruso debe experimentar su propio proceso de formación de naciones. En el futuro podrían surgir distintas identidades dentro de este reino – quizás uralianos, siberianos, ingrianos o novgorodianos –, cada una de ellas como una unidad nacional única dentro de una civilización rusa más amplia. Esta perspectiva no sólo aclara la trayectoria histórica de Rusia, sino que también sugiere los posibles caminos que puede seguir en el futuro.

Para trazar con mayor precisión la trayectoria histórica de Rusia hasta su estado actual y pronosticar su futuro, debemos ahondar en otro concepto clave de la filosofía de Spengler: la pseudomorfosis.

Pseudomorfosis cultural

Oswald Spengler, de forma bastante clarividente y directa, consideró que la vinculación de Rusia a Europa iniciada por Pedro I (de hecho, el proceso comenzó incluso antes, durante el reinado de su padre, el zar Alekséi Mijáilovich) era una imposición artificial y que la cultura europea era totalmente ajena a los rusos de a pie. Denominó pseudomorfosis a la amalgama cultural en la que un determinado ámbito cultural se ve obligado a expresarse bajo formas culturales ajenas importadas o impuestas desde otros lugares. Oswald Spengler predijo así un siglo antes que Rusia se alejaría de la civilización europea (fáustica) y afirmaría su propia identidad única.

Un claro ejemplo de pseudomorfosis histórica es el Medio Oriente preislámico, que Spengler denominó Cultura Mágica, al estar dominado por Roma y, por lo tanto, verse obligado a expresarse a través de las formas de la Cultura (Apolínea) grecorromana, que le era totalmente ajena. Sólo con el advenimiento del Islam la Cultura Mágica se liberó de la influencia grecorromana y pudo expresarse orgánicamente de acuerdo con su propia naturaleza.

Por lo tanto, es muy probable que Rusia esté experimentando un proceso similar al que vivió Medio Oriente en los siglos VI y VII, cuando con el auge del Islam se afirmó rotundamente su propia naturaleza. De hecho, durante los siglos de dominación romana y las normas culturales clásicas, Medio Oriente sentida un profundo de odio apocalíptico hacia Roma y todo lo romano. En este sentido, el islam puede considerarse la forma consumada de expresión de los anhelos más profundos del mundo mágico. Al mismo tiempo, fue el medio a través del cual se manifestó el resentimiento hacia la cultura grecorromana. La intensidad de ese resentimiento era enorme debido a siglos de supresión cultural bajo Roma y a haber sido forzados a adoptar las formas de la Cultura Apolínea, que eran antinaturales para la Cultura Mágica.

Esto explica la enemistad que el mundo islámico (es decir, mágico) manifiesta hoy hacia Occidente, representado por el cristianismo, al que ven como la continuación de Roma. El mundo mágico, en cierto sentido, proyecta en el cristianismo y Occidente su odio profundamente arraigado y secular hacia Roma. Si Rusia está experimentando un proceso similar, significa que el reino ruso también estará imbuido de un profundo odio apocalíptico hacia Occidente del mismo modo que el mundo mágico odiaba a Roma.

Aparte del ejemplo del mundo mágico a la sombra de la cultura grecorromana (apolínea) y de Rusia a la sombra de la cultura occidental (fáustica), otro ejemplo histórico de pseudomorfosis es la época carolingia, cuando los reyes carolingios, sobre todo Carlomagno, impusieron tradiciones arquitectónicas, normas culturales y religiosas romano-bizantinas a una población que aún se encontraba en su fase precultural y a la que esas imposiciones culturales le resultaban extrañas y antinaturales. Y este ejemplo concreto de pseudomorfosis histórica es, de hecho, más similar a la experiencia rusa.

Los historiadores posteriores llegaron a referirse a ese periodo, que abarcaba los siglos VIII y IX en Europa, como el «Renacimiento carolingio». Sin embargo, ese término, que se utiliza para definir esa época, es en realidad un término equivocado. En lugar de encarnar un verdadero despertar cultural, fue un parpadeo intelectual fugaz y artificialmente impuesto, limitado sólo a un puñado de élites cultas. En lugar de representar un nuevo fenómeno cultural, el periodo fue más bien un intento de recrear la antigua cultura romano-bizantina. Este renacimiento cultural no caló hondo en la sociedad carolingia y poco después todos sus efectos habían desaparecido para el siglo X. En palabras del monje benedictino Walahfrid Strabo (808 - 849): «Carlomagno fue capaz de ofrecer al territorio inculto y, podría decirse, casi completamente ignorante del reino que Dios le había confiado, un nuevo entusiasmo por todo el conocimiento humano. En su anterior estado de barbarie, su reino apenas había sido tocado por tal celo, pero ahora abría sus ojos a la iluminación de Dios. En nuestros días, la sed de conocimiento está desapareciendo de nuevo: la luz de la sabiduría es cada vez menos buscada y ahora se está volviendo rara de nuevo en la mente de la mayoría de los hombres».

Un paralelo histórico a este periodo sería la Rusia petrina durante los siglos XVIII y XIX. Cuando se invoca el término «cultura rusa», a menudo se evocan las hazañas artísticas e intelectuales de esta época. Sin embargo, esta célebre «cultura rusa» guarda un sorprendente parecido con el efímero «Renacimiento carolingio». Al igual que en este último, los logros culturales del primero fueron imposiciones externas completamente ajenas a la población autóctona. Florecieron transitoriamente entre los colonos europeos y una pequeña élite europeizada de San Petersburgo. Y del mismo modo, al igual que los efectos del «Renacimiento carolingio» fueron destruidos a principios del siglo X, la Revolución bolchevique en Rusia marcó el comienzo de un rechazo de las imposiciones culturales europeas. La Rusia de Putin, en esencia, no es sino una continuación de este reflujo cultural, una gravitación natural de alejamiento de las influencias culturales occidentales (fáusticas).

El siglo X en Europa, tras el declive de los carolingios, fue un periodo de interregno cultural. Fue una época donde las influencias bizantino-romanas retrocedieron, pero la región aún no había visto el nacimiento de su propia identidad cultural distintiva, una identidad que surgiría más tarde, en los siglos XI y XII, con la llegada de la arquitectura románica que dio paso a la arquitectura gótica y la formación de una nueva cristiandad germanizada, siendo estas las primeras manifestaciones reales del espíritu fáustico.

Rusia, en su estado actual, está recorriendo un camino similar. El fenómeno antaño celebrado como «cultura rusa» está experimentando un proceso de negación. El país ha derivado hacia un estado menos culto, donde las normas de lo carcelario y el bandidaje eclipsan cada vez más a lo refinado y lo elegante, donde la creatividad cultural es casi inexistente y las huellas de aquella «cultura rusa» prácticamente han desaparecido. En cierto sentido, Rusia está volviendo a su ser natural: al estado bárbaro de la Moscovia prerromana, despojándose de los últimos restos de la pseudomorfosis petrina. Las palabras de Walahfrid Strabo también son perfectamente aplicables a la Rusia actual: «la sed de conocimiento está desapareciendo de nuevo: la luz de la sabiduría es cada vez menos buscada y ahora está volviendo a ser rara en las mentes de la mayoría de los hombres».

Paralelismos entre la época carolingia en Europa y la época romanov en Rusia

El análisis comparativo de la época carolingia en Europa y la era Romanov en Moscovia/Rusia revela sorprendentes paralelismos, no sólo en su ubicación temporal en fases equivalentes del ciclo vital de sus respectivos reinos culturales, sino incluso en los detalles de los acontecimientos que llegaron a definir su gobierno.

El ascenso carolingio comenzó en medio del paisaje fracturado del reino franco, desgarrado por luchas civiles en la cúspide de los siglos VII y VIII. Aquí, los carolingios, que al principio ejercían de administradores del palacio bajo los reyes merovingios, empezaron a cimentar su influencia. El cargo, inicialmente de servicio, se transformó en una sede hereditaria de poder bajo su administración, subrayando sutilmente su creciente autoridad. Sin embargo, su dominio se limitó en un principio a partes del reino franco. El ocaso de la dinastía merovingia representó un momento oportuno para los carolingios. Fue durante este periodo de decadencia cuando entablaron una lucha decisiva contra las familias aristocráticas rivales. Su victoria se materializó en la figura del tristemente célebre Carlos Martel, quien, en 718, se había establecido como gobernante de facto de todo el reino.

El ascenso de la dinastía Romanov en Moscovia se produjo en circunstancias similares. El cambio de los siglos XVI y XVII en Moscovia fue un periodo marcado por la crisis política que los historiadores posteriores conocieron como la Época de los Problemas, una época turbulenta que siguió al final del largo dominio de la dinastía Rurikid. Esta época se caracterizó por la inestabilidad política, las luchas por el poder y el vacío de liderazgo. Es aquí donde Borís Godunov, antaño administrador del palacio del mismo modo que Carlos Martel, emerge como figura clave. Antes de ascender él mismo al trono, Godunov desempeñó un papel fundamental en la corte del último zar rurikí, Feodor I. Sin embargo, a diferencia de su homólogo carolingio, la ambición de Godunov de establecer una dinastía duradera se vio frustrada. El asesinato de su único hijo sumió a Moscovia en un caos más profundo, allanando el camino para que los Romanov ascendieran como nueva dinastía gobernante en medio de la agitación.

Las crisis existenciales que asolaron al reino franco y a Moscovia durante sus respectivos periodos de agitación también guardan sorprendentes similitudes, ya que cada uno de ellos se caracterizó por amenazas externas además de la agitación interna. En Francia, los invasores árabes, que ya se habían apoderado de España, avanzaban hacia el norte. Este avance fue frenado drásticamente en la batalla de Poitiers en 732 por Carlos Martel. Esta victoria decisiva no sólo frenó el avance árabe, sino que también salvaguardó la naciente cultura fáustica de Europa de la subyugación de una civilización extranjera. Este momento histórico fue crucial, ya que evitó una posible pseudomorfosis similar a la que se había abatido sobre la naciente cultura mágica bajo el dominio romano siglos antes.

En una línea histórica paralela, Moscovia estuvo a punto de ser conquistada por la Mancomunidad polaco-lituana en la época de los problemas. Tal sometimiento habría atrapado a Moscovia bajo la sombra de la cultura fáustica, haciéndose eco de la influencia romana sobre Oriente Próximo. Sin embargo, la historia repitió su acto de desafío cuando los moscovitas, al igual que los francos en el 732, repelieron el asalto extranjero, preservando su independencia. La batalla de Moscú de 1612 puede figurar en los anales de Moscovia como la batalla de Poitiers en Europa. Además, Dmitry Pozharsky puede considerarse el «Carlos Martel» ruso.

Sin embargo, las secuelas de estas batallas decisivas revelan una intrigante ironía histórica. Tanto en el reino franco como en Moscovia las dinastías que ascendieron tras el triunfo militar – los carolingios y los romanov, respectivamente – se embarcaron en empresas que aparentemente contradecían las luchas de sus antepasados. En lugar de fortificar sus identidades culturales únicas, iniciaron la imposición de los mismos elementos culturales extranjeros a los que sus predecesores se habían resistido militarmente. Esto condujo a la aparición de pseudomorfosis culturales en sus reinos. Lo que diferencia estos casos de las Pseudomorfosis del mundo mágico es la forma en que se iniciaron: mientras que el mundo mágico fue subyugado y transformado mediante la conquista física, Francia y Moscovia adoptaron voluntariamente estas imposiciones culturales extranjeras tras haber repelido con éxito las invasiones extranjeras.

En los anales de la historia, la época carolingia en Francia y el periodo romanov en Moscovia/Rusia aparecen, así, como imágenes especulares la una de la otra, especialmente en sus ambiciosos proyectos de infundir normas culturales extranjeras en sus reinos.

Tanto Francia como Moscovia se enfrentaban a retos similares: una falta generalizada de alfabetización entre la población y, lo que es más grave, entre el clero. A este analfabetismo se sumaban las deficiencias del clero en materia de conducta moral, disciplina y conocimientos. Era crucial abordar estos problemas. Carlomagno, figura emblemática de esta época en Europa, fue pionero en la creación de numerosas escuelas catedralicias y monasterios. Estas instituciones no sólo estaban destinadas a los futuros monjes y clérigos, sino también a los laicos, fomentando una cultura de educación e ilustración.

Tanto los Carolingios como los Romanov pusieron en marcha amplias iniciativas para rectificar la conducta moral, restaurar la disciplina eclesiástica y reestructurar la jerarquía eclesiástica. Además, una cuestión fundamental en ambos reinos era la fiabilidad de los textos religiosos, que se había deteriorado con el paso del tiempo. Por ello, sus esfuerzos abarcaron también la corrección de los textos religiosos y la adecuación de los rituales al derecho canónico. En Moscovia, estos esfuerzos culminaron en el cisma religioso del siglo XVII, iniciado por las reformas del patriarca Nikon. Estas reformas, encaminadas a alinear los rituales y textos religiosos moscovitas con respecto a la Iglesia Ortodoxa Griega, dieron lugar a la aparición de los «Viejos Creyentes», que se adherían a las costumbres y rituales tradicionales moscovitas.

Carlomagno y el zar Alexei Mikhailovich de la dinastía Romanov compartían un profundo interés por reformar la Iglesia y mantener prácticas unificadas. Carlomagno, al descubrir discrepancias entre las prácticas litúrgicas francas y romanas, pidió consejo al papa Adriano, lo que condujo a la adopción de la Dionysio-Hadriana, un libro autorizado sobre derecho canónico que sirvió como fuente principal de la legislación eclesiástica. Del mismo modo, durante el reinado de Alexei Mikhailovich en Moscovia, el patriarca Nikon colaboró estrechamente con el patriarca ecuménico y el clero griego de Constantinopla para armonizar la liturgia ortodoxa moscovita con la griega.

En ambos reinos, los misioneros y teólogos extranjeros desempeñaron un papel decisivo. Los monjes irlandeses del reino franco, similares a los teólogos ucranianos de los Romanov, fueron los principales educadores y reformadores. Los misioneros irlandeses fueron fundamentales en el establecimiento del latín medieval para la iglesia y la literatura y en el desarrollo del estilo de escritura minúscula carolingia, que se convirtió en el estándar en la Europa medieval y es el antepasado directo de la escritura latina actual. Su labor fue decisiva para unificar las prácticas eclesiásticas y corregir los textos religiosos. Del mismo modo, en Moscovia, la influencia ucraniana influyó profundamente en la configuración del ruso literario y el eslavo eclesiástico, y los teólogos ucranianos fueron clave en las reformas que alinearon la ortodoxia moscovita con las prácticas griegas.

Cabe destacar que, más allá de las reformas religiosas y educativas, tanto Carlomagno como Pedro I trataron de transformar el tejido mismo de sus sociedades, extendiendo su influencia a la vida privada y la mentalidad de sus súbditos. La insistencia de Pedro I en que los funcionarios rusos se vistieran y arreglaran a la occidental es un ejemplo de ello. Los capitularios de Carlomagno, el más famoso y extenso de los cuales es la Admonitio Generalis, son un ejemplo equivalente del reino carolingio. A través de él Carlomagno buscaba no sólo la reforma legal, sino también lo que en su mente constituía la rectitud moral y religiosa entre sus súbditos.

Lo que une a Carlomagno y Pedro I es el fervor y el sentido de un propósito superior con el que impusieron sus reformas y, con ellas, normas culturales ajenas a sus súbditos que no estaban dispuestos a aceptarlas. Por supuesto, esto también iba acompañado de una brutalidad extrema. Especialmente el reinado de Pedro I se caracterizó por una persecución generalizada y una cruel coerción parecida a la que suele asociarse con el gobierno de Stalin en la historia rusa. Del mismo modo, los métodos de Carlomagno para arrancar de sus súbditos las antiguas prácticas paganas e introducir el cristianismo en su reino también destacaron por su crueldad e intensidad inflexible.

Se considera que las Guerras Sajonas (772-804) son uno de los casos más notables de propagación del cristianismo por medio de la fuerza. Un episodio especialmente brutal fue la masacre de Verden, en la que Carlomagno ordenó la ejecución de miles de sajones. Este acontecimiento no sólo fue un acto político de supresión, sino también un sombrío mensaje sobre las consecuencias de resistirse a la cristianización. Anteriormente, en su campaña para suprimir el paganismo sajón, como acto simbólico, Carlomagno había cortado el Irminsul, un árbol sagrado que los sajones veneraban.

La imposición de prácticas litúrgicas griegas y normas sociales europeas en Rusia durante los siglos XVII y XVIII también estuvo acompañada de una brutal coerción. Se recuerda la persecución que sufrieron los «viejos creyentes» tras negarse a aceptar las reformas nikonianas en 1654. Los más radicales fueron enviados a la hoguera, otros a los rincones más recónditos del imperio a menudo para no volver jamás. Un episodio notable por su brutalidad fue la masacre del monasterio de Solovetsky en 1676, que se produjo tras siete años de asedio en respuesta a la firme negativa de los monjes a aceptar las prácticas y textos litúrgicos modificados. Además, por desesperación, los «viejos creyentes» recurrieron a la forma más dramática de protesta imaginable: la autoinmolación. El antiguo periodo moscovita de la historia rusa acabó literalmente en llamas.

Sin embargo, la protesta durante este periodo no se limitó a los cambios religiosos, sino que representó un desafío más amplio contra la imposición de normas culturales europeas extranjeras que eran profundamente ajenas a Moscovia. La «Vieja Creencia» se convirtió en el símbolo de este desafío, representando una lucha por preservar la esencia misma de la identidad moscovita. La lucha contra la europeización, es decir, la pseudomorfosis, encontró sus expresiones más dramáticas en las revueltas sociales de la época, como la Rebelión de Stepan Razin (1670-1671) y la Rebelión de Pugachev (1773-1775), ambas brutalmente aplastadas por el Estado. Entre los que se aferraban a las viejas costumbres moscovitas, crecía la sensación de pérdida, la conciencia de que algo fundamental para su identidad, algo intrínseco a su propia alma, les estaba siendo despojado por la fuerza. La desesperación de esta lucha cultural y espiritual se refleja de forma conmovedora en las palabras del arcipreste Avvakum, líder espiritual de los «viejos creyentes», que suplicó al patriarca Nikon, su némesis: «¡Tú eres ruso! ¿Por qué necesitas estos modales griegos?». Este grito de angustia encierra la arraigada tensión entre la preservación de una identidad cultural única y las presiones del cambio impuesto, una tensión que definió la época de la pseudomorfosis propia de la historia moscovita/rusa.

En esencia, los periodos carolingio y romanov son paralelos históricos que se desarrollaron en siglos y lugares diferentes, pero en etapas equivalentes de los ciclos vitales de sus respectivas civilizaciones. Cada dinastía, en su afán por elevar y transformar su sociedad, se embarcó en un amplio viaje de reforma cultural, educativa y religiosa, que subyugó a sus respectivos reinos a formas culturales ajenas.

Por lo tanto, la pseudomorfosis moscovita/rusa se parece más a la experiencia carolingia que a la sufrida por Medio Oriente. A diferencia de la cultura mágica, que se vio obligado a desarrollarse bajo la influencia de la cultura apolínea extranjera debido a la conquista física – primero por parte de Alejandro Magno y después por Roma – Rusia nunca estuvo sometida a una dominación tan directa por parte de una potencia occidental. Del mismo modo, la Europa carolingia nunca fue conquistada físicamente por Bizancio o el Imperio árabe. En el caso de la cultura mágica la imposición de formas culturales ajenas se debió a la fuerza de sus conquistadores, lo que la convierte en una transformación impulsada desde el exterior. Por el contrario, tanto Moscovia/Rusia como la Europa carolingia experimentaron una forma de pseudomorfosis cultural que, aunque influida por fuerzas externas, fue en última instancia una decisión interna, moldeada por sus propias circunstancias y elecciones históricas.

La liberación de la pseudomorfosis y la época del resentimiento

El final de la época carolingia en Europa, al que siguió el ascenso de los otónidas en Francia Oriental y, más tarde, de los capetos en Francia Occidental, marcó el momento de liberación del espíritu occidental (fáustico) de las formas culturales ajenas que le habían sido impuestas anteriormente. La recién nacida cultura fáustica comenzó a desarrollar sus propias formas naturales de expresión. El románico, que más tarde se convertiría en arquitectura gótica, y la aparición de un nuevo cristianismo germanizado, que se diferenciaba claramente del cristianismo greco-bizantino, fueron las primeras manifestaciones de este espíritu fáustico recién liberado, que reflejaba un sentimiento del mundo (fáustico) exclusivamente occidental.

Esta liberación de las formas culturales greco-bizantinas impuestas por los carolingios también se simbolizó mediante actos de desafío histórico. Un ejemplo llamativo es la veneración del jefe sajón Widukind, que se resistió ferozmente a la brutal campaña de cristianización de Carlomagno durante las Guerras Sajonas. Aunque Widukind tuvo que someterse al dominio de Carlomagno y aceptar el bautismo en 785, lo que supuso la subyugación formal de los sajones, más tarde se convirtió en un símbolo de la resistencia y la independencia sajonas en la era postcarolingia. Venerado como un héroe en el mundo fáustico liberado de la sofocante influencia de la pseudomorfosis impuesta por los carolingios, el legado de Widukind perduró a través de la familia Immedinger, un poderoso clan de la Europa altomedieval cuyas raíces se remontan a él. Sorprendentemente, este líder desafiante que en su día se opuso a la cristianización fue canonizado más tarde por la misma institución a la que se había opuesto: la Iglesia católica. Este giro irónico revela una profunda verdad: el cristianismo que surgió en la Europa postcarolingia no era una mera continuación de la religión impuesta por Carlomagno. Por el contrario, se había transformado y germanizado, reflejando el espíritu fáustico liberado y un sentimiento del mundo claramente occidental. La canonización de Widukind, por lo tanto, fue un símbolo del triunfo de una nueva identidad cultural: un cristianismo germanizado que honraba a sus héroes de acuerdo con sus propios valores y visión del mundo, libre de las limitaciones de su anterior pseudomorfosis.

El carácter distintivo de este nuevo cristianismo germanizado se hizo cada vez más evidente en las crecientes tensiones entre el rito latino occidental y el rito bizantino oriental entre los siglos IX y XI, que desembocaron en el Gran Cisma de 1054. Este cisma, que separó formalmente la ortodoxia oriental y el catolicismo occidental, fue mucho más que un mero desacuerdo sobre rituales o matices doctrinales. Fue la culminación de una profunda ruptura cultural, un choque entre dos concepciones del mundo fundamentalmente diferentes. El cisma representó la rebelión del naciente espíritu fáustico contra la influencia extranjera greco-bizantina que lo había limitado hasta entonces. No se trataba sólo de una escisión religiosa, sino de una declaración de independencia cultural, ya que la naciente cultura occidental (fáustica) afirmaba su propia identidad frente a una herencia impuesta que no se correspondía con su naturaleza.

Es importante destacar que la liberación de una cultura emergente de las garras de la pseudomorfosis a menudo desata un odio y un resentimiento profundamente arraigados hacia la cultura dominante que antaño la reprimía. Este fenómeno puede observarse en diversos contextos históricos. Durante la dominación romana, todo el Medio Oriente, sometido a la autoridad romana, estaba impregnado de un odio apocalíptico hacia la civilización clásica y todo lo que Roma representaba. El surgimiento del islam, con su ética de la yihad, fue la respuesta violenta del alma mágica a esta subyugación, un dramático acto de autoliberación cultural de las ataduras de la influencia grecorromana. La perdurable animosidad que el Islam alberga hacia el cristianismo, incluso hoy en día, tiene sus raíces en este antiguo trauma de la pseudomorfosis. Al dirigir su odio hacia el cristianismo, el islam sublima su resentimiento más profundo hacia la civilización grecorromana, que percibe encarnada en la fe cristiana. La rápida expansión del Islam por el Medio Oriente romano – desde el norte de África y Egipto hasta el Levante – se vio alimentada, en parte, por este resentimiento profundamente arraigado. Por ejemplo, los cristianos monofisitas de Egipto, más tarde conocidos como cristianos coptos, que albergaban un profundo resentimiento hacia el dominio romano-bizantino, recibieron a los invasores árabes con los brazos abiertos, deseosos de deshacerse del yugo de sus antiguos opresores.

Del mismo modo, las Cruzadas, que coincidieron con el Gran Cisma, pueden verse como un desbordamiento del resentimiento del mundo germánico tanto hacia el Islam como hacia el Imperio Bizantino, dos fuerzas que representaban a Oriente (es decir, el mundo mágico) bajo cuya sombra el espíritu fáustico había sido sofocado durante mucho tiempo. De hecho, en la Europa germánica de la época, el mundo bizantino era despreciado casi tan intensamente como el musulmán. Esta animadversión quedó crudamente ilustrada por la Cuarta Cruzada, dirigida no contra tierras musulmanas, sino contra el propio Imperio bizantino y que culminó con el brutal saqueo de Constantinopla por los cruzados. Por lo tanto, las Cruzadas pueden considerarse como el rechazo rotundo del mundo fáustico al dominio cultural oriental que lo había constreñido durante siglos, marcando un momento decisivo en la afirmación de la identidad y la independencia occidentales.

La cruzada rusa contra el Occidente fáustico

Rusia, tras despojarse de su barniz europeo con la Revolución Bolchevique, ha entrado en su propia Época de las Cruzadas o Yihad, impulsada por un profundo sentimiento de desprecio, venganza y odio apocalíptico hacia la civilización occidental (fáustica). Esta mentalidad de Yihad se origina en la liberación enfática de una cultura joven de la sombra de una cultura más antigua y ajena, es decir, de la supresión mental de la pseudomorfosis.

De hecho, se podría argumentar que Rusia declaró su Yihad contra Occidente ya en la Revolución Bolchevique, siendo la lucha declarada contra el «Capitalismo» un grito de guerra simbólico para una cruzada más amplia. Para los rusos, «capitalismo» era un eufemismo para designar a la civilización occidental. Al oponer el «comunismo» al «capitalismo» estaban, a un nivel más profundo, oponiendo Rusia a Occidente. Esta cruzada empleó inicialmente medios encubiertos, como el apoyo y la financiación de movimientos revolucionarios destinados a desestabilizar Europa a través de la Comintern. Es también durante el periodo soviético cuando Rusia se convierte en la vanguardia del resentimiento y el odio tercermundistas contra la civilización occidental, pregonando la narrativa «anticolonialista», que en realidad es una narrativa explícitamente antioccidental y antiblanca destinada a perjudicar a Occidente.

La Segunda Guerra Mundial, conocida en Rusia como la Gran Guerra Patria, puede considerarse como la primera cruzada abierta contra el Occidente «infiel», aunque bajo una apariencia diferente. Muchos en Occidente siguen perplejos frente a por qué Rusia, que «luchó contra el nazismo» y ayudó a «derrotarlo», emplea ahora tácticas similares, si no peores, en Ucrania. La realidad es que los rusos ven la Segunda Guerra Mundial a través de una perspectiva completamente diferente. Para los occidentales, fue una batalla contra un fenómeno interno que surgió orgánicamente dentro de la civilización fáustica. Para los rusos, sin embargo, la Segunda Guerra Mundial y la «lucha contra el nazismo» representaron una lucha más amplia contra el propio Occidente. Este es el contexto en el que debe entenderse en Rusia el culto a la victoria de la Gran Guerra Patria: es esencialmente un culto religioso a las Cruzadas, una Yihad contra el Occidente fáustico.

Además, las actuales críticas rusas a los fenómenos occidentales – como el liberalismo, el movimiento LGBT y la cultura woke por parte de Vladimir Putin – son una continuación de este conflicto civilizatorio. Aunque algunos occidentales puedan interpretar que las críticas rusas se alinean con los valores europeos tradicionales, la realidad es que los rusos consideran que estos fenómenos son emblemáticos de la misma cultura europea, una cultura a la que profesan una animadversión profundamente arraigada. Esta perspectiva fusiona fenómenos occidentales dispares, desde el nazismo hasta los derechos LGBT, en una única categoría de males de origen europeo, lo que refleja una diferencia fundamental de interpretación entre Rusia y Occidente. Para los europeos se trata de fenómenos claramente separados y totalmente opuestos, pero para los rusos, que los ven desde fuera, son todos manifestaciones de una cultura europea singular y ajena, que detestan profundamente.

Los rusos no desprecian la «decadencia» occidental por empatía hacia Occidente; desprecian estos fenómenos precisamente porque son europeos. Si Europa fuera tradicionalista, detestarían y criticarían las tradiciones y costumbres europeas igual que hicieron durante la época soviética. Entonces, el principal grito de guerra contra el odiado mundo fáustico no era su decadencia, ya que Occidente aún no había manifestado los fenómenos que manifiesta hoy, sino el «capitalismo». En la retórica soviética, «Capitalistas» era sinónimo de «Occidentales». Hoy etiquetan a los occidentales como «homosexuales», por ejemplo, pero la esencia permanece inalterada.

Por lo tanto, la época de Putin debe verse como la continuación de la «Cruzada» o «Yihad» de Rusia contra Occidente, marcada por un odio apocalíptico contra la civilización fáustica, a medida que se libera de los últimos restos de la pseudomorfosis europea. La invasión de Ucrania debe entenderse desde esta perspectiva, como parte de un proceso histórico más amplio. La enemistad de los rusos hacia los ucranianos es semejante al odio de los herejes que han abandonado el «Mundo Ruso», que, en el fondo, para los rusos es un eufemismo de una Cultura Ruso-Muscovita distinta que se contrapone a la Cultura Faustiana y está implicada en una lucha mortal con ella. Varios comentaristas políticos rusos, clérigos rusos y toda la Iglesia Ortodoxa Rusa, de hecho, enmarcan explícitamente esta guerra como una «Guerra Santa» y una confrontación con Occidente. El propio Putin ha calificado la guerra contra Ucrania, y por extensión contra la coalición occidental que la apoya, como una lucha de civilizaciones contra Occidente.

La sociedad rusa actual presenta muchas características que recuerdan al espíritu cruzado que dominó la Europa medieval temprana. En aquellos tiempos, los cruzados gozaban de privilegios extraordinarios: sus tierras estaban protegidas en su ausencia y recibían la absolución por delitos y actos de violencia cometidos en el pasado, lo que hacía que unirse a las Cruzadas fuera una opción atractiva para muchos caballeros y príncipes. Del mismo modo, en la Rusia moderna, los exconvictos que se alistan en grupos mercenarios como Wagner, o en el propio ejército ruso, reciben un trato preferente. Al alistarse en la guerra contra Ucrania – entendida como una cruzada moderna – se les perdona sus crímenes y, a su regreso, se les prometen ventajas como prioridad en la admisión a la universidad o en la colocación laboral. Este trato preferente refleja los incentivos que en su día atrajeron a los cruzados europeos a la batalla, subrayando, una vez más, la presencia de la mentalidad militante y cruzada en la actual batalla de Rusia contra Occidente.

Esta mentalidad militante también está profundamente entrelazada con el papel de la religión en la sociedad rusa, en particular con la justificación del militarismo por parte de la Iglesia Ortodoxa. A muchos en Occidente, e incluso en Ucrania, les escandaliza que la Iglesia Ortodoxa rusa no sólo respalde la guerra, sino que llegue a bendecir soldados y consagrar armas nucleares. Un ejemplo sorprendente es la recientemente construida Catedral Principal de las Fuerzas Armadas Rusas, dedicada a los militares, un concepto totalmente ajeno y espantoso tanto para los cristianos occidentales como para los ortodoxos. Igualmente de desconcertante es la veneración de Stalin entre los devotos creyentes ortodoxos rusos. A pesar de la brutal persecución de la Iglesia por parte de Stalin durante su reinado, en la que se torturó y asesinó a sacerdotes, ahora se le rinde homenaje, y algunos incluso crean iconos de él, quien una vez fue uno de los mayores perseguidores de la religión, y del cristianismo ortodoxo en particular.

Sin embargo, cuando nos alejamos de una visión lineal de la historia y adoptamos una perspectiva cíclica y modular, estas aparentes contradicciones empiezan a cobrar sentido. En esta fase de su ciclo vital cultural, la visión de Rusia respecto a la religión refleja algo similar a lo que otras culturas nacientes durante etapas similares de su desarrollo experimentaron. Del mismo modo que la Iglesia católica incitó en su día a los creyentes a unirse a las Cruzadas y el Islam llamó a sus seguidores a la Yihad, la Iglesia ortodoxa rusa desempeña ahora un papel similar a la hora de recabar apoyos para la «guerra santa» de Rusia. La veneración de Stalin, también, se alinea con este patrón y en lugar de ser contradictoria, de hecho, tiene mucho sentido. No se le ve simplemente como un líder político, sino más bien como una figura simbólica, una personificación del alma rusa que, con sus brutales medidas, arrancó los vestigios de la pseudomorfosis europea. Desde este punto de vista, la veneración de Stalin por parte de la Iglesia ortodoxa se hace eco de la veneración y canonización de Widukind en la Alemania post-Carolingia/Otónida, un líder que en vida se había resistido ferozmente a los esfuerzos de cristianización de Carlomagno. En el fondo, para los rusos, Stalin representa una fuerza fundamental en su historia cultural, una figura que encarna su desafío contra la odiada civilización fáustica y, lo que es más importante, que hizo realidad su deseo más profundo, es decir, la venganza contra Occidente alimentada por un odio apocalíptico contra él.

Todo esto sugiere que la siguiente etapa, y posiblemente la etapa consumada, en la que Rusia se despojará de su pseudomorfosis será la aparición de una forma de cristianismo exclusivamente rusa, una especie de «cristianismo gótico» ruso, que se adapte orgánicamente al alma rusa. Aunque es difícil predecir los contornos exactos que adoptará esta nueva expresión religiosa, un estudio detenido de los «Viejos Creyentes» podría proporcionar algunas pistas. Sus prácticas y creencias, arraigadas en una Rusia prepetrina y preoccidentalizada, pueden ofrecer un atisbo de lo que podría ser un cristianismo ruso verdaderamente autóctono.

Esta evolución del cristianismo ruso acabará desencadenando un cisma dentro del cristianismo ortodoxo oriental, sólo comparable en su importancia e intensidad históricas al Gran Cisma de 1054. Y el catalizador para ello será probablemente la concesión de la autocefalia a la Iglesia Ortodoxa de Ucrania (IOU) en 2019 por parte del Patriarca Ecuménico de Constantinopla. La negativa de la Iglesia Ortodoxa Rusa a reconocer esta autocefalia ya ha provocado tensiones con el Patriarcado Ecuménico y otras Iglesias ortodoxas de Europa. Aunque Rusia acuse a Ucrania de cisma, en realidad es Rusia la que acabará separándose del cristianismo ortodoxo oriental. A medida que Ucrania se acerca a Europa, reafirmando su conexión con la tradición ortodoxa griega, Rusia puede estar en el camino de desarrollar una forma distinta de cristianismo, una que sea únicamente rusa y que resuene más profundamente con su esencia cultural.

Conclusión

Rusia ha sido durante mucho tiempo una fuente de perplejidad para los observadores occidentales, su comportamiento a menudo confunde a aquellos que la ven a través de una narrativa histórica lineal y el concepto de una humanidad unificada. Gran parte de esta confusión se debe a nuestra adhesión a esta perspectiva errónea. Por el contrario, la visión cíclica y modular de la historia de Oswald Spengler, que postula que las civilizaciones son entidades autónomas con su propio funcionamiento interno y fases de desarrollo equivalentes que están separadas temporal y localmente, pero que son morfológicamente equivalentes (es decir, nacimiento, florecimiento, madurez, estancamiento y muerte) – como los organismos autónomos – ofrece un marco más esclarecedor para entender Rusia, su mentalidad social, su trayectoria histórica y su tensa relación con Occidente.

La percepción occidental de Rusia se ha formado en gran medida por la versión artificialmente «europeizada» del reino que surgió en los siglos XVIII y XIX. Sin embargo, este barniz europeo fue una imposición superficial a una población cuyas raíces culturales eran fundamentalmente diferentes. La historia ha demostrado que tales identidades impuestas son insostenibles y era sólo cuestión de tiempo que Rusia empezara a despojarse de esta fachada y volviera a su ser natural anterior a los Romanov.

Este proceso se ha ido desarrollando a lo largo del último siglo. La Revolución Bolchevique marcó el comienzo de la liberación gradual de Rusia de la pseudomorfosis europea, un proceso que continúa hoy bajo Vladimir Putin. En un contexto histórico más amplio, la Rusia de Putin no hecho sino avanzar por la senda iniciada por los bolcheviques en 1917, a medida que ese ámbito cultural da la espalda a Occidente y reclama su identidad civilizatoria única. Este camino ruso, distinto y decidido, está inevitablemente marcado por una feroz confrontación civilizacional con Occidente, impulsada por una intensidad emocional comparable a la Yihad o las Cruzadas. Es una realidad que las naciones occidentales deben asumir en sus interacciones con Rusia.

Las ideas de Oswald Spengler y su visión cíclica de la historia son cruciales para que comprendamos los anhelos y motivos profundos de un adversario que lleva mucho tiempo librando una «guerra santa» contra Occidente, manifestada de diversas formas a lo largo del siglo pasado. Adoptando esta perspectiva, podremos comprender mejor la naturaleza del desafío al que nos enfrentamos y, en última instancia, concebir una respuesta más eficaz para prevalecer en la mortal confrontación que nos aguarda.

Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera