Carlismo: el movimiento de un pueblo católico por su rey

31.05.2016

Montejurra, 2016

El pasado domingo 8 de mayo, unas escasas decenas de personas se concentraron, convocados por el Partido Carlista, en recuerdo y homenaje de las dos víctimas mortales de los sucesos de Montejurra del año 1976: 40 aniversario, nada menos. Unos hechos, recordemos, todavía no esclarecidos en su totalidad y de los que actores políticos muy diversos obtuvieron ciertos beneficios: desde la aparente definitiva superación de un pleito dinástico centenario, en beneficio de Juan Carlos I –entonces- y Felipe VI hoy, hasta la captación de cuadros y electorado por parte de algunos partidos.

Otra vez más, la ladera de Montejurra fue testigo, este domingo de mayo, de la presencia de boinas rojas. Pero… ¡qué lejos quedaba aquel año de 1974 en que 40.000 personas se concentraron allí en torno a su abanderado, Carlos Hugo, y sus hermanas!

A pesar de tan dispares cifras, y su correspondiente arraigo social, Montejurra viene siendo el débil reflejo de un movimiento popular extraordinario; fundamental en la Historia de España.

Por ello hemos querido reflexionar en torno al mismo, señalando algunas claves que puedan permitir comprender mejor una Historia de la que todos los españoles somos, en alguna medida, tributarios.

Para la historiografía dominante (caso, entre otros, de Jordi Canal i Morell, Martin Blinkhorn, etc.) el carlismo fue un movimiento contrarrevolucionario orientado hacia la guerra civil. Pero, con una mirada y conclusiones contradictorias con el planteamiento ideológico y apriorístico anterior, un grupo de historiadores, a quienes encontramos en gran medida en torno a la Revista de Historia Contemporánea Aportes, viene realizando diversas investigaciones de resultados muy diversos.

Ese prejuicio ideológico, que etiqueta negativamente al carlismo, también lo encontramos en otros medios; incluso en el seno de la misma Iglesia Católica española. De este modo, por ejemplo, se ignora con silencios u omisiones que fueron carlistas muchos de los alumnos aventajados de la -en su día- novedosa Doctrina Social católica de León XIII; lo que se concretó en sindicatos, cooperativas, editoriales, mutualidades y obras sociales de variado signo y alcance. Y todo ello sin olvidar que un grupo significativo de los “mártires” de la guerra civil española, beatificados en los últimos años, eran carlistas.

Dos testimonios sobre el carlismo

Para encuadrar este estudio, reproduciremos dos testimonios muy interesantes.

El navarro Gregorio Monreal, histórico militante nacionalista vasco hoy en Geroa Bai, quien fuera catedrático de Historia del Derecho en la Universidad Pública de Navarra y antiguo rector de la del País Vasco, en una larga entrevista publicada en la revista de extrema izquierda Hika (número doble 121/122, abril/mayo de 2001, páginas 14 a 18), realizaba la siguiente reflexión familiar sobre el carlismo: “… Y te voy a poner un ejemplo que saco de mi propio entorno familiar, en concreto del de mi madre, procedente del valle de Yerri, sancta sanctorum del carlismo. Esa familia, que no había tenido nunca relación con la cultura liberal, se ha dividido casi al 50% entre UPN y HB.”

Por otra parte, el escritor navarro Miguel Sánchez-Ostiz, Premio Príncipe de Viana 2001 de la cultura, respondía el día 1 de julio de 2001 de la siguiente manera a la pregunta “¿Por qué rescata el carlismo?”, al periodista de Diario de Navarra: “Fundamentalmente por que está en la raíz de nuestro presente. Me resulta muy enigmático que el movimiento carlista, que ensangrentó estas tierras durante 150 años, que está en el origen de la última Guerra Civil, que todas las secuelas que dejó en Navarra de desdichas familiares, ruinas económicas, la emigración a América que provocó… Que todo eso, en una mañana, la del 9 de mayo de 1976 en Montejurra, dejase al carlismo herido de muerte, es un asunto muy enigmático. ¿A donde fue toda esa masa de gente que en los años 60 acudía a Montejurra por miles? Hay que ver que ha habido un trasvase, estimo, tanto hacia el socialismo, como hacia Herri Batasuna”. Y, a la siguiente pregunta del periodista, ¿Y ese trasvase fue por miedo?”,  responde: “No. Qué va. No tiene nada que ver con el miedo. Puede que fuera una ideología que tuviera muy poco futuro en un mundo que ha cambiado tanto. La trama social de Navarra ha cambiado horrores. No sé si la ideología carlista, por muy estimable que sea, puede seducir a la gente”.

No es ninguna temeridad afirmar que el denominado “carlismo sociológico” ha desaparecido casi por completo. No obstante, encontramos a antiguos carlistas –o hijos de carlistas- en todo el espectro político navarro, tanto en sus bases, como en sus niveles dirigentes. De hecho, algunos de los más cualificados representes de la política navarra en los años 70 y 80 del pasado siglo podían incluirse en esta categoría. Recordemos, a título simplemente de ejemplo, a Federico Tajadura, dirigente de la izquierda del PSOE, Jaime Ignacio del Burgo (jurista, escritor y político de larga trayectoria en el centro-derecha navarrista), Florencio Aoiz Monreal (de familia carlista de Tafalla y portavoz de Batasuna en su día), Juan Cruz Alli (líder del disuelto partido Convergencia de Demócratas de Navarra, ex-presidente del Gobierno de Navarra) y tantos otros.

Podemos preguntarnos, ¿con qué criterio, desde qué impulsos ideológicos o existenciales, se adscribieron tantos, como antiguos carlistas, a unas u otras fuerzas políticas percibidas como más “actuales”? Acaso puede afirmarse que aquéllos de más acentuadas convicciones navarristas y españolistas engrosaron las filas de Unión del Pueblo Navarro; no en vano, hoy día, en algunas zonas del norte de Navarra la base de este partido es básicamente gente mayor de antigua pertenencia carlista. Por contra, muchos jóvenes, de la etapa final del carlismo “socialista”, engrosaron las filas de Herri Batasuna y sus sucesivas “marcas”. A su vez, algunos otros se integraron -lo que pudiera explicarse por el sentimiento social del carlismo- en las filas del PSN-PSOE y otros partidos a su izquierda.

El movimiento carlista

Desde tamaña disparidad y dispersión, ¿cómo podemos definir y caracterizar al carlismo? La respuesta es importante, pues la misma pudiera proporcionarnos algunas pistas fundamentales para entender su aparente y brusca desaparición y la compleja situación sociopolítica que atraviesa Navarra.

A tal objeto, partiremos de una declaración oficial del propio carlismo, emitida en un momento especialmente delicado de su historia. Así, mediante el Real Decreto de 23 de enero de 1936, Don Alfonso Carlos establecía la Regencia con las siguientes precisiones:

«Tanto el Regente en sus cometidos como las circunstancias y aceptación de Mi sucesor, deben sujetarse respetándoles intangibles a los fundamentos de la legitimidad española, a saber:
I.- La Religión católica, apostólica, romana con la unidad y consecuencias jurídicas con que fue amada y servida tradicionalmente en Nuestros Reinos.
II.- La constitución natural y orgánica de los Estados y cuerpos de la sociedad tradicional.
III.- La federación histórica de las distintas regiones y sus fueros y libertades, integrantes de la unidad de la Patria española.
IV.- La auténtica monarquía tradicional, legítima de origen y ejercicio.
V.- Los principios y espíritu y, en cuanto sea prácticamente posible, el mismo Estado de derecho y legislativo anterior al mal llamado Derecho Nuevo».

Ahora veamos alguna respuesta científica emitida desde la abundante historiografía especializada.

La historiadora Aurora Villanueva, en su libro El carlismo navarro durante el primer franquismo (Actas, Madrid, 1998), lo caracteriza de la siguiente manera: “Configurado políticamente en torno a unas fidelidades personales –al pretendiente y su dinastía-, el carlismo constituiría la seña de identificación de aquellos que, en el universo individualista característico del sistema político y cultural liberal, participaban de una visión tradicionalista de la vida y del mundo. Una `comunión´ de personas amasada a lo largo de la historia sobre el eje de la lealtad a unas ideas y una dinastía” (página 531). Fidelidad, ante todo, a la legitimidad dinástica y a un muy preciso ideario; ambos elementos en perfecta simbiosis.

Por su parte, el prolífico historiador Josep Carles Clemente considera, en su abundante bibliografía, que el carlismo se caracterizaba, además de los anteriores elementos, por tratarse de un movimiento popular y de protesta. Originado en seno del legitimismo español del siglo XIX, integraría en su ideario indudables conceptos ideológicos modernos (desde nuestro punto de vista, herencia expresa del cristianismo): federalismo, profundas aspiraciones sociales, sentido de la protesta. Las relaciones de este pueblo con sus líderes, asegura Clemente, casi nunca habrían sido ejemplares, aunque en general, los máximos abanderados del carlismo sí habrían respondido a los anhelos de su pueblo. Tradicionalismo, integrismo, franco-juanismo, habrían sido, opina el citado historiador, tendencias ideológicas insertadas posteriormente en el carlismo, pero con una intencionalidad instrumentalizadora de tan generoso movimiento; pero que no responderían al sentimiento general de la base.

Clemente concluye su elaboración afirmando que fue con -el ya fallecido- Carlos Hugo cuando el pueblo carlista habría alcanzado el grado más alto de fusión con sus líderes naturales, ya despojados de los elementos distorsionadores; lo que no impidió su “espantada” general con ocasión del fracaso electoral del partido en 1979. En consecuencia, para este autor, los carlistas concentrados el pasado 8 de mayo serían los últimos y directos representantes de ese “pueblo en marcha” que recorrió buena parte de los siglos XIX y XX.

Los autores tradicionalistas, por su parte, proporcionan una perspectiva bastante distinta. Consideran, en su conjunto, que la rápida evolución ideológica, de la Comunión hacia el “socialismo autogestionario y federalista” del Partido Carlista, habría sido forzada y “contra natura”. Dicha transformación, impulsada por un reducido grupo de líderes y cuadros, que se sirvieron del instrumento de los “cursillos” de los años 60 y 70 empeñados en una “modernización” a toda costa, les habría llevado a la trinchera contraria; lo que provocó –o aceleró, según se mire- la desarticulación de ese pueblo e incluso del llamado “carlismo sociológico”.

Para algunos de esos autores, y para la actual Comunión Tradicionalista Carlista, ésta –refundada hace ya 30 años en el Congreso de El Escorial- sería la agrupación heredera de ese carlismo extraordinario que ha asombrado a propios y extraños.

En cualquier caso, retomemos el interrogante inicial, ¿cómo es posible que un movimiento político popular, centenario, vigoroso, que atravesó pruebas tremendas, desapareciera casi de golpe?

Ya hemos mencionado que la historiadora Aurora Villanueva describe al carlismo como un completo fenómeno político, sociológico e ideológico. Paradójicamente, fue en los periodos liberales de la historia reciente de España cuando el carlismo pudo expresarse y desarrollarse ideológica, orgánica y sociológicamente. Villanueva describe en su texto, documentadamente, el agónico proceso de desintegración que sufrió, en Navarra, ese carlismo que no supo adaptarse a la semiclandestinidad en que el régimen de Franco le instaló; después de volcarse totalmente en la guerra civil. Por otra parte, las convicciones religiosas y semi-tradicionalistas del régimen pudieron contribuir a la desmovilización de importantes sectores del carlismo; quienes se sentirían cómodos en el mismo.

En ese estado de cosas, y en las décadas siguientes, el carlismo sufrió nuevas fracturas: falcondismo, carlosoctavismo, juanismo… Analizando los hechos descritos en su libro, concluimos que la suerte del carlismo se la jugaron unas pocas decenas de protagonistas, en lo que a Navarra -la “Israel del carlismo”- se refiere; permaneciendo en buena medida ajena a todo ello su masa popular, acomodada a un régimen que afirmaba, al menos sobre el papel, buena parte de sus principios.

Mientras tanto, la sociedad española se transformaba aceleradamente: se consumaba el éxodo del campo a la ciudad, disminuyendo así la influencia del clero rural (muy implicado, como en el caso de Navarra, en el sostenimiento del carlismo); la familia tradicional iniciaba una lenta pero imparable transformación; nuevos aires soplaban en el seno de la Iglesia; etc., etc.

Una hipótesis

A estas alturas de nuestro estudio, ¿cómo caracterizar, sintéticamente, al carlismo?

Resumiendo los diferentes elementos comunes señalados anteriormente, a nuestro juicio el carlismo sería un “movimiento de un pueblo católico por su rey”. El pueblo tradicional español, movilizado durante más de un siglo al servicio de sus ideales  y de la “Dinastía Legítima”. Y, en lo que se refiere a su crisis, señalemos que tal no puede deslindarse de la que sufre España y la propia Iglesia Católica.

Desde esta perspectiva, el tradicionalismo y, posteriormente, el socialismo autogestionario carlista de los años 70, no habrían sido sino intentos de ideologización de un movimiento en crisis y cierta indefinición doctrinal desde sus inicios.

Difuminado el liderazgo y atractivo del “rey legítimo”, cuestionada en sus fundamentos la “unidad católica” sustentadora de España a raíz de las nuevas corrientes impulsadas a partir del Vaticano II, atomizado y dispersado en consecuencia su pueblo, persisten, todavía hoy, familias y personas de profundas convicciones ideológicas. Por el contrario, buena parte del antiguo pueblo carlista se diluyó, con mayor o menor convicción, en las filas de otras fuerzas políticas que consideraron más afines a su sensibilidad; todo ello en consonancia con el movimiento general de la sociedad.

Avanzando en esta hipótesis, debe destacarse, ante todo, la profunda religiosidad del movimiento carlista; mientras que otros componentes doctrinales, aparte de la dinámica de esa relación pueblo-rey, serían ingredientes ideológicos un tanto accidentales.

Francisco Javier Caspistegui Gorasurreta en su libro El naufragio de las ortodoxias, el carlismo, 1962-1977 (EUNSA, Pamplona, 1997) explica cómo el impacto de las nuevas corrientes teológicas derivadas del Vaticano II fueron determinantes en la rapidísima evolución ideológica experimentada por el carlismo en las décadas de los 60 y 70. La transformación de algunos movimientos eclesiales hacia posturas de extrema-izquierda afectó también a muchos de los hombres y mujeres del carlismo. Ejemplifica tal hipótesis en la trayectoria de dos personas: Antonio Izal Montero (carlista navarro que asumió con pasión las nuevas corrientes de la Iglesia) y Alfonso Carlos Comín (figura paradigmática del progresismo católico catalán de los años 60 y de gran influencia en determinados ambientes intelectuales “comprometidos”; hijo de un dirigente carlista aragonés).

De este modo, en la página 46 del citado texto, se recoge un esclarecedor párrafo: “El carlismo no iba a ser una excepción en este ambiente de cambio, máxime tratándose de un movimiento cuya estructura social marcadamente diferenciada entre dirigentes y dirigidos, iba a hacer que su amplia y poco ideologizada base aceptase con rapidez las transformaciones que iban introduciéndose en la variable sociedad española del momento. Además, la debilidad de estructuras ideológicas hacía que lo que hubiese de político en sentido doctrinal se diluyese en el mucho más pujante carlismo sociológico, más presto a los cambios ante influjos diversos, poco condicionado por los escasos esquemas doctrinales existentes en el carlismo, aunque sin dejar de lado las posibilidades que una doctrina como la carlista –pese a sus limitaciones- ofrecía para la renovación, insistiendo en un rechazo al inmovilismo como tal…”.

Por lo que respecta al vehículo de la transformación ideológica operada, en sus páginas 52 y 53 lo concreta así: “A través de él (lo religioso) iba a hacer acto de presencia un elemento que, poco a poco, de forma real o imaginaria, como mito de lo disolvente o como efecto de una realidad cambiante, se adueñó de las obsesiones e ilusiones de buena parte del carlismo, contribuyendo de manera importante a la aceleración de los cambios en él. El mito del progresismo iba a introducirse en el carlismo, utilizado como excusa para la crítica o como vía para la reforma.

Este progresismo de raíz religiosa iba muy unido al proceso de puesta al día que afrontaba la Iglesia desde el comienzo del pontificado de Juan XXIII”.

Aquellos años de regencia fueron muy críticos para el carlismo, a lo que se sumó la semiclandestinidad de la Comunión y la despolitización del régimen franquista; según veíamos antes. Pese a ello, la figura de Javier de Borbón-Parma siguió concitando buena parte de las adhesiones de las “primeras figuras” del carlismo, aunque se produjeron algunas defecciones críticas importantes; caso del que fuera Jefe Regional de Cataluña e impulsor, posteriormente, de la denominada Regencia de Estella, Mauricio de Sivatte. Pero esa adhesión se merma progresivamente, a lo largo de los años 60, con la salida de diversas figuras significativas de la Comunión por motivaciones diversas.

Un dato concreto avala esa religiosidad fundamental del movimiento carlista: todavía hoy, buena parte de las vocaciones al sacerdocio surgidas en los últimos años en Navarra, así como a la vida contemplativa, lo han sido en el seno de familias carlistas. Familias que han sabido transmitir el legado carlista; parejo a su profunda e indudable experiencia católica.

Volvamos a nuestra tesis. Conforme a esta concepción del carlismo habría que diferenciar tres elementos humanos, estructurales consustanciales, que lo integrarían: el pueblo, los líderes, el rey.

La sintonía pueblo-rey habría sido, en general, magnífica. Pero la continuidad dinástica se interrumpe en 1936 a raíz de la muerte de Don Alfonso Carlos de Borbón Austria-Este, estableciéndose una regencia. Este nuevo periodo histórico del carlismo, iniciado en plena guerra civil, coincidiendo con el esfuerzo militar que absorbió todas sus energías durante tan trascendentales años, se prolonga hasta el llamado “Acto de Barcelona” (31 de mayo de 1952). De esta forma, y en pleno franquismo, se produjo la asunción del caudillaje monárquico de la Comunión, ante su Consejo Nacional, por el hasta entonces regente Don Javier de Borbón-Parma, padre de Don Hugo Carlos (más tarde Carlos Hugo); tras muchas dudas y vacilaciones.

Esa interrupción en la continuidad de la “dinastía legítima” coincidió, en el tiempo, con la desmovilización de buena parte de las masas carlistas posterior al término de la guerra civil; con una Comunión Tradicionalista ilegal. En este sentido, Aurora Villanueva proporciona algunas nuevas claves del máximo interés. Así, en la página 536 de su libro: “Y es que ambos, carlismo y franquismo, procedían del mismo universo mental: el tradicionalismo cultural de finales del siglo XIX y principios del XX. De ahí que el esfuerzo de los líderes carlistas por mantener diferenciado orgánicamente al carlismo alcanzase tan sólo a los sectores de militantes más politizados, mientras que las bases, del carlismo sociológico, encontraban fácil acomodo en el régimen de Franco. Quizás aquí resida la razón última de la pérdida de señas de identidad carlistas durante el régimen franquista”.

La reactivación del carlismo con un nuevo pretendiente a la cabeza (Don Javier) y, años después, con un proyecto político diferenciado ya en abierta oposición al franquismo, tras cierta reconciliación previa, coincide con el proceso de transformación social operado en España y los cambios de la Iglesia católica. Todo ello impulsó la rápida evolución ideológica del carlismo (rectificación o definición, según sus impulsores), que acarreó el progresivo alejamiento de sus elementos inequívocamente tradicionalistas; ante el desconcierto de buena parte de la base de ese pueblo en desintegración.

El papel de los líderes habría que cuestionarlo en mayor medida; la historia nos dibuja múltiples disensiones, escisiones, cambios de estrategia, expulsiones, cambio de partido, etc., protagonizados por muchos de ellos. Todos esos movimientos fracasaron –entendiéndolos como proyectos colectivos- siendo, por contra, polo de atracción del pueblo carlista la concreta persona del abanderado que encarnaba la continuidad de la dinastía legítima y la mismísima auto-percepción de las Españas.

Resumamos, pues. La sintonía pueblo-rey, base del movimiento histórico carlista, se rompe por un conjunto de causas:

  1. Por factores estructurales internos de la propia realidad carlista (la interrupción dinástica, las fluctuantes relaciones con el franquismo, y la renovación de sus elites).
     
  2. Por las novedades doctrinales externas que afectaron, de forma determinante, al “corpus” ideológico carlista (nuevas corrientes teológicas desarrolladas en la Iglesia a partir del Vaticano II; que cuestionaron el principio básico carlista de la “unidad católica” de España).
     
  3. Por factores externos derivados de la dinámica social histórica en la que se desenvuelve este pueblo concreto (los profundos cambios que transformaron España, pasando de una sociedad rural a otra industrial, con la consiguiente desaparición del hasta entonces influyente clero rural carlista; la progresiva desarticulación de la familia tradicional en aras de un modelo de familiar nuclear mucho más individualista, conforme patrones sociales procedentes de las llamadas sociedades “avanzadas”; el impacto cotidiano de las ideologías del “68”; finalmente, la brutal incidencia individual y social del consumismo y el individualismo propios de la sociedad postmoderna y postindustrial.

Tan complejos y rápidos factores presionaron simultáneamente y sin freno alguno,  sobre el pueblo carlista, determinando que la familia tradicional, principal custodia del carlismo durante varias generaciones no fuera capaz de transmitir, salvo contadas excepciones, su legado; como tampoco fue capaz de comunicar una experiencia religiosa atractiva en tantísimos casos.

Algunas conclusiones

Hoy día, ¿queda algo vivo del carlismo? De forma organizada, sobreviven tres pequeños grupos: el Partido Carlista (último y minúsculo representante del carlismo socialista, federalista y autogestionario); la refundada Comunión Tradicionalista Carlista; y el núcleo agrupado en torno a la denominada Secretaría política de S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón, a quien reconoce como Abanderado de la Tradición.

Sociológicamente, acaso, podríamos aventurar que algunos tics de la mentalidad navarra en particular, se encuentran íntimamente entrelazados con el carlismo sociológico: sentido de grupo, gusto por lo propio, generosidad y entrega personal, ciertas imágenes y lugares comunes del léxico, apego a las tradiciones, espontaneidad, sustrato religioso…

Sin embargo, las nuevas generaciones navarras, salvo contadas excepciones, muestran un pasmoso desconocimiento de la historia y gesta carlistas de sus padres y abuelos.

En la dinámica de las relaciones humanas, la presencia y compañía generada por unas personas excepcionales puede llegar a materializar -por el atractivo que son capaces de transmitir entre los hombres y a lo largo del tiempo- un movimiento que atraviese un periodo histórico. Esa dinámica elemental ha determinado la operatividad concreta en la transmisión del catolicismo, y también lo ha estado, en la historia del carlismo.

Reflexionando sobre la gesta popular del carlismo, y analizando su peso en la historia de España y de Navarra, no podemos menos que sentirnos tributarios de todos esos carlistas –antepasados directos nuestros- que lucharon de forma consecuente con sus ideales. Incluso podemos llegar a afirmar que, en buena medida, gracias a ellos, nuestra concreta tradición histórica (la española) y religiosa (el catolicismo) nos han llegado hasta nuestros días de una forma viva, reconocible y tangible. Se trata, en definitiva, de un precioso legado para los navarros de hoy y todos los demás españoles.

(*) Este artículo es una actualización y revisión, eliminando recuerdos familiares y vivencias personales, del publicado por el autor en el número 54 (correspondiente a febrero de 2002) de la Revista Digital Arbil

Fuente: La Tribuna del País Vasco.