El Espejo ruso: Europa y el Alma del Oriente

20.05.2019

Estudio preliminar de la edición española del libro de W. Schubart: Europa y el Alma del Oriente. Ediciones Fides, 2018.

Por fin contamos de nuevo, en nuestra lengua española, con la obra de Walter Schubart (1897-1942), Europa y el Alma del Oriente.

Este pensador, filósofo, eslavista, teólogo, es muy poco conocido en nuestro país. Era un alemán del Báltico, un "occidental en oriente" y esto ya de por sí es un dato: ha de tenerse en cuenta que los teutones se han expandido hacia el Oriente, en dirección hacia lo que hoy es Rusia y los países bálticos, desde tiempos medievales, contribuyendo grandemente a la cultura de esas naciones y dejando bolsas de población germana, bolsas que las tragedias bélicas y los inevitables reajustes de fronteras en Europa han modificado notablemente. Schubart, de origen teutón, sin embargo se encontraba muy cerca, en lo geográfico y en lo anímico, de la gran Rusia.

Schubart es un filósofo, por lo que parece, destinado a ser un puente. El puente entre un occidente, al que ve inmerso en la ruina y en la decadencia, y un oriente al que ve como promesa y salvación del europeo. El occidente, y su patria étnica, Alemania, están condenados. No sólo el hitlerismo, sino también las fuerzas liberales y "democráticas" que van a combatirlo en la II Guerra Mundial son síntomas de una pérdida del alma.

El europeo medieval era "el hombre gótico". En su versión degenerada, el hombre gótico deviene en torno al siglo XVI en "hombre prometeico". Hombre prometeico que desafía a los dioses, queriéndoles robar su fuego, que es tanto como pecar de hybris, de insolencia, por decirlo al modo griego. La mirada esperanzada de Schubart, eslavista por formación, filósofo de las culturas y de las religiones, se pone en Rusia, en la gran madre de los pueblos eslavos que podrá ser algún día, una vez superado el  episodio del bolchevismo, la salvación de ese "hombre prometeico", que es un tipo de hombre degenerado y seducido por el dinero y la técnica. La madre Rusia rescatará al desbocado potrillo de la Europa occidental, a punto de despeñarse de pura locura. Pero el balto-alemán que huye de un nazismo que se expande al oriente, casado además con una mujer judía, se dará de bruces con el bolchevismo, cuyas garras le causarán la muerte. Un campo de prisioneros de Kazajistán será el lugar donde desaparecerán Walter y su esposa Vera.

Desde éstas líneas animamos a la lectura del libro que Ediciones Fides vuelve a presentar al público que lee en la lengua de Cervantes. Animamos también a que se emprendan investigaciones en español sobre un filósofo tan poco conocido, al menos en nuestra lengua.

Pioneros en la difusión del libro y de su autor en los recientes tiempos, justo es decirlo, fueron Manuel Fernández Espinosa, en la Revista del Movimiento Raigambre [http://movimientoraigambre.blogspot.com.es/2014/03/rusos-y-espanoles-el-... y Antonio Moreno Ruíz [http://poemariodeantoniomorenoruiz.blogspot.com.es/2014/02/mis-lecturas-.... En los blogs que apuntamos, así como en las re-publicaciones debidas al sitio de internet "Cultura Transversal" [https://culturatransversal.wordpress.com/2014/11/08/sobre-europa-y-el-al..., yo he podido tomar contacto con la figura y el libro de Schubart. Vaya mi agradecimiento dirigido a estas personas y sitios de la red. El lector podrá conocer ten ellos algo más sobre el filósofo Schubart y sobre el libro aquí re-editado.

De 1946 consta una traducción al español a cargo del canónigo don Antonio Sancho Nebot, en la editorial Studium. El libro no es nada fácil de conseguir, a pesar de su indudable interés. A tener una noticia de él llegué de una manera un tanto natural, pero incidental, a raíz de mis estudios sobre la filosofía de Oswald Spengler. Hay similitudes y paralelismos entre ambos autores y al principio creí ver en Schubart a un autor que tomaba senderos similares al del genial autor de La Decadencia de Occidente. A fin de cuentas, ambos filósofos eran alemanes, contemporáneos. A fin de cuentas hablaban de un tema similar: el tema de que "Occidente", como civilización, era algo periclitado. Ambos también pronosticaban: algo nuevo llegará, una era, una superación del actual estado de las cosas. Pensé que podría haber apenas unas diferencias terminológicas y de matiz, pero dos hombres que se dedicaron a ser "filósofos de la cultura", dos pensadores de idéntica nacionalidad étnica e idioma, germanos, habitantes de un mundo europeo precipitado hacia el abismo, conscientes de nuestra decadencia honda y grave como europeos, podrían ser complementarios, símiles, cercanos. Un error. La lectura de éste libro que Vd. tiene entre manos me llevó en seguida, desde el principio hacia una dirección marcadamente diferente. La dirección viene marcada por la cuestión religiosa.

En Schubart hay una visión cristiana y espiritual de la existencia que contrasta vívidamente con el ateísmo o la irreligiosidad de Spengler. Éste último viene a considerar que la religión es un elemento más dentro del alma de un pueblo, un accidente con respecto de la verdadera sustancia o unidad de la Historia, que es la Cultura, la cual, en su fase senil y terminal pasa a ser Civilización. Es por ello que, a propósito del Cristianismo, Oswald Spengler no se muestra conforme con su identificación completa con lo europeo. Hubo una Europa pagana –no cristiana- como habrá una Europa post-cristiana. La misma religión cristiana no aparece en Spengler como sustancia homogénea. Cuando utilizamos un mismo término - "cristianismo"- para referirse a la envejecida civilización grecorromana, en proceso de volverse "cueviforme" y "arábiga" (siglos III-VIII d.C.) o para referirse al esplendor de la civilización fáustica nórdico-europea (siglos X-XVI), situando allí el "renacimiento" de la misma propiamente en el XII (nacimiento de las universidades, del arte gótico, de la Gran Escolástica) ¿no estaremos jugando con las palabras, especialmente con la palabra "cristiandad"? ¿No estaremos cayendo en la misma clase de trampa sacerdotal que consiste en imponer una teología "emic" (en el sentido de Kenneth Pike, auto-representada como única y verdadera) al propio curso de la Historia?

Spengler deshace así la propia idea de "Religión Cristiana" pues para él va antes la unidad o ente llamada "Cultura". El cristianismo varias veces centenario de los negros etíopes no sería, según esto, el mismo cristianismo que el de los caballeros teutones o francos de la época de las Cruzadas. El cristianismo de los "arameos" de tierras desérticas del próximo y medio oriente, ascético y enemigo de la carne, nada tendría que ver con el de los caballeros de la Reconquista española o el de los condotieros italianos. Los mozárabes que se martirizaban en la Córdoba mora del siglo IX no tendrían nada que ver con sus hermanos de fe y de raza que, a las órdenes de los reyes asturianos, depredaban y repoblaban las tierras usurpadas previamente por los mahometanos. Hay un cristianismo específico de cada cultura y civilización. En la propia España del Medievo convivieron los cristianismos ascético-cueviformes (mozárabes) y los fáusticos o góticos (reinos del norte).

En el libro de Schubart, en cambio, hay un alma europea-cristiana que va pasando por eones. Es una especie de esencia que se va modulando. En cada eón brilla y actúa un diferente arquetipo, y ante ese brillo y efecto los acontecimientos históricos exteriores (dinastías, guerras, revoluciones) no pueden sino retrasar o acelerar lo que el propio curso del arquetipo tiene que dar de sí. El cambio de eón es un acontecimiento interno, un devenir del alma de un pueblo. Y este devenir en Schubart no tiene nada de adjetivo o accidental. Es un devenir religioso en sí mismo. Esto explica que el lector se vaya a encontrar en este texto con numerosos capítulos que corresponden a una Psicología de los Pueblos. Hay una Psicología de los rusos, alemanes, franceses, ingleses, españoles… Las principales naciones de Europa son en esta obra objeto de un estudio psicológico.

Esta considerable parte de la obra no será del gusto de quienes, desde una visión materialista de la Historia, ya sea de corte economicista o evolucionista, ven que los pueblos y naciones no tienen "alma" o que, en caso de poseer algo similar, es un alma cambiante, que fluctúa según las circunstancias externas: cambios en los modos de producción, revoluciones tecnológicas, reajustes geopolíticos e invasiones militares. Los españoles somos, quizás, los más adoctrinados en esta visión materialista de la historia, dentro de la cual va inyectada, como componente básico en la papilla, toda una "Leyenda Negra".

 Al leer el capítulo schubartiano dedicado a nuestro pueblo, el lector no puede dejar de sorprenderse. O mucho hemos cambiado, o el filósofo aún vivía bajo el hechizo de un tipo de español que en su tiempo ya había dejado de existir. El santo, el místico, el conquistador, el caballero católico, empuñando espada y rosario ¿dónde se encuentra ya, a las alturas del siglo XXI? Es posible que a finales de los años 30 el filósofo balto-alemán se hubiera formado la imagen de una "España eterna", continuación de la que se consideraba genuina y esencial, la España imperial del siglo XVI, a raíz de la llamada "Guerra Civil", contienda que las mentes religiosas y tradicionalistas de la época estaban dispuestas a entender como "Cruzada". Una Cruzada de la fe católica, de una España esencial y eterna contra los "sin dios" y contra el peligro rojo. Pero lo cierto es que en esa contienda la mística castellana del XVI, o el espíritu de verdadera (re)conquista ante "enemigos de la fe" jugó escaso papel en nuestra carnicería civil, y a pesar de que Schubart se muestra conocedor del pensamiento español contemporáneo (Unamuno, Ortega, Madariaga), la "radiografía" que hace de nuestro pueblo parece psicológicamente desenfocada. Como no soy determinista ni economicista, tengo por lícito hacer radiografías psicológicas de los distintos pueblos del planeta, pero creo que éstas sufren fácilmente de problemas como la distorsión, el espejismo, la proyección. La llamada guerra civil española de 1934-1939 (en efecto, la guerra civil ya nace con la "revolución" asturiana de 1934) y el enorme peso del Siglo de Oro español distorsionó, a mi juicio, la visión que de nosotros se hace Schubart.

Los españoles ya no somos ese pueblo de místicos y guerreros, de católicos ultramontanos y guerrilleros natos, sino más bien un pueblo obeso, flácido, voluble, superficial y vocinglero, extremadamente hedonista y consumista, no muy diferente de la papilla humana allende los Pirineos, papilla manipulada que se ha creado en la postguerra europea tras la "paz" del Nuevo Orden de 1945. Pero, aceptando eso, en nuestro pasado (y quién sabe si en potencia) hay ciertas notas de semejanza con los rusos que invitan a la reflexión, y las finas antenas exploradoras de Walter Schubart nos ayudan. Los españoles y rusos compartimos rasgos de carácter y destino, y este libro suyo lleva a parar mientes en ellos. Es justamente en la historia religiosa de ambos pueblos donde podemos hallar paralelismos y complementariedades. Los españoles, de tradición católica, y los rusos, de tradición cristiano-ortodoxa, han compartido una historia muy semejante que podríamos resumir en los siguientes puntos.

  1. Ambos pueblos han sido la base de grandes imperios en el sentido estricto de imperios civilizadores, no depredadores. Los imperios civilizadores aglutinan diversas naciones y ayudan a que pueblos diversos alcancen gracias al Imperio un estatus nacional-estatal. Por ejemplo, los españoles así lo han hecho en América mientras que los rusos hicieron lo propio en Asia.
  2. Ambos pueblos han destacado históricamente por su profunda religiosidad, base de la creación de una Civilización: el catolicismo en el caso de la Civilización imperial hispánica, el cristianismo ortodoxo en el caso de la Civilización imperial rusa. La desintegración de sus creencias, o su brusca alteración por la influencia de ideologías extranjeras ha supuesto el desmoronamiento de la Civilización-imperio que es consustancial a ambos pueblos.
  3. Ambas civilizaciones-imperios han desempeñado un papel fundador y defensor de Europa dada su posición geográfica y su desempeño político respectivo, al Oeste, en el caso de España, y en Este, en el caso de Rusia. Es el caso de dos imperios que sirvieron de muralla de contención ; a) ante invasiones afro-árabes, durante la Reconquista, y las amenazas turcas, durante la Edad moderna, en el caso español y b) ante amenazas tártaras, turcas y de otros pueblos bárbaros asiáticos, en el caso ruso.
  4. En contradicción con su papel defensor y fundador de la identidad europea, a ambos pueblos, así como a las civilizaciones-imperios de ellos emanadas, se les ha negado su "europeidad" o, cuando menos, se ha puesto en duda su carácter central y prototípico de europeidad. La derrota del imperio español, a manos de los poderes liberales anglo-franceses, y la desaparición del ruso a manos de los bolcheviques situó a éstos baluartes de Europa en la marginalidad.
  5. Frente al materialismo imperante en la "Europa del centro", franco-alemana, y en el occidente atlántico angloamericano, la espiritualidad y religiosidad española y rusa, cada una con su específica tradición (católica y ortodoxa, respectivamente) ha sido objeto de burla, sorpresa o extrañeza. Estos aspectos de misticismo y fervor cristiano, pero también su manifestación opuesta, el ateísmo fervoroso de los "sin dios" revolucionarios españoles y rusos, son muy destacados por Walter Schubart.
  6. La idiosincrasia y espiritualidad de los pueblos español y ruso ha demostrado ser, según nuestro autor, marcadamente "anti-modernas". Ya hemos comentado más arriba que España no cumplió con las expectativas, especialmente a partir de la etapa materialista y desarrollista que Franco impulsó a partir de los años 50, etapa que incidió en una mentalidad consumista y hedonista del pueblo, contraviniendo ideologías que supuestamente eran nervio y médula del régimen (tradicionalismo carlista, nacional-sindicalismo, etc.). Las ideologías anti-modernas hubieron de retirarse ante "el amigo americano" y la basculación hacia la órbita atlántica, liberal-capitalista y "europeísta". En el caso ruso, Schubart nos previene ante los cambios externos que el bolchevismo estaba llevando a cabo en Rusia. Estos cambios afectaron a las superestructuras políticas, a la titularidad de los medios de producción, a la modernización técnica, etc. pero son cambios materiales, en suma, que no socavaron el "alma rusa". Y esta alma rusa es inmune ante los aparentes vaivenes y bruscas mutaciones de la política y economía.
  7. Lo que nosotros llamaríamos "comunidad orgánica" de los pueblos español y ruso, con independencia de su adopción de formas tecnocráticas modernas, instituciones parlamentarias, simbología liberal, economía capitalista, etc., es, sustancialmente, de corte igualitario, "fraternal". A Schubart le admira cómo en la España tradicional los nobles y los campesinos plebeyos, prácticamente "se tuteaban" y se codeaban, a pesar de que las diferencias económicas y educativas eran enormes. En el caso ruso, la minúscula proporción de nobles ante una masa ingente de campesinos, hacía que éstos organizaran su vida propia en términos igualitarios, pre-socialistas. La propia espiritualidad de ambos pueblos es marcadamente igualitaria-fraternal.

La explicación de los parecidos y las diferencias entre los pueblos europeos, incluso de aquellos que figuran supuestamente en un margen, como el ruso y el español, dentro de un prototipo de "europeidad central", es dada por Schubart en términos completamente religiosos, en términos de "vivencia" diferencial del mensaje evangélico. De hecho, a la mentalidad prusiana (germánica del norte), netamente luterana, nuestro autor le retira toda condición espiritual. Allí donde Spengler veía "el triunfo de la voluntad", el recio y recto sentido del deber y del sacrificio, Schubart ve en el prototipo prusiano una frialdad y un mecanicismo casi inhumanos. El alma fáustica ensalzada por Spengler en el hombre del occidental norteño, es un alma de hielo ávida de manipulación y dominio en Schubart. Es el alma prusiana-luterana que siguió una senda de perdición a partir de su núcleo inicial, común a todos los europeos de la edad media: el núcleo del alma gótica.

El alma gótica creó una vasta y ardiente civilización, la civilización que llenó a Europa en la edad media con catedrales, abadías y comunidades orgánicas. Pero este ardor, cuando no procedía de los pueblos mediterráneos, había sido aportado por los célticos, nunca por los germanos del norte. El cristianismo gótico fue el verdadero cristianismo específicamente europeo, latino y céltico. Sólo de manera incidental el germano participó de este resplandor en la civilización cristiana europea. Y cuando el germano tuvo voz propia para imprimir un giro –correspondiente a un cambio de eón- en nuestra civilización, éste giro se pareció más al rígido monoteísmo mosaico y mahometano que al "verdadero" (por místico y fraternal) cristianismo gótico. El luteranismo y el calvinismo plantaron la semilla de la discordia, y mató la idea de una Iglesia Universal. Como "secciones" amputadas de tal Comunidad, éstas confesiones no hicieron otra cosa que subdividirse a su vez en innumerables sectas. Para Schubart esto representa, frente al espíritu universalista, el triunfo del particularismo. El occidente moderno, frente al gótico, va ser el occidente del punto, del particular: el individuo (creado a partir del molde del burgués) y el estado (creado a partir del interés de clase de la burguesía). Rota y disuelta quedará, desde entonces, la comunidad orgánica (campesina, gremial, estamental, dinástica) y la bicefalia universal (Iglesia y Sacro Imperio).

Si por alguna catástrofe cósmica, revolución mundial o cambio de eón, el hombre occidental dejara der particularista, "sectario", idólatra del dinero y la técnica, este hombre europeo occidental volvería a ser el que era, el hombre gótico. Y ese hombre gótico estaría más cerca del hombre del Este, del ruso.

 El hombre del Este a los ojos de Schubart es una especie de "cristiano-asiático". Esta es la condición de Rusia. Rusia, más que una nación, o un pueblo europeo más, al lado de los otros, es toda una Civilización. Sus territorios, al igual que sus gentes, son de índole tanto europea como asiática. Rusia podría ser, algún día, la madre que vuelva a tomar en su regazo a docenas de hijos descarriados, los pueblos europeo-occidentales, y conformar una gran unión con Asia. Se perfila en Schubart, desde unas preocupaciones puramente espirituales, y en modo alguno belicistas, un proyecto como el de Eurasia. El proyecto anhelado por nuestro filósofo no es en sí mismo geopolítico, como el que en nuestros días propone Alexander Dugin, pero siendo como es de índole espiritual y revolucionaria, posee consecuencias geopolíticas también. Se trataría de que el hombre europeo-occidental abandone su forma de ser actual, que lleva a la vieja civilización gótica a la (auto)destructiva civilización prometeica. Que volvamos en Occidente a nuestras raíces –cristiano-medievales o góticas- es algo que dependerá de un Cambio de Eón. Y de manera un tanto profética, Schubart ya lo ve venir en lontananza: el Eón Yoánico o Joánico. Este Eón supone la vuelta a un cristianismo "primitivo", "original", que es el que habrían conservado los pueblos eslavos y la parte del oriente europeo que ha quedado bajo tutela de la Iglesia ortodoxa. La única dificultad para la realización de ese cristianismo basado en el Evangelio de Juan (de ahí el término "Yoánico") puede estribar en la cierta tendencia anarquizante de los pueblos eslavos. Dice nuestro autor: "Si el alma rusa se encontrara con el arte católico de la dirección de almas, nuestro desgraciado planeta tendría ante sí la última probabilidad de llegar a ser todavía un astro decente". Se muestra aquí la posibilidad de volver a abrazar a la "Europa del centro" desde los dos márgenes (antiguos imperios), el católico-hispano, y el ortodoxo-ruso. Debe tenerse en cuenta que en este Eón yoánico no hay "pueblo elegido".

El equivalente moderno (desde los tiempos de Cromwell) de un "pueblo elegido", de un nuevo israelita, es el inglés. El inglés puritano se sentía descendiente de una de las tribus de Israel, e incidió en la historia europea de manera fanática y agresiva, asistido como se creía por ese Dios déspota que, iracundo, llama a los suyos a una misión ciega e irrenunciable. El puritano inglés, asceta del dinero, trasladado a América como tierra de promisión, convertido en el yanqui, desnaturalizó por completo al europeo. El puritano inglés creó el Imperio Británico, un imperio talasocrático (marítimo), basado en la discontinuidad, como su propia isla, separada de Europa ya lo indica con sólo echar un vistazo en los mapas. Los Estados Unidos llegaron a crear un país de dimensiones continentales al arrebatarle a los indios, a los españoles, a los mejicanos, grandes extensiones y llegar hasta el Pacífico. Sin embargo, con el despojo de los últimos restos del Imperio español (1898), la política exterior norteamericana recoge el testigo de la británica y prosigue la dominación talasocrática del mundo. La armada y las tropas del "atlantismo" anglo-americano no están al servicio de otra idea que la depredación y la extensión de un modo de vida no-europeo sino "occidental", esto es el monoteísmo casi mosaico y mahometano de un dios único: el capital.

Cuando Rusia se expande, sin embargo, no hay en absoluto una adscripción ideológica fija (liberalismo, capitalismo, parlamentarismo, en el caso angloamericano) sino una expansión espiritual de un pueblo que, al igual que la España de los Austrias, parecía llamado a un destino de alcance universal. El imperialismo zarista, el paneslavismo, el comunismo internacional, o ahora la idea duginiana de una Eurasia, son distintas modulaciones. Este expansionismo es, frente al talasocrático, telúrico (terrestre). Los eslavos forman una porción nada desdeñable de la población europea. Es una de sus etnias principales, un componente básico de la identidad europea no sólo oriental sino central, región en donde se encuentra muy adherido a otras etnicidades (germana, magiar, etc.). Pero en dirección a Asia, Rusia como idea ha llegado a ser núcleo vertebrador de cientos de pueblos (tártaros, mongoles, turcos, etc.) que han alcanzado su rango estatal o cuasi-estatal, de grado o por fuerza, con y por los rusos.

Aunque Rusia, desde luego, posee ciudades, y muy grandes, es la estepa la configuradora de su paisaje, y por ende, de su alma. El ruso, como el español, lleva dentro a un campesino. La enorme masa de campesinos, muy dispersa no obstante, en enormes estepas, es la base de ese "alma rusa" buscada por nuestro filósofo. Por ello se encuentra mucho más cerca de aquello que nosotros, los occidentales en general, fuimos una vez: campesinos "góticos", tan cerca como de los campesinos indios o chinos, naciones "que son más que naciones", pues también son Civilizaciones asentadas sobre masas campesinas. Puede sonar a paradoja, pues "civilización" procede de cives, el ciudadano y la ciudad que, en un momento dado de la historia deja de ser excrecencia del terruño, de la aldea y la cosecha y se convierte en garra artificial que atenaza al campo. Como Spengler, Schubart cifra la caída del hombre prometico occidental en su artificiosa forma de vida urbana, vinculada esencialmente al materialismo, el cálculo, la frialdad. El hombre prometeico está ligado a las cosas, es materialista y pone orden formal en ellas. El hombre yoáneo (ruso) está ligado a las almas, es alma entre las almas, y ese desprendimiento de las cosas le hace perder realismo y eficacia. La unión de lo material y lo formal, del alma que siente y ama (materia, mater, madre) y de la objetividad necesaria para que el alma alcance sus metas y forje destinos (forma) es lo que podría representar una Eurasia, un abrazo entre un tipo de hombre que se muere, se desvanece, el occidental, y un tipo de hombre que no hará sino esplender bajo el Eón que le corresponde. Y esto lo escribe nuestro autor incluso bajo el yugo soviético más férreo: "La Europa moderna es forma sin vida. Rusia es vida sin forma".

Lo que hará falta, cuando el bolchevismo se desvanezca y la guerra mundial se olvide, es una síntesis. La síntesis entre valor y virtud. El occidental posee vigor voluntarioso y fijación en los objetivos. El oriental (ruso-yoánico), virtud y humanismo. La síntesis es una especie de Eurasia.

La degradación del hombre gótico, el europeo cristiano-medieval, dividida su unidad ancestral en distintos especímenes que han dado en llamarse "estados nación" y potencias, podría ser detenida convenientemente en esta era yoánica y euroasiática. El hombre gótico existió todavía en continuidad perfecta en el español del Siglo de Oro. Éste, frente a lo que se suele decir insensatamente, no representaba la "romanidad". El romano antiguo era duro, pragmático, supersticioso e idólatra, pero no místico. El imperio español sólo por accidente fue depredador (pues toda empresa humana es susceptible de error, maldad, y corrupción), pero fue por vocación imperio ordenador. El proyecto del César Carlos era elevar la Edad Media a la nueva era, la Universitas Christiana. Era el proyecto de realizar de manera universal y efectiva el Humanismo. El Imperio era institución, esto es maquinaria militar, dinástica, administrativa, al servicio de una nueva Roma no depredadora sino ordenadora, ordenadora desde el fervor cristiano. Pero no hay orden sin caos generado colateralmente, no hay acción sin reacción. La reforma religiosa, las monarquías "nacionales", burguesas in nuce, son el producto mismo del rechazo al Siglo Español.

La hegemonía francesa, y después inglesa, que abarca los siglos XVIII y XIX, es el triunfo del hombre prometeico frente al hombre gótico-tardío, el hombre imperial que fue protagonista en el siglo español. Por eso, durante muchísimo tiempo ser "moderno" en nuestro país significaba exactamente ser "anti-español". La ilustración, el afrancesamiento y, después, el liberalismo y todas las ideologías posteriores a él eran, ni más ni menos, que intentos de renunciar a una idiosincrasia, imitar a potencias extranjeras, esto es, rendirse ante aquello contra lo que se habían levantado nuestros mayores durante larguísimos siglos.

La derrota del hombre imperial español, a comienzos del siglo XVIII, supuso la entrada de una nueva dinastía, los borbones, y el inicio del ciclo extranjerizante en España, su recorte de formato, trocándose de Imperio en "estado-nación" al modo francés. Pero ya en el siglo XIX, el ciclo pasa a ser anglosajón. Una España afrancesada (ilustrada, jacobina) tanto como anglosajonizada (liberal-capitalista), es una España imposible desde el punto de vista anímico o esencial. Justamente como la Rusia ilustrada de Pedro el grande, o la Rusia materialista y tecnólatra de los bolcheviques es imposible a la larga para la Rusia esencial.

La influencia de lo anglosajón es pérfida, nefasta en el alma de los demás pueblos de Europa. Schubart posee ideas muy claras sobre lo anglosajón:

"De ahí el matiz pragmático de la filosofía inglesa, aun cuando se ocupa de lo trascendental; y de ahí el carácter sacro del espíritu ruso, aun cuando se dedica a tareas de orden práctico. La filosofía inglesa termina allí donde empieza la verdadera. Fueron los ingleses los primeros que rebajaron la ciencia a disciplina de cálculo. La concepción mecánica del mundo es una invención inglesa. El instinto de presa determina el pensar inglés aun en el caso de no estar directamente al servicio de un fin utilitario, como al tratarse de la concepción mecánica de la naturaleza. El inglés ve en el mundo una gigantesca fábrica. Inglaterra, la patria del capitalismo y de la máquina a vapor, ha difundido por el orbe terráqueo esa atmósfera de vaho de carbón y codicia en que se ahoga el alma. Desde las guerras napoleónicas el mundo se ha tornado puritano en un grado espantoso. Con razón se llama al siglo XIX el siglo inglés."

El rey Midas de la leyenda, convertía en oro todo lo que tocaba, y demasiado tarde comprendió que lo esencial en la vida no es oro, que el oro sólo es una vía o instrumento. El anglosajón, por vía de una especie de monoteísmo puritano, convierte en mercancía todo cuanto le rodea, y el dinero es su Dios omnipotente. Ya no hay sabiduría, ni siquiera ciencia: todo es cálculo y manipulación. El ruso, en cambio, es "tradicional": se desprende del mundo, vive el mundo de manera fraternal, amorosa, como comunión de las almas. No hay en el tradicionalismo ruso-ortodoxo ese "espíritu de presa" que, equivocadamente, Spengler generalizaba al hombre occidental (fáustico), e incluso al Homo sapiens en su totalidad. No. Esa alma salvaje, de bestia de presa, es específicamente anglosajona. Y si ya el espíritu isleño del inglés había cortado muchas amarras con la gran familia gótica del continente, todavía se mostraba peor en el caso norteamericano. Dice Schubart:

"Qué horrendos abismos tiene el alma inglesa lo demuestra la historia de los reyes británicos, historia más cruel y pródiga en asesinatos que muchas otras. Napoleón, que conocía a sus contrarios, llamó a los ingleses una raza completamente salvaje. Sin el freno del espíritu de nobleza, el inglés sería insoportable. Si se le quita este freno, no queda más que... el americano. El americanismo craso es anglosajonismo sin el ideal de gentleman, forma degenerada del modo de ser inglés, mundo prometeico, no mitigado por valores góticos. En esto se venga el esfuerzo que hacen muchos colonizadores del Nuevo Mundo por sacudirse en lo posible las tradiciones del pasado europeo."

El anglosajón pasa por ser padre de la idea de tolerancia. Es sabido que esta idea ilustrada de los franceses tuvo sus orígenes en Inglaterra. Sin Locke, no habría enciclopedistas, no habría Voltaire, no existiría Montesquieu, no se habría dado después, "por deducción", la Revolución de 1789. Pues bien, siguiendo la lección de Nietzsche, Schubart descubre el secreto de la tolerancia inglesa que, aplicada a otras culturas, esconde una raíz: el desprecio: " La misma tolerancia inglesa respecto de las culturas extranjeras —ciertamente una buena cualidad moral— debe atribuirse en parte al desprecio que el inglés siente de toda cultura."

El multiculturalismo oficial, y hasta obligatorio, que se ha impuesto en todo el Occidente es, nietzscheanamente hablando, un fariseísmo de sucia conciencia. Un sentimiento de superioridad que aqueja al anglosajón pero con el cual ya no se sabe qué hacer, ya no hay arrestos para su exaltación. Un racismo vergonzante es cuanto ha quedado de la "tolerancia" anglosajona. Cuando los anglosajones han erigido su imperio talasocrático, el afán de esclavizar o aprovecharse del nativo, de una u otra forma, predominó sobre todo afán de evangelizarle, occidentalizarle, integrarle. Ahora, con esos dominios descolonizados, los nativos poco o mal "occidentalizados" vienen al Viejo Mundo creyéndose a pies juntillas la "tolerancia" y nivelación de culturas de que han oído hablar, el de esos filósofos blancos que les enseñaron la vía de una emancipación. No se olvide que el relativismo cultural y la exaltación del buen salvaje son productos refinados en los laboratorios académicos de la antropología social y cultural angloamericana, y constituyen la fuente justificadora de miles de ONGs inmigracionistas, anti-racistas, etc. Son hijas del propio pecado angloamericano de su historia de colonización-descolonización.

El ruso también será buen complemento y contrapeso del prusiano. El prusiano (no tanto el alemán del sur, el bávaro, el austriaco, debido a su catolicismo) se ha aparecido ante los ojos de los demás europeos como una suerte de bestia sádica. Pero Schubart advierte del error. No es sádico el prusiano, sobre todo en situaciones de guerra. Es frío. Es un pueblo con el corazón helado. Schubart, al igual que Spengler, no duda en comparar el romano con el prusiano. También era el romano catoniano, austero y tradicionalista, o el legionario, un hombre duro, disciplinado, aparentemente desprovisto de sentimiento. Es el tipo de hombre requerido para la forja de un imperio telúrico (terrestre). Pero mientras Spengler veía en ese nuevo romano del siglo XX, el soldado prusiano, una esperanza, un porvenir, Schubart ve una catástrofe. Si bien también es catastrófico el resultado del trato que el prusiano recibe de las restantes naciones de Europa. El alemán del norte es el gran incomprendido de Europa, justamente porque él fue el arquetipo del occidental moderno, que se impuso a los otros, hijo directo de la Reforma:

"Con la Reforma el alemán contribuyó de un modo decisivo al nacimiento de la cultura prometeica. Desde entonces se “cría” en el norte de Alemania, como en ninguna otra parte, el hombre prometeico. Contra este tipo, contra el portador consecuente de la cultura heroica, contra el enamorado fanático del sentimiento de punto, se dirige el odio antialemán. Es un odio latente de Europa a sí misma. Los herederos del ideal gótico odian al vencedor rudo, sin miramientos, de este ideal. De ahí que odien con la mayor vehemencia a los prusianos (protestantes), mucho menos a los bávaros (católicos) y absolutamente nada a los austriacos. De modo que en último término es la posición especial del alemán respecto del cristianismo y de sus acodos modernos la que suscitó y explica el odio contra él. (¿Un juicio de Dios?). El mundo siempre está pronto a tratarle como a un apóstata que ha abandonado el círculo cultural común del Occidente y ahora se encuentra fuera como enemigo, al margen como... el judío."

El español imperial era un gótico tardío, y en el siglo XVI luchó por proseguir esa universalidad (catolicidad) en toda la Cristiandad. Pero en ese mismo siglo nace el hombre prometeico. Este es un tipo de hombre reformado en lo espiritual, desgajado del común tronco de la edad media, contrapuesto a todo lo que había marcado el destino de todo el continente desde los tiempos de las grandes invasiones bárbaras. Conservó la dureza del antiguo romano, su disciplina y sentido del deber y la obediencia, pero falló en su arte de legislar y civilizar, de hacerse amar por el sometido. El español imperial era, como el caballero de la Reconquista, un luchador, pero también un repoblador y civilizador. El sometido no tenía más remedio que integrarse en ese orden espiritual o huir. El prusiano por contra no integra, no busca ser amado. Y resulta irónico que el judío y el prusiano aparezcan en Europa y el Alma de Oriente como dos figuras gemelas: representan una marginalidad y un peligro. La Europa tradicional, aquella que en el eón yoánico querrá abrazarse a Rusia, querrá, por idéntico impulso, exorcizar al prusiano que lleva dentro.

Así viene descrito el hombre prometeico –el prusiano, el occidental protestante del norte: es frío y no se hace querer, como tampoco se quiere a sí mismo. Como filósofo cristiano que es, Schubart sabe que la ciencia, el orden social, las empresas políticas y culturales no son nada sin amor. Y a este hombre prometeico le falta por completo amor, empezando por amor a sus propias producciones. Esto nos lleva a todos a una civilización suicida. La voluntad de poder del hombre prometeico tan solo lleva a la destrucción no sólo de su pueblo sino de todos los que caen bajo su radio de influencia. Lo que Spengler ve como la fase final de toda cultura envejecida, cansada de la vida y convertida en civilización gris y rígida (como sucedió con los romanos, ávidos de ser bárbaros por simular una vida que ya no tenían), Schubart lo considera como caso único en la historia.  El suicidio de occidente, del que tanto empezó a hablarse en el clima de las guerras mundiales, es en realidad el suicidio del hombre prometeico, ese tipo de humanidad que ha perdido la armonía, que destruye lo que toca hasta destruirse a sí mismo. Adelantemos esta idea en las propias palabras de nuestro pensador:

"Los últimos esfuerzos de la cultura occidental ya no tienen otro objetivo que el de aniquilar todo el gigantesco aparato técnico, por el cual el hombre se separa así del cielo como de la tierra. Todo se encamina a hacer lo más fundamentales y agotadoras que sea posible las futuras guerras universales, enzarzar en ellas el mayor número de hombres concebible —también mujeres y niños—, invertir el mayor número de valores y entregarlos a la destrucción. (Si ahora la ciencia militar llama a la guerra total, sirve de un modo inmediato a las intenciones de la Providencia.) La última guerra europea ha llegado a ser —dentro de la técnica— la técnica de la aniquilación. Las potencias técnicas se levantan contra el hombre. La criatura mata a su Creador. Una tragedia Golem, de proporciones gigantescas histórico-universales.

La cultura occidental anhela su propia aniquilación. Perecedero es todo lo mortal, pero la forma de su ocaso es particular, propia. La cultura occidental no será vencida por conquistadores extranjeros como la de los incas y aztecas. Tampoco morirá de vejez, por agotamiento de fuerzas, como la romana. Se mata a sí misma en la plétora de sus fuerzas. Este suicidio de toda una cultura es un caso único en la historia humana."

Este nuevo Prometeo ha desencadenado fuerzas poderosas, terribles. La técnica, como diría Heidegger, es su única metafísica. Y sin su subordinación a fines espirituales, amorosos, esa técnica es demoníaca en todos los órdenes. La guerra no puede ser sino el verdadero imperio de la técnica. Pero este imperio de la técnica que nos ha traído el hombre prometeico en realidad es un apocalipsis, una recaída infinita en la barbarie. La peor barbarie jamás registrada por la historia que superará a todas las invasiones y crueldades es la barbarie de esta humanidad que ha huido de la armonía y ha renunciado a ella. Dice así:

"Un ambiente apocalíptico envuelve hoy la tierra. El sentimiento de una próxima catástrofe no nos abandona. No hay ya nada de la seguridad que el hombre moderno había soñado y casi realizado; no existe el orden terrenal del vivir que antes de 1914 anotábamos como haber imperdible de la humanidad. La historia política se desarrolla otra vez con las formas rudas que nosotros habíamos juzgado erróneamente como propias de unas circunstancias tiempo ha desaparecidas. El odio racial vuelve a ser —como en los tiempos primitivos— el motivo de formación política de poderío, en vez de los motivos dinásticos, estatales y económicos a que estábamos acostumbrados. El sistema de rehenes vuelve a estar en vigor. Se echa mano a mujeres y niños inocentes para vengarse de sus maridos y padres. Y esto en medio de una cultura de la personalidad, cultura que pregonó ser cada cual responsable de sus actos. Otra vez estallan guerras sin declaración de guerra, como las invasiones de los hunos y de los tártaros. Se dirigen también contra mujeres, niños y ancianos como en los tiempos bárbaros. Otra vez la religión adquiere el carácter de martirio. Las cosas se abren hasta el fondo y ponen al desnudo toda su problemática. ¿Qué sabíamos nosotros de la muerte? Conocíamos su espectro, de paletó y sombrero de copa, civilizado como nosotros mismos. ¿Qué eran para nosotros la guerra, la insurrección, la revolución? Palabras hueras, sin peligro. Cuando sentados en los bancos de la escuela leíamos en los clásicos latinos acerca de destierros y expulsiones, rehenes y espías, listas de proscripción y confiscaciones, ¿podíamos formarnos de todo ello una idea clara? Cuando la Biblia nos hablaba de hombres temerosos de Dios, que se dejaron matar por su fe, ¿podíamos aún vibrar con tales hechos? Hoy día todos esos aspectos espantosos de la historia han cobrado nuevamente vida, después de haberse alejado tanto de nosotros que casi los veíamos difuminarse en la niebla de las leyendas. Otra vez todo es problemático, como al principio de la cultura. La vida ha vuelto a su desazón originaria.

Leyendo estas líneas, cualquiera puede estremecerse al ver cómo su suelo, el suelo de la civilización en que uno se ha criado y en la que ha forjado su ser, se derrumba en un abismo. Pero, a la vez, el lector puede asombrarse de la inmensa fe, del ardiente optimismo del filósofo que, en medio del caos y la destrucción, no obstante augura un nuevo eón, el eón yoánico, el tiempo de San Juan en el que una Europa renacida, se fraguará, de manera más humana, más espiritual, con la ayuda de Rusia, no de la Rusia comunista, que también se hundirá, sino de la Rusia esencial. Sintiendo que "el desmoronamiento próximo de la cultura occidental es inevitable", sin embargo Schubart advierte en seguida que "no puede renovarse la humanidad sino desde los abismos del tormento".

Por doquier observa el autor de este libro signos de cambio. Casi adopta el tono de un profeta. El cambio de eón se detecta en las mismas ciencias. El surgimiento de un paradigma más organicista y vitalista, el progreso en las ciencias biológicas, en detrimento del mecanicismo y positivismo del siglo XIX, la aparición de una Psicología menos asociacionista, una verdadera "ciencia del alma". Igualmente, la irrupción de la Religión en la historia de los pueblos, como motor, como campo de Marte, como fuerza irresistible. ¡Qué gran error el de los agnósticos decimonónicos! Dios y las tradiciones vuelven a ser importantes, incluso para la matanza y la dominación, pero importantes. El mundo mismo, el mundo de los hechos históricos, se está encargando de demostrar que los occidentales ya empezamos a dejar de tener ganas de serlo, que nos hastía ser prometeicos, que volvemos con nostalgia y los ojos entornados hacia un Oriente en donde todavía existe comunidad orgánica, tradición, armonía. Es cierto que a ese Oriente igualitario y fraternal le falta jerarquía y voluntad para salir de su estancamiento. He aquí la propuesta schubartiana: síntesis, no abandono. El autor proclama una síntesis entre lo europeo occidental y lo oriental (ruso). Lo ruso como puente hacia la gran Asia, y lo ruso como lo orgánico, armónico y tradicional que le falta al occidental.

Schubart afirma que nuestra época es un interregno. Los momentos en los que lo muerto no está del todo muerto, y lo naciente no ha terminado de nacer. Es un tiempo apocalíptico, de grandes catástrofes y sufrimientos. No hay parto sin dolor. Los cambios de eón no son, o al menos, no son sólo cambios en los "modos de producción". Son cambios rítmicos en la historia del mundo, mutaciones en las que un "arquetipo" se sucede a otro. Si se quiere, la visión shubartiana de la Historia es una visión decididamente idealista. Idealista sin ningún tapujo, cercana en muchos aspectos a la del gran psicólogo suizo Carl Gustav Jung. También Jung habla, en sus escritos sobre la historia y la sociedad, de arquetipos y cambios de eón. La mutación histórica es un trasunto de la verdadera mutación: la anímica. El alma del hombre, diferencialmente enraizada según un paisaje determinado en la que nace y se cría, se transforma según un "ritmo" o "ciclo" misterioso, pero que es consustancial a todo lo vivo. Grandes pensadores, normalmente pensadores de lengua germana, han venido a parar en esta intuición del ritmo o ciclo: Goethe, Spengler, Jung, Schubart. Lo que parece profecía o arte adivinatoria, a saber, barruntar que se inicia una nueva era, en realidad no es otra cosa que conocimiento del ritmo. Ese ritmo precisa de un material constante y una fuerza de desplazamiento.

El material constante, relativamente estable es el paisaje, que imprime sus rasgos al alma. El papel concedido al paisaje en la conformación de los pueblos es similar en Schubart y en Jung. Vivir en grandes llanos o vivir en países montañosos marca grandes diferencias en el alma, mucho más profundas que el color de la piel o la forma de los cráneos. Y, como hizo Spengler, este papel es de condición o parte material, base sobre la que el tiempo moldea y actúa, nunca es el papel verdaderamente determinante. En una misma unidad étnica, bastante homogénea en lo biológico (unidades como: alemanes, españoles, italianos) las diferencias norte-sur pueden ser profundísimas en su interior. De otra parte, el suelo en que se vive ejerce una extraña influencia incluso sobre el propio soma. Razas de origen diverso llegan a converger al coincidir en el mismo suelo y paisaje. Pero es evidente que la raza, como sustancia moldeable por los eones, no es un factor determinante. La teoría de Schubart es opuesta a toda raciología. El eón es el que unifica y conforma las verdaderas unidades histórico-culturales y las hace mutar. Al igual que la raza no es en sí una constante, tampoco hay un carácter nacional invariante. Muy bien lo podemos constatar en el caso de los españoles y de la imagen exterior que hemos ofrecido desde el eón gótico-imperial en comparación con el eón prometeico (decadencia y destrucción para el hombre español).

Para conocer a dónde vamos, hemos de saber de dónde procedemos. En la era gótica nace propiamente Europa:

"La época gótica creó la unidad espiritual del Occidente. Hasta entonces no existían en Europa más que tribus y pueblos. Desde que esa época se extinguió, vuelve a haber formaciones particulares: Estados nacionales. Lo que aún hoy día tenemos de sentimiento occidental común, es el resto exiguo de una herencia preciosa, que pronto se consumirá. El concepto y el hecho “Occidente”, pertenecen a la cultura gótica. Esta era una cultura sintética. En ella prevalecían las fuerzas de unión. De allí que uno de sus objetivos principales fuese: nivelar el contraste existente entre el Norte y el Mediodía, y no consentir ninguna división regional. En los viajes de los emperadores alemanes a Roma, en la fundación del imperio romano de la nación alemana, y también en las especulaciones de la escolástica se expresa la voluntad firme de fundir la cultura gótico-cristiana con las antiguas culturas mediterráneas. No obstante, se dejó sentir durante todo el eón gótico la tensión Norte - Sur; penetró profundamente hasta en la época prometeica. Aun el sentimiento de vida que vemos en Goethe experimentaba su influjo. La segunda parte del Fausto es el intento más grandioso, aunque malogrado, de reconciliar el Norte con el Mediodía, los germanos con los griegos. Con el romanticismo, último eco de la cultura gótica, cesa la fuerza de atracción del Mediodía. ¿Qué significan para el europeo actual las culturas antiguas? Recuerdos, puntos de descanso, pasiones..., mas no ya un destino."

Hay una gran coincidencia entre los filósofos de la cultura, los historiadores, etc. que Europa es el fruto de una síntesis Norte-Sur, una síntesis que comenzó a darse precisamente tras una catástrofe: la caída de Roma (476). El Norte bárbaro, germánico, anhelaba un Sur romano, civilizado. Pero esa síntesis, casi en un lenguaje hegeliano, no fue una simple mezcla. La síntesis consistió en la negación de lo bárbaro en el germano, en un anhelo de civilización, de una parte, y, de otra, la síntesis consistió en una barbarización del romano, en su deseo de entregarse y de relajar su idea, en el acceso en el interior del Imperio de toda una barbarie interior. Entonces, cuando los bárbaros ya habitan dentro, los bárbaros extra-liminares se encuentran con paso franco.

En la Edad Media esta síntesis dinámica, que siempre tiene algo de tensión y desgarro interno, continuó sin cesar, madurándose. Ortega y Gasset habló del dúplice rostro, como de Jano, que poseía el europeo medieval, con una cara mirando hacia la antigua Roma, hacia la idea de Imperio que nunca se quiso abandonar, hacia un Sur mediterráneo que era también como el cuadro de una edad áurea perdida, y el otro rostro mirando hacia un Norte más selvático, más cercano a la barbarie originaria, pero barbarie regeneradora. Esa Europa prístina que se forma en el gótico, con su tensión sintética interna está magistralmente descrita, nos parece, en el párrafo arriba reproducido. La propia idea de un Sacro Imperio, idea estrictamente feudal, cristiana, inédita e inaudita para el hombre antiguo, encarna muy bien la tensión sintética interna del Medievo. Se recoge el fuego nunca apagado del Imperio como idea, un orden emanado desde un centro, un centro civilizador, un nomos sobre la tierra. Pero por otro lado, bajo el signo característico de los pueblos germanos, no muere del todo el particularismo, el espíritu del "punto", la disgregación, la bandería. Cuando Schubart habla de los alemanes, destaca en ellos su tendencia a la desunión, su "aldeanismo". Durante los largos siglos en los que los pueblos del norte se cristianizaron y se "romanizaron", el Sur era visto como un ideal lejano pero anhelado, un elemento formador, constructor. Pero lo lejano, lo "ideal" acaba siendo odiado cuando no se logra. Y hete aquí al germano rebelde, "particularista", con su Reforma religiosa, con su ataque a la unidad del Imperio, dominando el siglo XVI y XVII. La cultura prometeica es la rebeldía contra una Roma nunca alcanzada, la rebelión contra lo imperial-católico español.

La antinomia fundamental no va a ser entre Norte y Sur en este interregno que nos separa del nuevo eón yoáneo, viene a decirnos el autor de Europa y el Alma de Oriente. La geografía espiritual donde va a darse el contraste y lucha espiritual será entre Oriente y Occidente:

"“Oriente” y “Occidente” no son tan sólo conceptos geográficos, sino también espirituales. La Europa desgarrada, estrecha, dividida, es dominada por un espíritu del paisaje que no es el del Asia, con las extensiones de sus llanuras sin límites. Europa, conforme a sus condiciones y fuerza locales, tiende hacia otro tipo de hombre que el Oriente. De Asia salieron todas las grandes religiones, de Europa no salió ni una sola. En una sola ocasión llegó el Occidente a una cultura religiosamente orientada —en la época gótica—, y aun entonces contra resentimientos y ataques. Dos veces, en la cultura antiguo-romana y en la prometeica, ha estado bajo el signo del hombre heroico, lo que en Asia —exceptuando el caso de los pueblos semíticos— raras veces cuaja."

El punto de vista schubartiano es "cristianocéntrico" y olvida, o desconoce, todo rastro de espiritualidad pagana en la Europa de occidente. Los pueblos celtas y germanos, así como los antiguos griegos y eslavos, poseían una muy rica (y nunca muerta del todo) vida religiosa que el cristianismo no pudo borrar, y que incluso integró, dando carácter a ese cristianismo fáustico, tan distinto del cueviforme o arábigo (por emplear las distinciones spenglerianas). La religiosidad de la Europa precristiana, ciertamente, no era ascética. Los pueblos indoeuropeos, en general, no "huyen del mundo", se sienten parte de él, quieren intervenir en él. Son los pueblos que Schubart llama "heroicos" (los griegos homéricos, los antiguos germánicos…). Si el tipo de hombre indoeuropeo se inclina más hacia la vida estática o contemplativa, ésta no tiene por qué significar una ascesis o ejercicio de repulsa del mundo y de la vida. Otra cosa será que el gran acervo espiritual de los eslavos nos inunde, quizá correlativamente a su enorme peso demográfico (y sus posibilidades natalistas frente al suicidio que los occidentales nos hemos impuesto) y su desmesura territorial.  Y otra cosa será que un ascenso geopolítico del poder ruso y de sus aliados "tradicionalistas" nos influya, reoriente, colonice, etc.  Pero nuestro filósofo lo ve muy claro: "el centro de gravedad corre hacia el Oriente".

Y este mayor influjo de Rusia en nuestras vidas, en el curso senil de nuestra civilización no va a ser, esencialmente, el influjo del Estado llamado "Federación Rusa". El tiempo del Estado, incluso de un Estado super-poderoso que suceda a los Estados Unidos de América, es ya tiempo pasado y no esencial. Lo que venga de Rusia vendrá como cambio anímico. Dice el autor que cuanto menos religión se posee, más se recurre al Estado. Esto lo vamos viendo en el actual declive occidental: aumenta el caos en las calles y, paradójicamente, aumenta el control férreo del Estado sobre las mentes, las familias, las intimidades. Occidente vive hoy una borrachera legislativa, es el paraíso del leguleyo, el kantismo triunfante. La religión cristiana ha dado paso al Imperativo Categórico. El viejo espíritu ordenancista y legista de los romanos se ha trasladado a Kant, y de Kant a Hegel. El Estado en Occidente es el todo. Pero de Rusia puede venirnos, en un eón yoánico, no el Estado sino el Imperio. El Imperio no como Estado muy grande, como nueva confederación de unidades soberanas, sino el Imperio como verdadero vínculo humano de "amor" entre los pueblos. Podrá parecer idealista, lejano, utópico, pero este es el anhelo de Walter Schubart.

Este libro también nos tendrá que inspirar a nosotros, los españoles. Somos un pueblo con la auto-estima dañada, a veces hastiados de nosotros mismos, desgarrados en querellas internas, intolerantes con lo propio y sumisos a lo ajeno. Somos así desde que no estamos a la cabeza de un Imperio. No parece que quede en España un sentido del destino para levantar los escombros en una América desespañolizada, víctima de ideologías yanquis e indigenistas. No parece que nuestra voz exista y tenga fuerza para ser escuchada en una Unión Europea propia de mercachifles, donde las decisiones se toman contra nosotros, al margen de nosotros y desde muy lejos. Pero, sorprendentemente, leyendo a Schubart, podríamos reconocernos en los rusos. ¿Somos los españoles , o podremos llegar a ser algo así como los rusos de Occidente?

Los paralelismos entre España y Rusia son impactantes. Partieron ambas naciones de una común cultura gótica, y se vieron sometidas a horribles pruebas, de las cuales salieron muy endurecidas. Fronteriza con África, España narra en su Reconquista de largos siglos la historia de un pueblo (al principio un enjambre de pueblos) resistiendo por no ser africanos. Fronteriza con Asia, Rusia sobrevivió a los tártaros y, como en España ante los moros, logró sobreponerse al Asia bárbara, y sobreponerse también supuso para esta nación la creación de un enorme imperio territorial. Pero el imperio español, nacido tras aplastar a los moros, se encoge y se deja sojuzgar por el hombre prometeico (hoy diríamos, atlantista, "occidental"), justamente como Rusia se dejó infectar por Prometeo a través de la ilustración o del marxismo. Pero ¿quiénes pusieron freno a Napoleón? ¿Quiénes vieron toda revolución o reforma liberal como una intrusión anti-cristiana y anti-patriótica? Españoles y rusos por igual. Schubart nos lo explica:

"Se encuentra frente a Europa. Inasequible como un castillo. Si Rusia, también inasequible, es el reino situado entre Asia y Europa, España es el reino enclavado entre Europa y África. ¿Qué somos nosotros en relación con Europa? Este es el problema del destino no solamente para los rusos, sino también para los españoles. A esta cuestión dedica Unamuno sus Ensayos. Ambas naciones rozan la cultura prometeica, sin sumergirse en la misma. Mientras lo restante de Europa podía desarrollarse libremente, los españoles y los rusos gemían bajo el yugo extranjero. En lucha contra los infieles —aquellos contra los moros, estos contra los tártaros—, hubieron de conservar y poner a prueba su fe cristiana. Casi al mismo tiempo quebrantaron la esclavitud. En 1480, se niega Iván III a pagar el tributo al kan tártaro; en 1492, termina Fernando con la reconquista de Granada la época de la Reconquista. Rápidamente crecen ambos pueblos en amplitud inmensa y fundan reinos de extensión insólita. Y, por fin, la marcha triunfal del mundo prometeico llega a ser fatal para ambos. Ciertamente, logran rechazar la irrupción napoleónica. Precisamente son españoles y rusos los primeros que por un amor vehemente a la libertad infligen duros y crueles golpes a las huestes francesas. Mas, a la larga son impotentes contra las ideas de 1789. El virus destructor del escepticismo moderno y de la aversión a la fe va inculcándose más y más profundamente en su alma; el siglo XIX llega a ser para ambos una época de revolución incubada. Los primeros síntomas de la tensión interior coinciden otra vez en la misma época, casi en el mismo año: la revolución liberal de Riego fracasa en 1820; el motín de los decabristas rusos en 1825. El desenlace es la guerra civil, el año 1918 en Rusia, el 1936 en España, entre unas convulsiones cuya vehemencia descubre un abismo de tormento interior y sobrepuja a todo cuanto estaba acostumbrada a ver Europa en este orden. En ambos casos se trata del choque entre lo gótico innato del alma y la intrusa cultura prometeica; es la decisión grandiosa y cruenta de la lucha entre el espíritu del paisaje y el espíritu de la época."

Si cabe, estas palabras de Schubart han perdido mucha vigencia. España ha tomado una dirección divergente con respecto a las Rusias. El presente de España es el de la postración, el materialismo, la pérdida de orgullo y dignidad nacional. El corrupto Régimen del 78, los cánceres contenidos dentro de una Constitución que desarticula la unidad nacional, desvincula al pueblo de su historia y tradición, lo entrega en manos de poderes extranjeros y entidades supranacionales, consagra una casta política parasitaria y anti-nacional, sustituye la comunidad orgánica por un mercado formado por átomos individuales, imbéciles y hedonistas… ese Régimen ha conseguido en pocas décadas mutar el alma española, el alma fruto de sus paisajes y sus gestas, especialmente la Reconquista y su Imperio, y ha logrado introducir la semilla diabólica, esto es, la disgregación y el odio fratricida. Aquella espiritualidad casi rusa que el filósofo veía en nuestra patria, ya resulta muy difícil de hallar. Pero el pesimismo sólo acelera el suicidio colectivo. Detrás de ocasos negros y horrendos se pueden adivinar renacimientos. Quizá este libro, escrito hace muchos años y olvidado de la mayoría, al ser ahora editado y recordado, aporte pistas. Ante las amenazas e infecciones presentes, a saber, la americanización, el "europeísmo", la africanización, la islamización, el capitalismo sin freno, la desaparición del humanismo, el colapso de la belleza y la espiritualidad, ante todo esto, España puede mirar hacia el Oriente Ruso y en él ver un espejo. Y del imperio que nace de sus cenizas allá lejos, en el otro extremo de Europa, volver a aprender lo que ella era: España era algo simétrico del Imperio Oriental y, en parte idéntico: El Imperio del Oeste.

Frente a la disgregación, al espíritu diabólico, el Imperio civilizador, el Imperio que detiene a la barbarie, y hace posible que despierte ese Gran Monarca dormido, siempre tenemos espejos para mirarnos: la propia historia española, de una parte y el espejo ruso, de otra.