José Martí y la defensa del indígena

20.07.2023

«¡Estos nacidos en América, que se avergüenzan, porque llevan delantal indio, de la madre que los crió ... ¡Estos hijos de nuestra América, que ha de salvarse con sus indios, y va de menos a más; estos desertores que piden fusil en los ejércitos de la América del Norte, que ahoga en sangre a sus indios, y va de más a menos!

(José Martí, Nuestra América, enero de 1891)

José Martí ha pasado a la Historia como una de las personalidades más sugestivas del XIX latinoamericano. Impulsor de la independencia cubana, en sus textos combinó una firme defensa de los viejos principios revolucionarios con un arraigado humanismo y una visión cosmopolita que lo convertiría en uno de los más destacados observadores de la realidad de su tiempo. Tan es así que su obra intelectual y política puede considerarse una reivindicación permanente en favor de la libertad y el progreso de América Latina, a la par que un compendio de agudas reflexiones sobre los grave  problemas y peligros que afrontaba el continente en el último cuarto de siglo.

De entre las amenazas observadas por Martí una despuntaría por su cercanía: la progresiva influencia de los Estados Unidos en la región como parte de una estrategia en pro de imponer su hegemonía al sur de Río Bravo. Lo cierto es que a lo largo del XIX el gobierno de Washington fue asumiendo la Doctrina Monroe y su «América para los americanos»1 como principio fundamental de su política exterior, si bien transformando lo que había sido un instrumento para impedir las injerencias europeas en el continente en otro con que justificar sus propias intervenciones.

El temor al vecino del norte no vendría justificado únicamente por su manifiesta superioridad económica y material, sino también por otro lastre común a la mayoría de estados latinoamericanos: la ausencia de un sentir nacional que aglutinase la voluntad de sus habitantes. En realidad, si el sueño de los próceres independentistas había sido la gestación de repúblicas que aunasen al conjunto social en su plenitud, el fracaso no podía ser más rotundo, sobre todo en aquellos países donde la heterogeneidad étnica era un hecho palpable. Las disputas entre aquellos que defendieron la inclusión de todos los grupos en el cuerpo ciudadano y quienes sostuvieron la exclusión del mismo de los llamados elementos inconscientes –o sea, los de fenotipo distinto al «blanco»– fueron frecuentes a lo largo de la centuria, siendo en las últimas décadas cuando el debate cobró mayor intensidad extendiéndose hasta bien entrado el siglo XX. Intelectuales de la talla de Domingo Faustino Sarmiento se convirtieron en los adalides de las teorías segregacionistas con textos como Facundo o, sobre todo, Conflicto y armonías de las razas en América, obra esta última en la que quedaría reflejado un pensamiento intransigente en cuanto a la superioridad de la raza blanca, al extremo de que incluso el mestizaje con indios y negros sería presentado como un factor de degradación y una de las causas históricas del retraso latinoamericano frente al progreso estadounidense:

... de la fusión de estas tres familias ha resultado un todo homogéneo, que se distingue por su amor a la ociosidad e incapacidad industrial, cuando la educación y las exigencias de una posición social no vienen a ponerle espuela y sacarle de su paso habitual. Mucho debe haber contribuido a producir este resultado desgraciado la incorporación de indígenas que hizo la colonización. Las razas americanas viven en la ociosidad y se muestran incapaces, aun por medio de la compulsión, para dedicarse a un trabajo duro y seguido. Esto sugirió la idea de introducir negros en América, que tan fatales resultados ha producido.

[...]

Si alguno duda del mal de esta mezcla de razas, que venga al Brasil, donde el deterioro consecuente a la amalgamación, más esparcida aquí que en ninguna otra parte del mundo, va borrando las mejores cualidades del hombre blanco, dejando un tipo bastardo sin fisonomía, deficiente de energía física y elemental.

[...]

El híbrido entre blanco e indio, continúa Agassiz, llamado mameluco en el Brasil, es pálido, afeminado, débil, perezoso y terco, pareciendo como si la influencia india se hubiera desenvuelto hasta borrar los más prominentes rasgos caracterizados del blanco, sin comunicarles su energía a su progenie.

[...]

Sin ir más lejos, ¿en qué se distingue la colonización del Norte de América? En que los anglo-sajones no admitieron a las razas indígenas, ni como socios, ni como siervos en su constitución social.

¿En qué se distingue la colonización española? En que la hizo un monopolio de su propia raza, que no salía de la edad media al trasladarse a América y que absorbió en su sangre una raza prehistórica servil.2

El arraigo de tales tesis varía según el país y los grupos de poder a que nos refiramos, mas no es desdeñable el compromiso existente en parte de la intelectualidad latinoamericana por salvar los recelos existentes hacia la heterogeneidad racial en pro de una identidad común. Manifestaciones al respecto fueron comunes a lo largo y ancho del continente, desde México...

Un pueblo, una sociedad, o un Estado no llegarán a ser en conjunto una patria, sino hasta que entre todos los grupos y unidades componentes exista la unidad de ideal.3

... hasta Argentina4 pasando por el Perú, con un Felipe Barreda muy explícito en cuanto a la importancia de encontrar una conciencia nacional para su país: encontrar nuestro yo, constituir la personalidad y afirmarla, es hoy necesidad nacional que prima sobre todas.5 Dichos eruditos coincidieron en la urgencia de la labor y, sobre todo, en la necesidad de que la nacionalidad ejerciese como conciencia unitaria de todos los colectivos humanos presentes en el Estado visto que, en palabras de Víctor Andrés Belaunde, la nación con más perspectivas de progreso no sería la más rica, sino la que tiene un ideal colectivo más intenso.6 Sin embargo la integración nacional era una empresa mucho más fácil de plantear que de hacer, sobre todo en aquellos países con sociedades pluriétnicas en las que las diferencias no sólo se medían por la lengua o los hábitos sino también por la raza y las adscripciones sociales ligadas a la misma. Basta ver los casos de México y el Perú, donde los llamados elementos inconscientes pertenecían a la etnia mayoritaria, la indígena, para comprender la complejidad del objetivo.

Tanto en México como en Perú el período intersecular del XIX al XX estuvo plagado de polémicas respecto a la condición del indio, saliendo a relucir desde los antiguos prejuicios coloniales hasta las disputas sobre la supuesta inferioridad científica del aborigen pasando por la denuncia de los atropellos a que éste era sometido y su carencia de derechos y libertades.7 Sin embargo las diferencias entre ambos países en cuanto al devenir del debate fueron sustanciales al igual que los puntos de partida. En México se había producido, prácticamente desde la Colonia, una apropiación de los símbolos de elaboración indígena por parte de los sectores criollos; indios y blancos compartían el culto supremo a la Guadalupana; Benito Juárez, un indio zapoteca, ocupaba un sitio preferencial en ambos imaginarios... a lo que habría que añadirle la circunscripción a lo largo del XIX de un concepto como la guerra de razas a la región periférica del Yucatán y a las revueltas de las tribus bárbaras del norte.8 Fue por ello que algunas de las más privilegiadas cabezas del positivismo mexicano rechazaron las clasificaciones raciales que subordinaban al indio a perpetuidad, al igual que también fue por ello que, con el estallido de la Revolución Mexicana, las huestes de Zapata fuesen asumidas como campesinos y no como la vanguardia de una guerra de castas dispuesta a exterminar al blanco.9 En el Perú, por el contrario, el siglo XIX fue el de la expansión –dentro del imaginario criollo– de la sinonimia indio-salvaje, una sinonimia que perduraría a comienzos del XX y a partir de la cual se interpretó todo movimiento campesino como el germen de una guerra racial. No es extraño, por tanto, que mientras en México el mestizaje fue vinculado a la mexicanidad –un concepto que igual podía englobar lo fenotípico como lo cultural– en el Perú ocurrió todo lo contrario, siendo muchos los que desconsideraron el hibridismo como factor de equilibrio en la esbozada peruanidad. No es que el mestizaje estuviese ausente en el debate sino que, parafraseando a François Bourricaud, el elogio del mestizaje fue asociado a la depreciación del mestizo,10 una paradoja presente en conservadores como Riva Agüero y, curiosamente, en la de indigenistas destacados como Luis Enrique Valcárcel.

No fue Martí ajeno a esta polémica. Lo cierto es que, si bien en Cuba conoció prematuramente la figura del negro y su esclavitud, su acercamiento al orbe indígena fue más tardío, siendo sobre todo durante su exilio mexicano y su posterior estancia en Guatemala que trabó contacto con éste. En esa etapa, que se alargaría entre los eneros de 1875 y 1877, Martí se relacionó con lo más granado de un ambiente cultural y literario de clara raigambre indigenista. Entre sus amistades mexicanas cabría subrayar a Ignacio Manuel Altamirano, Ignacio Ramírez y Justo Sierra, autor capital este último, con su Evolución política del pueblo mexicano, en la conformación del ideario indigenista martiano.11 Tales relaciones, junto al descubrimiento de las culturas precolombinas y del indio coetáneo, cambiarían su concepción del mundo, acentuando un americanismo que ya no dejaría de reflejarse en sus futuros escritos.

Diversas son las perspectivas sobre las que podríamos ejemplificar la defensa martiana del indio. Por un lado, podría destacarse su preocupación por reivindicar la grandeza de las antiguas civilizaciones autóctonas. Fueron varios los artículos en que el escritor desveló su fascinación por las culturas precolombinas, mostrándose a lo largo de su vida si no como un especialista sí como un gran aficionado a la arqueología y sus descubrimientos.12 Sin embargo, lo realmente revelador es la inclusión de tal temática en un libro dirigido a los niños como La Edad de Oro. Martí estaba convencido de la necesidad de dotar a las nuevas generaciones de una educación que, a la par que sirviese de palanca de progreso al continente, diera a sus miembros una conciencia orgullosa de su pasado y consecuente ante su presente. Así se explica que una obra como la citada contuviese textos tan significativos como Las ruinas indias, en los que el autor subrayaría a sus jóvenes lectores la variedad y desarrollo de los antiguos pueblos indígenas con párrafos como el que sigue:

Unos vivían aislados y sencillos, sin vestidos y sin necesidades, como pueblos acabados de nacer [...] Otros eran pueblos de más edad, y vivían en tribus, en aldeas de cañas o de adobes, comiendo lo que cazaban y pescaban, y peleando con sus vecinos. Otros eran ya pueblos hechos, con ciudades de ciento cuarenta mil casas, y palacios adornados de pintura de oro, y gran comercio en las calles y en las plazas, y templos de mármol con estatuas gigantescas de sus diosas. Sus obras no se parecen a las de los demás pueblos, sino como se parece un hombre a otro. Ellos fueron inocentes, supersticiosos y terribles. Ellos imaginaron su gobierno, su religión, su arte, su guerra, su arquitectura, su industria, su poesía. Todo lo suyo es interesante, atrevido, nuevo. Fue una raza artística, inteligente y limpia. Se leen como una novela las historias de los nahuatles y mayas de México, de los chibchas de Colombia, de los cumanagotos de Venezuela, de los quechuas del Perú, de los aimaraes de Bolivia, de los charrúas del Uruguay, de los araucanos de Chile.13

Tal exaltación implicaría con el tiempo duras censuras contra la Conquista  sus abusos, así como una reivindicación del estudio de sus raíces –o, lo que es lo mismo, de su historia autóctona– en pro de gestar un nuevo imaginario americano:

¿Ni en qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas dolorosas de América, levantadas entre las masas mudas de indios, al ruido de pelea del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos de un centenar de apóstoles?

[...]

La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. No es más necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas.14

Bien pueden contrastarse sus palabras con las hipótesis sustentadas desde el darwinismo social respecto a la inferioridad natural del indio y el desprecio hacia su cultura.15 Lo cierto es que Martí combatió tales teorías a lo largo de su vida por considerarlas artificiales y sin sentido, manteniendo e incluso radicalizando su postura tras trasladar su residencia a los Estados Unidos.

No debe sorprendernos que algunos de los textos más interesantes sobre el indigenismo martiano los encontremos en su periplo norteamericano. Martí jamás limitó su brega contra el racismo a la causa latinoamericana, al punto que entre las múltiples colaboraciones periodísticas que llevaría a cabo durante esos catorce años pueden encontrarse magníficos artículos sobre la situación del indio estadounidense y el maltrato frecuente que le dispensaban los representantes institucionales en las reservas:

... Ahora se ha descubierto que los agentes habían forzado a los indios a alquilar, por precios nominales, sus mejores tierras de pasto a ganaderos del Oeste; habían respondido a sus quejas con privaciones del dinero y alimento que sus tratados con el gobierno les aseguraron; habían mermado sin vergüenza la ración de comida y vestido de los indios; habían cobrado al gobierno por años enteros, donde no había más que 2,000 cheyenes, raciones para 4,000 y todo como a ellos. Allí donde el agente es bueno, el indio es manso. El soldado, que pelea con ellos pony contra pony, y los respeta como a enemigo, los trata cual siempre trata un combatiente a otro, aunque de bando opuesto. La muerte y el valor los fraternizan. El soldado trata al indio con cariño (...) Los civiles no: los civiles lo odian. Aceptan un puesto en la agencia, porque es pingüe, ya se ve como un agente se come las raciones de dos mil indios: pero los odia, por esa conciencia brutal de la espalda ancha, que mira con desdén la espalda estrecha; por esa insolente primacía de los rostros rosados, que se ofende de la vivacidad de la gente olivácea, y de su esbeltez y ligereza; y por la obligación de vivir entre los indios, los odian.16

Sin embargo, también en sus artículos dejó constancia de aquellos movimientos estadounidenses que instaban a redimir al indio y a finiquitar un sistema que, en vez de favorecerle, fomentaba su degradación. Su convencimiento a este respecto se haría pleno tras asistir a la Convención de Amigos de los Indios celebrada en Lake Mohawk, donde se denunciaría la tradicional política gubernamental respecto a la cuestión indígena responsabilizándola del envilecimiento de la población aborigen:

... Que los indios de las reducciones son perezosos y amigos de jugar y de beber lo sabía toda la convención; y que habilitados ya por un sistema malo de gobierno a un descanso vil, no gustan del trabajo; y que hechos a recibir del gobierno paga anual, y comida y vestidos, resistirán toda reforma que tienda a elevarles el carácter compeliéndoles a ganar su sustento con la labor propia; y que, privados de los goces civiles y aspiraciones sociales de la gente blanca, verán sin interés el sistema de escuelas públicas que tiende a ellos, y no se desprende de la existencia salvaje de las tribus ni les parece necesaria en ellas. Todo eso lo sabía la convención; pero sabía también que el indio no es así de su natural, sino que así lo ha traído a ser el sistema de holganza y envilecimiento en que se le tiene desde hace cien años».17

Dicha posición fue sostenida en la convención por personajes ilustres de la vida pública norteamericana como Erastus Brooks18 e incluso el presidente Cleveland afirmaría sin ningún tipo de ambages lo siguiente:

Ebrios y ladrones son porque así los hicimos; pues tenemos que pedirles perdón por haberlos hecho ebrios y ladrones, y en vez de explotarlos y de renegarlos, démosles trabajo en sus tierras y estímulos que les muevan a vivir, que ellos son buenos, aún cuando les hemos dado derecho a no serlo.19

Percatémonos de la trascendencia que planteamientos como los esgrimidos por Brooks o Cleveland supusieron en el plano intelectual. Frente a autores como Sarmiento, para quienes las taras del indígena no eran sino una manifestación de su propia naturaleza degradada, esta otra corriente culparía de la situación del indio precisamente a aquellos que siempre se asumieron como responsables de su progreso: el hombre blanco y su civilización. Una diferencia sustancial que marcaría el universo martiano convirtiéndolo en uno de sus principales impulsores en América latina. No obstante, Martí haría algo más al responsabilizar del desastre que era el presente aborigen no sólo a la Colonia –recurso frecuente en otros intelectuales– sino también al criollo que, una vez lograda la independencia, había utilizado al indio en su propio beneficio sin dejarle compartir las mieles de lo conseguido. Sobre las tropelías cometidas por los criollos para con el indígena, el autor cubano escribió textos sublimes en los que, junto a la denuncia,20 esbozaría las líneas que, en su opinión, debían seguirse para redimir a la raza explotada: la educación y la justicia laboral.

¿Qué ha de redimir a estos hombres? La enseñanza obligatoria. ¿Solamente la enseñanza obligatoria, cuyos beneficios no entienden y cuya obra es lenta? No la enseñanza solamente: la misión, el cuidado, el trabajo bien retribuido. En la constitución humana es verdad que la redención empieza por la satisfacción del propio interés. Dense necesidades a estos seres; de la necesidad viene la aspiración animadora de la vida.21 

La reclamación de un trabajo justo y bien retribuido para el indígena ya estaba perfilada en las proclamas anteriores, mas plantear la redención económica aborigen como un paso previo a su educación puso frente al espejo una realidad irrebatible: si las necesidades primarias del indio no eran cubiertas, poco interés podía manifestar éste por instruirse. Con ello, Martí sumó un nuevo elemento a la clásica guía de regeneración indígena en la que instrucción y evangelización aparecían como las pautas capitales a aplicar, subrayando el trasfondo socioeconómico inherente a la cuestión y apuntando, indirectamente, una certeza solapada por los teóricos de la jerarquía racial: los múltiples intereses implicados en mantener supeditado al indio para perpetuar su explotación.

El influjo de tales ideas no tardaría en hacerse ver. Basta leer uno de los más famosos ensayos del ilustre Manuel González Prada –concretamente Nuestros Indios, fechado en 1904– para constatarlo:

La cuestión del indio, más que pedagógica, es económica, es social (...) Al que diga: la «escuela» respondásele la escuela y el pan.

[...]

Si por un fenómeno sobrehumano, los analfabetos nacionales amanecieran mañana, no sólo sabiendo leer y escribir, sino con diplomas universitarios, el problema del indio no habría quedado resuelto: al proletariado de los ignorantes, sucedería el de los bachilleres y doctores. Médicos sin enfermos, abogado sin clientela, ingenieros sin obras, escritores sin público, artistas sin parroquianos, profesores sin discípulos, abundan en las naciones más civilizadas formando el innumerable ejército de cerebros con luz y estómagos sin pan.

[...]

Si la educación suele convertir al bruto impulsivo en un ser razonable y magnánimo, la instrucción le enseña y le ilumina el sendero que debe seguir para no extraviarse en las encrucijadas de la vida. Mas divisar una senda no equivale a seguirla hasta el fin, se necesita firmeza en la voluntad y vigor en los pies [...] La instrucción puede mantener al hombre en la bajeza y la servidumbre: instruidos fueron los eunucos y gramáticos de Bizancio. Ocupar en la Tierra el puesto que le corresponde en vez de aceptar el que le designan: pedir y tomar su bocado; reclamar su techo y su pedazo de terruño, es el derecho de todo ser racional.22

Un motivo significativo para comprender a quienes negaban tal racionalidad al indio y los debates que tal perspectiva generó en la intelectualidad futura. Si Martí entreabrió la puerta, las respuestas quedarían pendientes para la siguiente centuria.

 

Notas:

1. Dicha doctrina fue llamada así en honor de su inspirador, el quinto presidente estadounidense James Monroe, quien la enunciaría en 1823 –para alborozo de las nacientes repúblicas americanas– a fin de frenar las anunciadas intenciones europeas de extender la acción de la Santa Alianza a las antiguas colonias españolas.

2. El primer párrafo pertenece a Domingo Faustino Sarmiento, Facundo, Buenos Aires: La Cultura Argentina, 1915, pp. 51-52. Los siguientes corresponden a Domingo Faustino Sarmiento, Conflicto y armonía de las razas en América, Buenos Aires: La Cultura Argentina, 1915, pp. 116-117 y 449.

3. En Andrés Molina Enríquez, Los grandes problemas nacionales, México, 1975, p. 375. Su primera edición se publicó en 1909.

4. Como bien demuestra el texto de Ricardo Olivera datado en 1903 en el preliminar del primer número de la revista Ideas:

«... reunir el esfuerzo de la juventud al de las generaciones anteriores y polarizar todas las energías hacia la gestación de un ideal para el pueblo argentino, es necesidad nacional que grita su urgencia».

En Héctor René Lafeur, Sergio D. Provenzano, Las revistas literarias argentinas, 1893-1967, Buenos Aires, 1962, pp. 40-41.

5. En Felipe Barreda, Vida intelectual de la Colonia (educación, filosofía y ciencias). Ensayo histórico, Lima: Imprenta La Industria, 1909, p. 5.

6. En Víctor Andrés Belaúnde, «Los factores psíquicos de la desviación de la conciencia nacional», en Víctor Andrés Belaúnde, Meditaciones peruanas, Lima, 1987 (Obras Completas, II), p. 139.

7. Merece la pena el seguimiento de la problemática en México, Perú y Argentina a este respecto en Mónica Quijada, «La Nación reformulada: México, Perú, Argentina (1900-1930)»; en Antonio Annino, Luis Castro Leiva, François-Xavier Guerra, De los Imperios a las Naciones: Iberoamérica, Zaragoza, 1994.

8. Ibidem, p. 575.

9. Es muy aconsejable en lo tocante al tema la lectura de Moreno, Roberto, La polémica del darwinismo en México. Siglo XIX, México, 1984.

10. En François Bourricaud, Poder y sociedad en el Perú, Lima, 1989, p. 215. Bourricaud sostiene cómo el mestizaje no se hará común dentro de la ensayística peruana hasta la década de los cuarenta.

11.  Sierra abordaría en su obra un asunto tan conflictivo como el origen de los males sociales mexicanos, desechando que tuvieran que ver con la presencia del indígena y no con la inexistencia de un sistema educativo adecuado. Más información en Antonio Sacoto, El indio en el ensayo de la América Española, 4ª ed., Quito, 1994.

12 Ya en 1878 un ensayo como su Guatemala revelaba el interés de Martí por las culturas arcanas,

detalle que quedaría constatado en el futuro con artículos como «El hombre antiguo de América y su cultura primitiva», publicado en La América de Nueva York en abril de 1884; «Antigüedades americanas. Los esposos Le Plongeon. La Isla de las Mujeres», publicado en El Triunfo de La Habana el 6 de septiembre de 1884 y otros del mismo estilo. Los textos pueden encontrarse en el tomo 1 de José Martí, José Martí. Obras escogidas, 3 tomos, La Habana, 1992 (Colección de Textos Martianos).

13. En José Martí, La Edad de Oro. Si bien comenzó siendo una revista de breve existencia, sus diversos números han sido publicados como libro por diversas editoriales. En nuestro caso utilizamos la edición CD de las Obras Completas del autor, pudiendo encontrar el texto en la página 380 del tomo XVII

14. En José Martí, «Nuestra América». El artículo fue publicado en La Revista Ilustrada de Nueva York el 1 de enero de 1891. Estos párrafos podrían complementarse con el siguiente:

«La inteligencia americana es un penacho indígena. ¿No se ve cómo del mismo golpe que paralizó al indio se paralizó a América? Y hasta que no se haga andar al indio, no comenzará a andar bien la América».

Los textos pueden encontrarse en la edición CD de las Obras Completas de José Martí,. Los dos primeros en el tomo VI, pp. 15-23; el último, correspondiente a Autores americanos aborígenes, en el tomo VIII, pp. 336-337.

15. Lógicamente, la inferioridad se extendería a todas las razas en comparación a la «blanca». La radicalidad de tales teorías llevaría a condenar el mestizaje como factor de degradación.

16. La Nación, 3 de octubre de 1885. La carta estaba fechada en el mes de agosto de 1885, incluyendo en las mismas –como sería norma en esta correspondencia– diversos temas de la actualidad estadounidense. El texto puede encontrarse en la edición CD de las Obras Completas de José Martí, tomo X, pp. 287-294.

17. La Nación, 4 de diciembre de 1885. La carta estaba fechada el 25 de octubre de 1885. El texto puede encontrarse en la edición CD de las Obras Completas de José Martí, tomo X, pp. 321-330.

18. La posición de Brooks sería contundente a este respecto, tal y como manifestaría Martí en el artículo anterior, poniendo en boca del estadounidense las siguientes palabras:

«... Él es gentil y bravo (...) he aquí a decenas, a centenas, los ejemplos de la historia americana, que demuestran que el indio, en condiciones iguales, es capaz mental, moral y físicamente de todo aquello que es capaz el hombre blanco

[...]

¡No hay vicio suyo de que no seamos responsables! ¡No hay bestialidad del indio que no sea culpa nuestra! Mienten al indio los agentes interesados en mantenerlos embrutecidos bajo su dominio.»

Ibidem.

19. Ibidem.

20. El propio artículo en que aparecían las opiniones de Brooks y Cleveland podría servirnos para hacer un paralelismo cercano entre los indígenas de ese Norte desarrollado y ese Sur criollo que, aunque por otros medios había logrado el mismo resultado de miseria y degradación:

«... Pero, hemos hecho de él un vagabundo, un poste de taberna, un pedidor de oficio. No le damos trabajo para sí, que alegre y eleva; sino que a lo sumo, y esto violando tratados, le forzamos a ganar, en un trabajo de que no aprovecha directamente, el valor de las raciones y medicinas que le prometimos a cambio de su tierra; le acostumbra os a no depender de sí, le habituamos a una vida de pereza sin más necesidades y goces que los del hombre desnudo primitivo; le privamos de los medios de procurar por sí lo que necesita, y sombrero en mano y cabeza baja le obligamos a demandarlo todo: el pan, la quinina, la ropa de su mujer y de su hijo al agente del gobierno; el hombre blanco que conoce es el tabernero que lo corrompe, es el buhonero que lo engaña, el racionero que halla modo de mermarle la ración, es el maestro improvisado que le repite en una lengua que él habla apenas palabras sin gusto ni sentido, es el agente que lo despide a risas o a gritos cuando va a él a demandar justicia.»

Ibidem.

21. En Antonio Sacoto, op cit., p. 67. Incluso el tipo de instrucción a dar al indígena debía, en opinión de Martí, ajustarse a lo que eran su realidad y sus necesidades, su futuro y sus derechos:

«... –‘espárzase la escuela’, decía al fin el subinspector de escuelas de indios, la escuela útil, la escuela viva: - que todo esfuerzo por difundir la instrucción es vano, cuando no se acomoda la enseñanza, las necesidades, naturaleza y porvenir del que la recibe. No maestros de ocasión, –que nada saben de lo que enseñan y son nombrados para aumentar la pitanza de familia de algún empleado, o para complacer a capataces políticos [...] No la educación por textos– que es un almacenamiento de palabras que pesa luego en la cabeza para guiar bien las manos. Lo que es el campo que ha de cultivar, y lo que es él y el pueblo en que vive ha de enseñarse al indio. Que se entienda y admire: que sepa de política práctica, para que alcance lo conveniente del respeto mutuo; que conozca cómo está dispuesto el país, y cuales son sus derechos de hombres a poseer y pensar en él, y el modo de ejercitarlos: que la escuela le enseñe a bastar a su vida: - escuela campesina para la gente del campo.

Ni partículas ni verbajes: sino el modo de criar animales y sembrar la tierra, así como todos aquellos oficios que lo hagan miembro útil y dueño de sí en una comunidad de trabajadores. No se envíen sólo entre los indios, ni entre la gente de campo, maestros de letras. El maestro es la letra viva. Envíense maestros agricultores y artesanos.»

En La Nación, 4 de diciembre de 1885. La carta estaba fechada el 25 de octubre de 1885. El texto puede encontrarse en la edición CD de las Obras Completas de José Martí, tomo 10, pp. 321-330.

22. El párarrafo pertenece al ensayo Nuestros Indios, dentro de sus Horas de Lucha. En la web La página de Manuel González Prada:

http://www.evergreen.loyola.edu/~tward/gp/libros/horas/horas19.html

 

BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES

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BOURRICAUD, François, Poder y sociedad en el Perú, Lima: Instituto de Estudios Peruanos, Instituto Francés de Estudios Andinos, 1989.

GONZÁLEZ PRADA, Manuel, Horas de Lucha. En la web Manuel González Prada (Lima: 1844 – 1918):

http://www.evergreen.loyola.edu/~tward/gp/libros/horas/index.html — «Nuestros Indios», http://www.evergreen.loyola.edu/~tward/GP/ libros/horas/horas 19.html

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— «Guatemala», tomo 1.
— «El hombre antiguo y su cultura primitiva», tomo 1.
— «Antigüedades americanas. Los Esposos Le Plongeon. La Isla de las Mujeres», tomo 1.
— Obras Completas, Edición CD, La Habana: Centro de Estudios Martianos, 2002.
— «Nuestra América», tomo VI.
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— Conflictos y armonías de las razas en América, Buenos Aires: La Cultura Argentina, 1915.